Más reciente Reflexión afirmativa

Si no superamos la discriminación como práctica relacional, jamás seremos una sociedad que garantice la dignidad

La discriminación y su forma naturalizada de imponerse en la cotidianidad son la evidencia de que somos una máquina para despreciar y que la diversidad, lejos de ser reconocida como la mayor riqueza de la sociedad, es perseguida por una enferma hegemónica que quiere imponer un proyecto de vida sobre los demás.

Este fin de semana, invitados por Naciones Unidas, se promueven acciones sociales, culturales y políticas para poner fin a la discriminación. Las sociedades modernas que han asumido la democracia participativa como su teoría fundadora y la libertad como la garantía de que el capitalismo no minará los proyectos de vida, ven frustrado su proyecto social y político por la existencia de prácticas y el crecimiento de acciones que no logran consolidar la igualdad como principio moral. Todo lo contrario, la inequidad social, la distribución acaparadora de bienes y servicios y los altos niveles de marginalización y precariedad dejan constancia de que el proyecto de modernidad liberal no emancipa la dignidad del ser humano. Todo ello a pesar de los estándares de derechos humanos, la prohibición de tratos crueles, inhumanos y degradantes y la existencia de instituciones éticas para garantizar la protección. La discriminación es la acción más cotidiana de las comunidades, donde sus miembros son como “máquinas reproductoras” de acciones cotidianas de desprecio a su alrededor.

La discriminación es una práctica social que, enquistada en la vida cotidiana, ha producido una conducta de desprecio hacia los proyectos de vida que marcan diferencia con quien los proyecta. El origen de la palabra llama mucho la atención: discriminar viene de la expresión latina “discrimen”, que significa diversidad, diferencia y se invoca sólo en términos negativos o despectivos para señalar y estigmatizar al otro y lo que el otro significa. Es decir, en la sociedad actual, la enunciación de la diversidad se hace no para reconocer sus derechos, sino para señalar su diferencia, y dicha diferencia es expresada para separarla de lo que se reconoce como “bueno”, “provechoso” o “saludable” y darle el atributo de merecedora de toda estigmatización. Así expresado, la discriminación es una práctica hegemónica que, impuesta en la sociedad, se dedica a señalar la diversidad como factor depositario de violencia. Además, ese desarrollo intencionado da cuenta de tal uso en términos negativos que, con el tiempo, la diversidad fue mutándose en el término diferencia. Con el primero hay una composición integradora (multitud de universos que confluyen), con la segunda una actitud segregadora (separación de contrarios).

La discriminación como práctica social es un ejercicio presente en el ambiente social, aprendido de forma innata e interiorizado con rapidez. Es común encontrar en los procesos de educación máximas de los progenitores impidiendo acciones espontáneas de integración y promoviendo de forma irracional cercanías a quienes no tienen una estructura social, política o económica como la suya. Discriminar hoy es nombrar, señalar o identificar, pero para menospreciar y con acciones cimentadas en violencia, asumen como propio ridiculizar la otredad, darle una categoría de inferioridad y limitar su proyecto de libertad. Esa conducta, sumida incluso como regla de vida en los proyectos hegemónicos como el patriarcado, el machismo, el heterosexismo, entre otros, ha logrado con su legitimidad no solo pormenorizar sus efectos violentos, sino que incluso ha llegado a escenarios como la exclusión y llevan al límite la negación de las otras personas al punto que viven como si no existieran y les hacen invisibles ante la sociedad.

Las luchas de liberación de las mujeres, la denuncia del racismo por parte de los grupos indígenas y afro; la demanda de libertad por las comunidades originarias oprimidas por prácticas colonizadoras, las expresiones de la lucha de la liberación sexual de gais y lesbianas y la resistencia al transfeminicidio y las trasmasculinidades en las sociedades binarias y deterministas, son causas que, si bien proceden de proyectos de vida muy diferentes, tienen como punto común denunciar la discriminación estructural de la sociedad que les condena a una vida limitada, por el solo hecho de no representar, ser portadores o asumir un proyecto de vida que, de forma subjetiva, se ha posesionado como el coherente, o el hegemónico; precisamente las luchas decoloniales, antirracistas y contra la discriminación hacia las personas LGBTIQ+, es si se quiere la agenda que, en términos sociológicos, está demandando hoy del Estado y la sociedad cambios profundos y significativos, pues su existencia es la responsable de que exista violencia y sea fallido el proyecto de sociedad realizada.

