Sin Categoría

Una lectura crítica a la política de paz y “estabilización” del Gobierno de Iván Duque (2018-2022)

En el documento “La Paz, la Estabilización y Consolidación Son de Todos” el Gobierno de Iván Duque presenta su hoja de ruta para la implementación del Acuerdo de Paz en el periodo de 2018 a 2022. El documento presenta una estructura de dos capítulos destinados, el primero, a un examen del estado actual de la implementación, y el segundo, a plantear la estrategia que seguirá el gobierno en este aspecto. Como observaciones generales cabe afirmar que es un documento corto que, a pesar de su duración, concentra una importante cantidad de información de forma ciertamente parcializada y ventajosa. A continuación se presenta una lectura critica de su contenido.

Una mala radiografía.

En un primer momento, cabe resaltar que detrás del lenguaje técnico que tiene el documento se encuentra la presurosa voluntad de marcar un antes y un después, de saldar cuentas y punto final con el Gobierno anterior.  El objetivo político es entendible, pues para el Gobierno actual no hay nada más detestable que la sombra de la administración Santos, sin embargo, entre más intentan salir de la penumbra de la pasada administración, paradójicamente más se acercan a ella. Un problema central en la primera parte del documento, dedicada al examen del estado actual de la implementación de la Acuerdo de paz, es la articulación entre el nivel central –es decir el Gobierno Nacional– y el nivel local –Gobernaciones y alcandías– para dar trazabilidad en las políticas de paz en temas tan delicados y cruciales como la reforma agraria y la sustitución de cultivos ilícitos.

En el fondo, el enfoque del problema que propone el Gobierno es equivocado pues la articulación entre ambos niveles es un problema estructural y histórico en Colombia[1], y el objetivo no es cómo articularlos para después proyectar una política de paz, sino que la política de paz es la articulación entre el nivel central y el local, ya que es a través de está articulación que es posible proyectar las instituciones, darles una fiabilidad y dotarlas de un elemento que brilla por su ausencia en el territorio: su legitimidad. En este punto, desde un examen punzante, el enfoque de ambos gobiernos –el de Santos y el Duque– es igual, y parecen estar inmersos en el falso dilema de articular y proyectar la política de paz, cuando de la sola articulación, de su armonía y su precisión, depende la capacidad territorial del Estado, y este es el elemento esencial –es, si se quiere, la salida del laberinto–, que el Estado llegué a los territorios, que llegue no sólo con los fusiles y los soldados, sino que llegue con las instituciones, con la titulación de predios, la administración de justicia y la consolidación de proyectos productos. De hecho, lo que refleja el examen que se encuentra en el documento sobre los distintos programas que lanzó la administración Santos para materializar los puntos de Acuerdo de Paz, es que resulta ciertamente inútil diseñar cada uno de estos programas de forma tan delicada y cuidadosa, cuando en la práctica no existen los canales para ponerlos en marcha. En consecuencia, el documento más que análisis concreto de la situación parece una mala radiografía.

La estrategia a seguir: de la implementación a la estabilización.

Ahora bien, saldada la discusión frente a los problemas de la parte inicial del documento cabe resaltar que el segundo capítulo –que constituye el plan programático del gobierno y su eje central frente a la política de paz– empieza señalando un paquete de cuatro medidas que, según el criterio de la administración, no afectan la implementación del Acuerdo de Paz. Las dos primeras medidas se refieren al tratamiento de dos delitos en el marco del conflicto armado que preocupan a sobre manera al Gobierno: los delitos sexuales contra menores de edad y su tratamiento, por un lado, y que ni el narcotráfico ni el secuestro sean considerados conexos al delito político lo que impide que sean susceptibles de recibir amnistías, por el otro. En ambos casos, las reformas parecen enmarcadas en el loable objetivo de perseguir la justicia en casos de especial gravedad, sin embargo, en la práctica, buscan  excluir del escenario político y de la vida civil a los dirigentes de la FARC  (Fuerza Alternativa Revolucionara del Común). Lo que parecieran ignorar el Gobierno es que el papel de los dirigentes en escenarios de post conflicto es vital, por cuanto son ellos los que tienen control sobre sus subordinados, por lo que presionarlos de forma desmedida puede resultar contraproducente al romper la delicada estabilidad y línea de mando que tienen sobre los excombatientes cuando ya se han depuesto las armas. Esto contrasta con uno de los objetivos generales de la política de paz, que no es otro que atacar el crecimiento de las disidencias, por cuanto, en escenarios de post conflicto, la deserción a la vida civil y la vuelta a las armas tiende a aumentar cuando se intensifican las presiones sobre antiguos comandantes.

