Por años, a través de la lucha y juntanza, personas LGBTIQ+ hemos trabajado por la construcción de paz en el país, hablando en voz alta de los impactos del conflicto armado y de nuestra resistencia.
En el marco del conflicto armado en Colombia, la violencia no tuvo como objetivo principal a las personas LGBTIQ+, pero las concepciones morales propias de la guerra, sí. Esto se evidencia, tanto en lo expuesto por comparecientes del Sistema de Justicia y Paz —que buscó poner fin a la violencia paramilitar— como en quienes hoy asisten en el actual proceso de Justicia Transicional, tras el Acuerdo de Paz, firmado entre el gobierno y las FARC. Ahí, por el mismo Estado, se han logrado identificar factores determinantes, que reposan en los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica y en los informes de la Comisión de la Verdad. Estos dejan constancia de que la diversidad sexual y de género fue una de las realidades sociales que sufrió de forma desproporcional, tanto directa, como indirectamente, las acciones violentas lideradas por los grupos en confrontación, haciendo más difícil sus vidas.
Ello, debido a tres factores: en primer lugar, tanto paramilitares, como guerrilleros y Fuerza Pública, más allá de sus motivaciones para mantener la guerra, estaban sustentados sobre un concepto moral de orden y sociedad, que les llevaba a excluir de su proyecto político a la ciudadanía que consideraban peligrosa o que estaba en contravía del sujeto que querían fortalecer. En ese sentido, se perfiló a las personas LGBTIQ+, manteniéndolas en la lista de lo no aceptado en los territorios, pues consideraban que lo que representaban iba en contra de sus concepciones de sociedad y ponían en riesgo su control y poder. En segundo lugar, en los territorios donde se agudizó el conflicto armado, los niveles de prejuicios y exclusión a las personas con diversidad sexual y de género eran tan altos que, incluso, los actores del conflicto fungieron como una especie de “autoridad moral”, que reprendía, castigaba y eliminaba a las personas. LGBTIQ+. Esto, lo hacían bajo su concepción de que estas personas eran una amenaza social. En algunos casos, estas dinámicas fueron validadas por la misma comunidad.
En tercer lugar, los personas #LGBTIQ+ también tuvieron guerra inscrita en el cuerpo, pues, bajo la desprotección y la concepción de que no eran personas apreciadas en la sociedad, los actores armados sintieron que esto facilitaba la instrumentalización y uso de sus cuerpos en la guerra; por eso, les impusieron trabajos como cargar armamentos y, además, utilizaron sus cuerpos para prácticas sexuales en las tropas confinadas. También, les reclutaban para ubicarlas en lugares de mayor rieso y, así,, si había un ataque por parte del enemigo, los más invisibles e ignorados debían ser quienes asumieran los efectos más destructores del conflicto. Como eran vidas LGBTIQ+, este tipo de asesinatos no eran considerados pérdidas significativas para los grupos armados.
Ello explica porqué muchos de los homicidios, feminicidios, casos de violencia sexual, desplazamientos, amenazas y golpizas tenían a las personas LGBTIQ+ como objetivo. Incluso, las violencias que ejercían sobre estas personas eran, en ocasiones, presentadas como una buena práctica de “corregir un mal social”. Por ello, la mejor categoría para leer desde el derecho internacional humanitario sobre los impactos del conflicto armado en las personas LGBTIQ+, es la persecución, pues, la particularidad de la violencia que recibieron —en comparación con otros grupos poblacionales— estaba sustentada en perseguir lo que representaban, sobre todo, cuando podría ser promoción de liderazgo o visibilidad en la vida social. Es por esto que intentarían aniquilar la diversidad como motivo enfermizo, que no estaba bien en los espacios sociales y comunitarios.
Este fenómeno, en muchos de los casos, conto con complicidad social, pues el conflicto llegó a instaurarse en una sociedad que, persé, discriminaba, excluía y sancionaba al diferente. Es decir, para muchos actores armados, violentar a los excluidos les permitió expandir su control y no ponerse en riesgo en primera persona y, también, congraciarse, adquiriendo reconocimiento y validación de las comunidades. Además, en estos territorios, las personas LGBTIQ+, por el panorama de invisibilidad al que fueron sometidas, se veían obligadas a la periferia; eran las más pobres, no podían acceder a servicios educativos o de salud, incluso, muchas fueron expulsadas de sus casas y pasaron a ser habitantes de calle. Del mismo modo, otras fueron obligadas a migrar a las grandes ciudades como mecanismo de sobrevivencia.
Es importante dejar constancia de que la violencia contra las personas LGBTIQ+, en el marco del conflicto armado, presentó cuatro factores preocupantes: 1. Tenía expresión de exacerbación y de combinación de múltiples tipos de violencia, buscando no solamente eliminar al particular, sino emitir en su entorno un mensaje contundente de aniquilación a quienes fueran como él o ella. 2. Era una violencia fundamentada en el patriarcado y la misoginia, pues castigaba la feminidad —tanto de mujeres trans, como de hombres gais y bisexuales afeminados— o el rechazo a la masculinidad en personas sexo-género diversa, como ocurrió en el caso de algunas mujeres lesbianas, bisexuales y hombres trans, cuando decidían ocupar la masculinidad como lugar identitario y de expresión sw género. Es decir, al igual que la violencia contra las mujeres, era una expresión de ataque al género, de afectar lo femenino, la feminidad o la renuncia a ello. 3. La violencia hacia las personas LGBTIQ+, en el marco del conflicto armado, atacó de forma simbólica los cuerpos sexo-género diversos, pues son precisamente los cuerpos —particularmente los de las personas trans— los que enarbolan la lucha política y social del reconocimiento de la ciudadanía diversa. El hecho de atacar esos cuerpos, era controlarlos, limitarlos y/o condicionarlos a prototipos establecidos por la sociedad o la autoridad. Por último, 4. Las afectaciones mayoritariamente eran colectivas. Es decir, si bien los casos se individualizaban, el mensaje que acompañaba simbólicamente la escena del crimen, o del delito, era el de la práctica sistemática de expulsar a las personas LGBTIQ+ del entorno. Este hostigamiento y persecución producía desplazamientos, silenciamientos, aplazamientos identitarios y, en muchas ocasiones, conductas de miedo y zozobra que conducían al suicidio o al desprecio de la propia vida.