Precisamente en las últimas décadas, el movimiento social de la diversidad sexual y de género en nuestra región, preocupado por el alto nivel de violencia, se dio a la tarea de buscar herramientas pedagógicas y colectivas que le permitan a la sociedad salir de ese letargo naturalizador del desprecio hacia la diversidad y dar cuenta de prácticas naturalizadas que deben ser desterradas. Por ello, ante términos como crímenes de odio, promovidos por Europa y Estados Unidos para investigar la violencia, o prácticas homofóbicas, usadas por analistas sociales, ambas categorías muy insuficientes que no solo pormenoriza el delito, individualizan la responsabilidad, sino que descuentan su ocurrencia en un contexto social adverso que permite que este se genere. Ahí el arribo de la categoría social: violencia por prejuicio, heredada de la teoría kantiana, que lo nombra como la animadversión, negativa frente a una realidad que desconozco, pero que prejuzgo, permite no solo llamar la atención de la gravedad del delito, sino que asume un ejercicio complementario en doble vía. Identificar las causas estructurales y primeras que llevan a los perpetradores a cometer el acto y, por otro lado, encontrar en la realidad que les rodea las motivaciones para hacerlo; además, sociólogos como Meed clasifican que dicho prejuicio puede ser jerárquico, cuando lo que busca el perpetrador es hacerle sentido a la víctima de que está en inferioridad ante él, y que nunca será su igual, ápice de la discriminación y otro prejuicio excluyente, que termina construyendo una realidad social como si el otro no existiera y dicho borramiento es la mayor condena al olvido: tu vida no significa.

Que el sistema social hable cada vez más de la existencia de prejuicios hacia las personas LGBTIQ+ motivado por el desprecio hacia su diversidad sexual, identidad y expresión de género, que el sistema Interamericano lo exprese en su misión de llamar al Estado a proteger la vida de las personas sexo-género diversas; que el sistema judicial lo asuma, como lo hace la Fiscalía de Colombia con su guía y directiva para investigar violencia contra personas motivadas presuntamente por su orientación sexual, identidad (real o percibida) de género y que organizaciones sociales y centros de investigación demanden la urgencia de trabajar en la transformación estructural de las matrices heteronormativas que reproducen los prejuicios, es un buen indicio de que hoy somos conscientes de la frustración que como sociedad tenemos de que no haya garantías para el derecho a la igualdad.

Guerras, dictaduras, conflictos, han sido espacios donde la discriminación ha agudizado sus acciones beligerantes y se ha convertido en validadora de la violencia. Con su uso se identifica quiénes pueden y quiénes no vivir, qué prácticas son permitidas y cuáles perseguidas, qué conductas se permiten y cuáles se castigan y, sobre todo, desde una peligrosa policía de la moral, se determina cómo se vive, y hasta dónde se tiene derecho a la libertad. Esa situación nos ha hecho entender que superar los conflictos, retornar a la democracia o poner fin a las guerras no se logra solo con callar fusiles, que cesen las prácticas dictatoriales o se humanicen las relaciones, sino que es necesario y urgente poner en el centro a la humana y garantizar para esta la dignidad sin medida. Por ello, escenarios como la implementación del acuerdo de paz y, en él, su enfoque de género que busca dar cuenta de los efectos desproporcionados de la violencia hacia las mujeres y las personas LGBTIQ+, ha demostrado que, por las características transformadoras de la justicia transicional, la categoría prejuicio quedó insuficiente y tipos penales como violencia por persecución son más determinantes para analizar los efectos de una práctica de violencia sistemática sobre una comunidad a la que se le imponen ciertas conductas de disciplinamiento que incluso escapan a la coyuntura prejuiciosa, pero que igual que ella, en este caso, la persecución, es otra expresión de ese afán. De borrar, excluir e invalidar lo que la diversidad le propone como modelo de vida a una sociedad que quiere seguir siendo construida con parámetros hegemónicos y desde matrices de opresión.

Nos urge dejar atrás la enunciación de la diferencia para segregar la sociedad y volver a tomar partido por la diversidad como una cualidad de la vida social que tenemos que reconocer. En dicho reconocimiento, leernos todas en perspectiva de integración, no de inclusión; solo así, cuando la otredad sea vista como diversidad y no como diferencia y la diversidad sea la estructura de la sociedad, pasaremos de ser indiferentes frente al otro, a reconocerlo desde su mismidad y a diferenciarlo para crear una escala ascendente de valor, a hacer de la vida en sociedad un ejercicio de permanente interlocución, donde cada sujeto, con y desde su identidad, construye proyectos de vida en comunidad; así pondremos fin a la opresión y las luchas contra la discriminación serán historias de un pasado glorioso que nos ayudó a consolidar la dignidad.

Wilson Castañeda Castro

Director 

Caribe Afirmativo