La tercera reforma busca que los integrantes de la FARC condenados por crímenes de lesa humanidad abandonen sus curules mientras cumplen la sentencia. Esta reforma seria razonable si el proceso de implementación de los Acuerdos coincidiera con el pactado en la Habana, pero lastimosamente los tiempos se han extendido –en gran medida por la oposición presentada en el Congreso de la República por el partido de Gobierno– causando que la JEP entrara en vigor un año después de lo pactado. En este contexto, siendo lo más optimistas posibles y esperando que la JEP realizará una labor extraordinaria en el tratamiento de sus casos, consolidando sentencias en menos de tres años que vincularan a los principales dirigentes de la FRAC, ya habría pasado la vigencia del primer Congreso con participación política de este grupo. En consecuencia, la medida no sólo tendría poco efectividad en el corto y mediano plazo, sino que en el largo, cuando ya se tengan condenas en firme, resultaría inane. Esto teniendo en cuenta que a la fecha la JEP trabaja en tres casos: 01 Retenciones Ilegales, en donde están vinculados importantes dirigentes de la FARC[2]; 02 Situación de Ricaurte, Tumaco y Barbacoas, por hechos victimizantes contra personas pertenecientes al Pueblo Awa; y el caso 03 ejecuciones extrajudiciales que fueron presentadas como bajas en combate por agentes del Estado.

La cuarta reforma busca que los excombatientes que no entreguen todos los bienes “mal habidos” pierdan los beneficios derivados de la justicia transicional. Esta reforma, al menos como se presenta en el documento bajo análisis, genera dos dudas. Por un lado, las FARC (en este caso Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) era una organización con un carácter subversivo que ejerció control territorial en parte del territorio colombiano, especialmente en aquellos lugares donde la presencia del Estado se limitaba al paso agitado de soldados. En estos lugares, que Molano bautizó como la Colombia profunda, el Estado que se enarbola de su fortaleza, era un espejismo engañoso. En muchos municipios las instituciones le rendían cuentas a la guerrilla, e incluso así se escape de la miope mirada centralista, la guerrilla administraba justicia, cobraba tributos, y tenia cierta legitimidad en la población. La consecuente pregunta es ¿cuáles de estos actos tienen como consecuencia que un bien entre dentro de la categoría de mal habido?, en algunos casos la respuesta será sencilla, especialmente cuando los bienes sean producto de extorción, secuestro y narcotráfico, pero en las zonas grises, en todas estás transacciones en las cuales las FARC se posiciono como autoridad, figando límites entre terrenos y otorgando propiedad, tanto para sus combatientes como para los habitantes de los territorios, la tarea resulta más compleja. Por otro lado, las FARC entregó un grupo de bienes a la Fiscalía General de la Nación que fueron objeto de escrutinio público y que representaban el universo de bienes en manos de la organización, por su carácter subversivo se presupone que todos los bienes que entregó la organización eran “mal habidos” y debían pasar a engrosar el fondo de reparación para las víctimas. La cuestión es que este mismo régimen y estas presunciones no se puede aplicar a todos los excombatientes, pues no se puede presuponer que los bienes a titulo individual son mal habidos, especialmente por el vacío institucional en muchos de los territorios que no permite discernir con facilidad esta condición.

En todo caso, estas cuatro reformas no son superficiales. Por el contrario, son profundas y pueden terminar de hundir el ya desgastado bote de la paz que se bandea impotente en una tormenta de cambios. Tal vez por ese clima de tormenta que augura el Gobierno el punto central del documento que se desarrolla en el cuerpo del segundo capítulo tiene como concepto central la “estabilización”. Para el Centro Democrático el lenguaje es muy importante y el uso de ciertas palabras es clave para comprender su propuesta de gobierno, está práctica la heredaron de su máximo referente, el ahora senador Álvaro Uribe Vélez que durante sus dos periodos presidenciales enmascaró el conflicto armado con la etiqueta de lucha del Estado contra grupos narco terroristas, quitando cualquier tinte político a la confrontación. Ahora el presidente Duque parecen estar utilizando la misma estrategia semántica: lo que en el gobierno Santos era una propuesta de construcción de paz e implementación del Acuerdo, ahora se concibe como un ejercicio de estabilización, y el cambio de términos no es gratuito.