El principal reto del actual proceso de implementación del Acuerdo de Paz en el desarrollo de su enfoque de género, no es solo la nominación de las personas LGBTIQ+ y sus hechos victimizantes, como lo hace ya el capítulo de género de la Comisión de la Verdad, ni el reconocimiento de los comparecientes en los nueve macrocasos de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) —donde tienen víctimas LGBTIQ+—, o la activación de la búsqueda de personas LGBTIQ+ dadas por desaparecidas. Estas son tareas pioneras en Colombia, que responden a un modelo que no había asumido antes ningún otro país con un conflicto armado moderno en su sistema de justicia transicional. Sin embargo, todo esto debe conducir a algo concreto: el econocimiento de la responsabilidad social y estatal de una reparación estructural, de unas prácticas sociales y culturales existentes, incluso, vigentes desde antes del conflicto armado. Estas últimas habrían permitido la agudización de la violencia contra las personas LGBTIQ+ en los momentos más álgidos del conflicto armado. Con esto se hace referencia a que la sociedad colombiana tiene una matriz sexista, patriarcal, homofóbica y transfóbica, que rechaza la diversidad y que ha sido el caldo de cultivo de la guerra y, también, de los procesos sociales, económicos, políticos y culturales. Si dicha matriz no es transformada, el avance en la paz no significa vida digna para las personas LGBTIQ+.
Este ejercicio de reparación requiere de dos factores que son relacionados. 1. La verdad como un ejercicio catalizador del dolor y la violencia. Es decir, es necesario que se narre, no en tercera persona —lo que otros ven—, sino desde la primera persona —lo que “yo viví”—. Ahí, es necesaria la memoria, para que esta permita identificar en qué momento y con qué factores las personas LGBTIQ empezaron a experimentar que sus vidas no podían ser vividas, o fueron sometidas a vivir de forma periférica. Esa memoria, así construida, permitirá que la verdad no sea otra cosa más que la oportunidad de proponer el reconocimiento de la diversidad como el camino para la convivencia y la reconciliación. Y, 2. Para que esto sea un proyecto a largo plazo y construya sociedades garantes y respetuosas de derechos, requerimos consolidar garantías de no repetición. Es decir, asegurarse de que las generaciones futuras de Colombia no permitirán que la discriminación o la exclusión determine las relaciones sociale. Para ello, es necesario echar mano de tres aprendizajes que el movimiento LGBTIQ+ consolidó cuando el país tenía los principales focos de violencia, generándoles retos en la agenda.
En primer lugar, las experiencias de resistencia que tuvieron que asumir como mecanismo de sobrevivencia y que permitieron que muchas de estas personas no murieran, se desplazaran o desparecieran, creando en escenarios rurales y periféricos lazos familiares de ayuda, espacios laborales seguros y procesos culturales, religiosos y educativos que les permitieron construir sus proyectos de vida a pesar de la adversidad. En segundo lugar, las acciones de movilización social, particularmente en escenarios culturales —como reinados, fiestas tradicionales y acciones populare— lograron no sólo hacerse un espacio, sino hacerlo el lugar por excelencia desde el cual construyeron memoria y formas propias de ciudadanía resiliente. En tercer lugar, el ejercicio que, por años, organizaciones como Caribe Afirmativo y procesos colectivos, ha hecho llamar la atención de lo que la sociedad no quiere ver: la violencia sistemática contra las personas LGBTIQ+, la invisibilidad y los prejuicios. Esto ha permitido, al día de hoy, documentar miles de casos, reconstruir historias, buscar personas desaprecias y activar espacios de juntanza y solidaridad que, con escenarios ideales de reconocimiento de derechos y de respeto a la dignidad humana, le permitan al Estado Colombiano y a su arquitectura de paz acogerlos como buenas prácticas, incorporando la tarea de garantizar que las personas LGBTIQ+ vivan en paz, desarrollando su ciudadanía plena.
EL Estado Colombiano, desde la creación de la ley 1448 (ley de Víctimas y primera ley en Colombia que habla de personas LGBTIQ+), en 2011, inició un proceso de identificación de cómo el conflicto armado afectó a las personas LGBTIQ+. 11 años después, si bien hay muchos casos por documentar, la base de datos de la Unidad de Víctimas cuenta con más de siete mil registros; el informe ‘Aniquilar la Diferencia’, del Centro de Memoria Histórica; el reciente Informe de la CEV, ‘Mi cuerpo, es la verdad’; los más de 50 casos que cursan en la JEP de este grupo poblacional y los planes de búsqueda específicos, son herramientas suficientes para decir, con conocimiento de causas que, efectivamente, el Conflicto armado afectó a las personas LGBTIQ+. Hoy, todos estos insumos, más las acciones de presión y movilización del movimiento social —que siempre ha estado participando en el gran movimiento colombiano por la paz— permiten que, como sociedad, demos el paso siguiente a la reparación efectiva y a la transformación social, donde la diversidad sexual y de género no sean motivo de exclusión, sino de integración.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo