Crónicas Afirmativas

Amar en la diversidad como puente para sanar las heridas

21 de febrero de 2021. Cristina[i] tenía tan sólo ocho años cuando sintió que una niña del colegio, compañera de clase en la escuela rural, del municipio de Ovejas en Sucre, le atrajo por primera vez. Al principio ella sentía miedo de reconocerse y todo comenzó por ese montón de mariposas en el estómago que sentía por esa “pelada”, como ella le dice evocando el recuerdo. A ella le tocaba aguantarse y contenerse, por miedo a lo que pensará su comunidad, y solo mucho tiempo después se reconoció como una mujer con una orientación sexual diversa.

Cristina nació en la zona rural del municipio de Ovejas, en Sucre. Vivía en una casita junto con su hermano menor, su tía y su abuela; para aquel entonces su abuela, a quién llamaba mamá, era la persona más importante en su vida y la primera a la que le contó de su orientación sexual. Su abuela, una mujer mayor a quien consideraba bastante adelantada para la época solía decirle: “Tienes ser como eres, no por lo que la gente quiera que tú seas. Tienes que ser así como tú eres, que no te de pena, que no te quite el valor de quien eres. El día que decidas salir del clóset sal, yo no voy a recriminarte”. Lo que Cristina no imaginaba es que esas poderosas frases le darían el valor para enfrentar todo lo que venía encima.

Sus días de colegio no eran como los de cualquiera, pues la cotidianidad de sus clases sucedía entre balas y gritos, entre correr y esconderse porque había un tiroteo entre soldados y grupos armados, o en parar las clases y no salir en un buen tiempo por los toques de queda impuestos por el grupo ilegal de turno que tuviera el control del pueblo. Cristina recuerda que debían avisar su hora de salida del corregimiento, la razón de la misma y llegar a la hora estipulada, pues si alguien llegaba más allá del tiempo acordado tenía que dar explicaciones, de lo contrario lo mataban; además, para controlar los movimientos debía ponerle un sello a cada persona, como si se tratara de un campo de concentración. Cristina recuerda que su papá hizo el trámite para salir a trabajar, pero él nunca regresó y fue su abuela quien se hizo cargo de ella y su hermanito esos primeros años de vida.

De acuerdo con el informe de CARIBE AFIRMATIVO, “Juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”[ii] que relata las violencias de niños, niñas y adolescentes con orientaciones sexuales, identidades y expresiones de género diversas, en el marco del conflicto armado colombiano hubo abusos sexuales y violencias contra estos niños y niñas durante su infancia por no encajar a los estereotipos de género impuestos en sus comunidades. Quizá intuyendo que ser diferente sería castigado, Cristina mantuvo en secreto su orientación sexual hasta la adultez, sin embargo, sufrió varios abusos y violencias sistematizadas entre la pubertad y la adolescencia.

Cristina tenía 11 años cuando salía del colegio y caminaba rumbo a su casa. En ese momento no se sabía a ciencia cierta los tipos de grupos armados ilegales que rondaban su comunidad, algunos se hacían llamar PTR, un tiempo serían las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC y luego el ELN. En una esquina cerca a su ranchito un grupo de hombres se le acercó, entre ellos el cabecilla del grupo, estos “guerreros” abusaron sexualmente de ella, la agredieron y la dejaron golpeada en medio del monte; fueron sus vecinos quienes la recogieron, la llevaron a su casa y su abuela llorando, en sincronía con ella, fue quien la bañó y la cuidó los siguientes meses, en los que Cristina daría a luz una hija producto de esa violación.

Esos nueve meses de encierro estuvieron llenos de miedo, de pesadillas y un profundo dolor que compartía con su abuela, pues su familia no podía decir nada por amenazas recibidas. Cristina tuvo su hija a los doce años y desde ese trágico día un miedo y angustía recurrente se anidó en su corazón, no volvió al colegio y no quiso volver a jugar en la cancha de su corregimiento o compartir con otros niños de su edad.