La palabra estabilidad proviene del latín stabilitas compuesta del verbo stare, que significa estar de pie o parado, con el sufijo bilis que indica posibilidad y el sufijo tas que significa cualidad. Así, todo junto,  significa la cualidad o posibilidad de estar de pie o parado. Esta parece ser la apuesta del Gobierno: no es construir algo, tal como buscaba el Acuerdo, sino permanecer igual. La implementación se convierte entonces en una forma reproducción del esquema que ya está en las grandes ciudades, lo que se refleja en cada uno de los planes específicos que contiene el documento, cuyo pináculo es la relación colaborativa entre los privados y el Estado. Sin embargo, el documento  no concibe al privado como ciudadano sino como un inversor o un empresario, que se constituye como el centro absoluto de la estrategia, y al Estado se le pone en la cómoda posición de alfil de batalla, dispuesto a asegurar el territorio a través del plan integral de seguridad con el objetivo final que las inversiones en el territorio sean redituables. La gravedad de este punto es tan intensa en la política de paz, que otras formas de incentivar el desarrollo en los territorios, como el aprovechamiento de la vocación productiva del suelo a través de la creación y impulso de un catastro multipropósito, se ven opacadas a pesar de que se las menciona.

Los otros dos puntos importantes para la estabilización, son la seguridad y reincorporación de los excombatientes y el Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS). Frente al primer punto se propone una articulación interesante entre las distintas agencias del Estado para asegurar el transito a la vida civil de los excombatientes de las FARC, lo que resulta positivo; sin embargo, resulta preocupante que no se contemple de forma precisa un instrumento o una vía de acceso a la tierra destinado específicamente para esta población. En el caso del PNIS, el gobierno planear articular este plan dentro de una política más amplia adscrita al Ministerio de Agricultura y en coordinación con cada uno de los Programas de Desarrollo de Enfoque Rural (PDET). No obstante, subordinar el programa a las políticas del Ministerio significa su cambio estructural, especialmente si se tiene en cuenta la orientación punitiva que tienen el Gobierno frente al tratamiento de los cultivos de uso ilícito. Este enfoque, del garrote y la obediencia, puede resultar contraproducente, especialmente  porque en muchos territorios estos cultivos son los únicos que permiten la subsistencia digna de los habitantes del territorio, y si su erradicación no está acompañada de un proceso productivo de largo aliento sólo sumirá a los territorios en nuevos ciclos de violencia.

Finalmente, el enfoque de género no es muy claro. En el documento se menciona que algunas de las principales políticas para la estabilización de los territorios deben incluir un enfoque diferencial en materia étnica y de género, centrado su atención en la mujer rural. Sin embargo, no se ahonda en esto y parece más bien una comodín utilizado con el único objetivo de satisfacer las demandas del movimiento de mujeres, más no en un compromiso certero con el tema. En materia LGBT el documento no contiene ningún marco de acción diferencial ni ninguna propuesta, lo que significa una omisión al tema.

Un camino de ausencias y torpezas.

Es posible afirmar que el documento muestra un camino de ausencias y torpezas por parte del Gobierno en direccionamiento de la política de paz. El problema radica, en que muchos de los puntos que se mencionan en este artículo puede que no demuestren una falta de experticia técnica, sino que constituyen una política deliberada y soterrada cuyo objetivo es limitar el alcance transformador del Acuerdo para que se convierta únicamente en un ejercicio de estabilización sobre el territorio.

Las ausencias.

Es importante resaltar la ausencia relativa de un enfoque afro, étnico y  de  género en la política de paz del Gobierno Duque. En materia afro, el documento se limita a establecer que en parte de los territorios identificados como Espacios Territoriales de Capacitación y Normalización  (ETCN), confluyen comunidades afro y étnicas que es necesario tener en cuenta. Sin embargo, no se establecen mecanismos específicos que permitan congeniar la política del Gobierno con las particularidad de estos sujetos colectivos. Tampoco se hace una referencia explicita al marco normativo de reparación y restitución de tierras dedicado específicamente a estos colectivos (Como lo son los Decretos 4633 y 4634 de 2011).

En el caso del enfoque diferencial en materia de género, la política también reduce su campo de acción en comparación con el rol transversal que tiene en el Acuerdo. En consecuencia, su presencia se limitada a una identidad especifica: la mujer rural, dejando por fuera identidades de género diversas que también sufrieron afectaciones en el marco del conflicto armado que tienen un carácter diferencial.