Sin embargo, la violencia no cesaría ahí. El 17 de enero del 2001, en horas de la madrugada, se presentaron casi 80 hombres en su corregimiento, quienes se identificaron como paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia [iii]. Cortaron la luz y sacaron a las personas de sus casas, los ubicaron a todas en la plaza central y señalaron a 24 hombres como militantes de guerrillas comunistas, a quienes asesinaron uno a uno mientras las mujeres y niños esperaban en la cancha. Antes de irse los paramilitares quemaron 25 casas y pintaron en las paredes letreros que decían “fuera guerrilla comunista”.

Cristina fue parte de los testigos de este cruel episodio. Ella describe que este grupo llegó buscando a personas de la guerrilla, pero que en ese momento no los encontraron y sacrificaron a hombres inocentes y además mataron a mujeres y niños que se interponían entre los asesinatos. Hubo un momento en que ella no pudo más y salió corriendo, no soportaba observar con sus ojos adolescentes la sevicia con que torturaban a estas personas; para ese momento Cristina tenía una niña y un niño y estaba embarazada de su tercer hijo.

Los medios de comunicación registraron 28 personas muertas y el desplazamiento forzado de más de 100 familias. Cristina cuenta que cuando escapó varias personas se fueron detrás de ella, la golpearon, forcejearon con su cuerpo y le rompieron la ropa, lo demás fue otra vez la misma tortura y violencia que vivió a sus once años. Varios informes de organizaciones de derechos humanos que defienden los derechos de las niñas y mujeres de Montes de María coinciden en que para los actores armados atentar contra los cuerpos de niñas, adolescentes y mujeres se convirtió en una estrategia para reafirmar el dominio y control territorial que tenían sobre estas zonas rurales y sembrar terror en sus comunidades[iv]

Cuando Cristina cumplió los 18 años decidió ir a la Defensoría del Pueblo y dar su testimonio como víctima del conflicto armado. Ahí la violencia institucional que recibió de los funcionarios públicos solo la decepcionó aún más. Ella describió ambas violaciones y aún con las cicatrices visibles de sus golpes, los clavos por unos tiros que recibió en el pie y con sus dos hijos menores en primera infancia, los funcionarios le dijeron que no podían probar las agresiones sexuales, pues ya habían prescrito, y respecto a los golpes recibidos durante la masacre necesitaba un testigo que corroborará lo que ella vivió, que de lo contrario por el momento sólo podía identificarse como víctima de desplazamiento forzado. Ese mismo día Cristina también empezó a notar que su salud mental se quebraba, poco a poco.

Fue internada en el hospital psiquiátrico de Sincelejo y perdió la custodia de sus tres hijos, que quedaron bajo potestad del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF. Duró más de cuatro años internada y comenta que el trato de los profesionales de la salud tampoco fue el más adecuado; su diagnóstico consistía en episodios psicóticos, pesadillas y regresiones continuas sobre los episodios de violencia que vivió en su adolescencia.

“Todos los días cuando me miro al espejo y recorro con mis dedos las cicatrices de mi piel empiezo a llorar y me doy cuenta que me duelen mucho más las cicatrices del alma”, expresa Cristina cuando recuerda que detrás de cada una de sus escoriaciones hay una historia de horror que contar. El conflicto armado ha dejado una poderosa herida invisible en el inconsciente colectivo de las víctimas que, como en el caso de Cristina, ha deteriorado su salud mental, ante un Estado indolente en la materia, o peor, violento frente a la misma.

Según un reportaje de la Revista Semana[v] hay una huella profunda e imborrable en la psiquis de más de los seis millones de colombianos y colombianas que han padecido el conflicto. Los eventos que más afectan a la población civil, con base en un estudio de Médicos Sin Fronteras, corresponden a niveles de ansiedad y depresión muy altos y alta propensión a desarrollar síntomas de estrés postraumático, como el caso de las víctimas registradas de Montes de María, que de acuerdo con un estudio de la Universidad de los Andes[vi], se considera que el 90% de ellos y ellas padecen estas enfermedades y las han presentando desde edades muy tempranas por las circunstancias violentas del contexto sociopolítico de su región.