Las torpezas.

Una de las principales torpezas del documento consiste en su terminología. La estrategia semántica de remplazar implementación por estabilización intenta desplazar el ethos de la política de paz, centrada en la implementación del contenido sustantivo del Acuerdo de paz, hacía un conjunto de medidas que busca estabilizar los territorios y garantizar la seguridad del territorio. Esta acción implica desarticular la visión integral del Acuerdo de Paz (tanto el de la Habana como el del Teatro de Colón) frente al tratamiento de las víctimas, y suplantarla por una visión unidimensional que prioriza la seguridad.

Esta política también debilita la fuerza del proceso de implementación, pues supone que la política de paz no se debe concentrar en la implementación del contenido sustantivo del Acuerdo, sino que también incluye un paquete de medidas indeterminadas, que deben buscar el desarrollo económico y social de los territorios. La cuestión, es que poner en concurso el contenido del Acuerdo que prevé el desarrollo territorial de forma clara, especialmente con medidas de reforma agraria, con otras medidas confusas, es un  método muy efectivo para cambiar el curso de la implementación.

Por otro lado, la política de paz del gobierno Duque tiene un énfasis en la legalidad antes que en la legitimidad de sus medidas. Si bien el ideal en un Estado de Derecho es que la legitimidad y la legalidad sean elementos concurrentes y consustanciales, en el caso Colombiano, especialmente en los territorios más alejados del poder del Estado, se debe trabajar en la legitimidad de las actuaciones, es decir en la valoración de la población sobre la política, lo que no esta en consideración en dos puntos que incluye la política: (i) el tratamiento restrictivo al uso de sustancias psicoactivas y (ii) la política de sustitución de cultivos de uso ilícito.

A modo de conclusión. 

El concepto de paz se ha transformado durante los últimos cincuenta años. Académicos como Joseph Galtung y Vicentç  Fisas argumentan que la paz no es únicamente la ausencia de agresión física, tal como se había conceptualizado por más de dos mil años, sino que incluye otro tipo de medidas como la equidad, la no discriminación y la inclusión. El Acuerdo de Paz estaba ampliamente influenciado por esto visión maximalista de la paz y por ende planteaba medidas para solventar las causas objetivas del conflicto armado. Lastimosamente, la política de paz del Gobierno da un paso atrás, dificultando el camino de la implementación y restándole centralidad a las víctimas.

La consecuencia, es que si bien se fortalece el componente de seguridad, al evadir medidas efectivas  y diferenciadas orientadas a la inclusión, la no discriminación y la equidad de significativos segmentos de la población, no se ataca el problema de raíz que  causa la conflictividad social, aumentando el riesgo objetivo de que la violencia renazca.

¿qué hacer?

Las organizaciones de la sociedad civil dedicadas a la protección y promoción de derechos humanos tienen una tarea fundamental en esta coyuntura política:  realizar un seguimiento atento para garantizar que el contenido del Acuerdo se materialice en la política pública de paz del Gobierno. Esta tarea implica, necesariamente, propender por la centralidad de las víctimas en cada uno de los espacios de implementación, así como materializar los enfoques diferenciales necesarios para la satisfacción de los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición.

En este marco de acción, la Corporación Caribe Afirmativo estará atenta  a la implementación del enfoque de género como un eje transversal  y fundamental del Acuerdo, así como a la visbilización de las afectaciones diferenciales de  las personas LGBT en el marco del conflicto armado, con el objetivo de fortalecer la centralidad de las víctimas en la política de paz.


[1] En el documento aparece en un binomio Nación-territorio. Sin embargo, más allá de las discusiones gramaticales sobre cual es la mejor palabra para sintetizar la relación entre el Estado central y las autoridades locales, lo cierto es que le dedican espacio importante mostrar como fracaso el empeño de la anterior administración en articular la implementación del Acuerdo de paz en las regiones en donde la presencia del Estado estuvo limitada.

[2] A saber: Rodrigo Londoño Echeverry, Pasto Lisandro Alape Pablo Catatumbo, Julián Gallo, Luis Alberto Albán, Iván Márquez, Seuxis Paucias Hernández, Rodrigo Granda. Actualmente de este grupo sólo dos tienen una curul en el Congreso: Márquez y Catatumbo.