Luego de ello y recuperar a sus hijos, Cristina estuvo en condición de calle con ellos y su abuela tanto en Sincelejo como en Cartagena, y en más de una ocasión el ICBF acogió a sus hijos ya que ella no podía mantenerlos por la marginalidad que vivían en ese momento.

Tiempo después con ayuda de sus vecinos y el acompañamiento del ICBF junto con la Policia, Cristina volvió a construir su casa en el mismo terreno donde creció con su abuela. Un día tuvo que salir a Sincelejo por una cita con el psiquiatra, pues el ICBF, para garantizar su capacidad como cuidadora, le brindó atención a su salud mental y física, pero a su regreso se encontró con su casa en llamas. Integrantes del ELN, quienes ya la habían amenazado en el pasado porque no dejó que reclutaran a uno de sus hijos, quemaron su casa con su tía adentro, ellos habían marcado las casas previamente, pero hasta el sol de hoy ella no sabe porque atentaron contra su hogar. Ella llegó de sus diligencias e intentó sacar a su tía, pero no se lo permitieron.

Han pasado varios años luego de esta serie de violencias. Los hijos de Cristina ya son mayores de edad: sus dos hijos viven en San Jacinto, Bolívar, con una de sus abuelas de crianza, su hija se casó y su hermano menor vive con su mamá biológica, a quien Cristina conoció muchos años después, pero dice que no le guarda rencor porque su abuela le enseñó que no vale la pena amargarse por las decisiones que tomaron sus padres, que ya fue suficiente con sobrevivir tantas violencias.

Cristina está enamorada de una mujer que conoció por Facebook y cuando le preguntan sobre su pareja se sonroja y cuenta que primero se conocieron a través de redes sociales y duraron un par de años chateando antes de verse por primera vez en Sincelejo; ahora reconoce su orientación sexual con orgullo. Manifiesta que su comunidad empezó a señalarla por ser lesbiana, pero que ella no siente eso como un insulto, antes lo asume con alegría y comparte feliz con su pareja ante las miradas incómodas de los demás. Hay planes de matrimonio entre las dos, pero Cristina confiesa que le asusta un poco la idea de comprometerse con alguien.

Si no hubiera sido por su abuela, por sus consejos y el apoyo incondicional que le brindó durante gran parte de su vida, Cristina cree que no hubiese sobrevivido el sinnúmero de violencias que sufrió. Aunque reconoce que aún hay cicatrices por sanar, el sólo hecho de tener la valentía de contar su historia con detalles ya la hace una mujer que enfrenta la vida con coraje y que en este momento le abre una oportunidad al amor, a querer sin barreras y a recuperar la inocencia de sus mariposas en el estómago cuando descubrió su orientación sexual por primera vez. Es aquí donde amar en la diversidad es puente para sanar las heridas del alma.

[i] Nombre cambiado por seguridad de la persona.

[ii] Tomado de https://caribeafirmativo.lgbt/juguemos-en-el-bosque-mientras-el-lobo-no-esta-violencias-en-el-marco-del-conflicto-armado-contra-ninas-ninos-y-adolescentes-con-osigeg-diversas-en-colombia/

[iii] https://rutasdelconflicto.com/masacres/chengue

[iv] Tomado de https://www.elespectador.com/colombia2020/justicia/verdad/mujeres-victimas-del-conflicto-en-el-caribe-narran-como-fueron-despojadas-de-su-humanidad/

[v] Tomado de https://especiales.semana.com/especiales/conflicto-salud-mental/

[vi] https://appsciso.uniandes.edu.co/cpol/dp/home.php?numero=160&ac=Noticias