5 de septiembre de 2021. El discurso construye comportamientos y eso lo tenía claro Michel Foucault, quien en “historia de las sexualidades”, pensando en el desprecio que a su alrededor tenían que vivir las personas con VIH, reconoce que los relatos de la humanidad se han escrito desde las “hipótesis represivas”, buscando racionalizar el mal y materializando la opresión como algo connatural al proyecto de vida contrario a la imposición hegemónica y la categorización de la diversidad como un acto de trasgresión deliberada que requiere de un control policivo, que se instituye para promover la asimetría y generar vidas periféricas merecedoras de su infortunio. Dicha realidad ha conducido a la sociedad a asumir las situaciones coyunturales como actos porosos, que son consecuencia de la vida vivida y que justifican los procedimientos de vigilancia de las instituciones, dentro de un contexto de patología social que generan relación entre lo sano y lo enfermo.
En los últimos meses, con la pandemia generada por el COVID, hemos vivido de forma vertiginosa la incertidumbre de la vulnerabilidad y la angustia de una nueva patología social. Y es que las pandemias se han posesionado como acontecimientos cíclicos que cada cierto tiempo vienen a reconvertir las formas sociales de la humanidad y, con resultados devastadores, han llevado a comunidades enteras a crisis sanitarias, pérdidas de vidas y al posicionamiento de la cultura del miedo. El largo lapso de tiempo entre una pandemia y otra hacen que, como en un ejercicio de amnesia social, su aparición tome desprevenida a la ciudadanía en cuanto a lecciones aprendidas, que en otros momentos le permitieron a la humanidad mitigar sus efectos, aprender a vivir sus consecuencias y, sobre todo, prevenir con acciones de salud pública el deterioro en la calidad de vida.
Quienes vivimos hoy los estragos del COVID tenemos entre nosotras personas sobrevivientes de otra pandemia de la que hay mucho que aprender: el VIH /SIDA ingresó a la vida social con altísimos niveles de desinformación, un fuerte impacto de exclusión a quienes le padecieron y, desafortunadamente, tuvieron que perderse muchas vidas para que los Estados entendieran que, si no se activan políticas de salud pública y preventiva, no se superarán sus efectos nocivos. El VIH desde los 80, al igual que hoy el COVID, guardando la proporción, son motores de estigma, discriminación y dejan constancia de como la terquedad de no querer invertir en el bienestar y el cuidado de la ciudadanía cobran factura con crisis sociales que traen retrocesos en lo que significa vivir con dignidad.
En 1981 los círculos médicos empezaron a informar que aparecieron cinco hombres en California con un enfermedad “extraña” y advertían que era común entre ellos que eran homosexuales, hemofílicos o de origen haitiano; las pruebas médicas cuestionando la aparición, evidenciaron la presencia de un extraño virus en la sangre que les producían un fuerte desgaste de su cuerpo hasta llevarlos a la muerte y ello dio pie a posicionar en el imaginario colectivo que eso era resultado de sus prácticas sexuales, generando ataques directos a quienes empezaron a padecer sus efectos que con el correr del tiempo se incrementaban. Ya en 1982, cuando aparecieron casos similares en otros lugares de Estados Unidos, todos caracterizados por la inmunodeficiencia, calificándola como SIDA (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida), los medios propagaron más los rumores de lo que desde el amarillismo nombraron como “cáncer de los homosexuales” y, a la ausencia de garantía de derechos, aparecieron sanciones morales que sumaron al ocultamiento que para la época significaba hacer pública su sexualidad, el terror de contagiarse de una enfermedad que les cobraría factura por la vida vivida.
Rápidamente dieron la vuelta al mundo imágenes de personas en las calles, con sus cuerpos marcados y tratados sin ninguna humanidad por temor a ser contagiadas, personas abandonadas en hospitales con las manifestaciones más hostiles de dolor y gobiernos ausentes de cualquier acción de política pública. Esas expresiones en la vida de las personas susceptibles de la transmisión por su alta vulnerabilidad, empezaron a carcomer sus proyectos y significó que ser diagnosticadas fuese sinónimo de anulación social, conduciendo a miles a prácticas de suicidio, segregación social y olvido familiar; también fue caldo de cultivo para la consolidación de los discursos de odio que veían en la sexualidad y en los cuerpos marcados por el paso del virus la mayor manifestación para su discurso visceral. Fue legendario en Washington un grupo de activistas por el VIH de todo el país, que preocupados por el incremento de las muertes, la ausencia de respuesta estatal y el desprecio social, llegaron al Capitolio con una manta de muchos metros de longitud, formada por los rostros de las decenas de personas que habían perdido la vida y que era portada por muchas en estado terminal que, con su presencia en el mayor espacio de la democracia estadounidense, llamaban la atención por una respuesta urgente para no seguir perdiendo vidas.
Actos similares se vivieron en muchos lugares del mundo, donde la llegada del VIH significó agudizar las políticas de odio, lo que aceleró herramientas que desde la resistencia civil les hicieron frente a prácticas irresponsables de los gobiernos. En 1982, en Gran Bretaña, a partir de la muerte de Terry Higgins, que hasta sus últimos días reclamó con una huelga de hambre ante los ojos de miles que le vieron morir sin tener respuesta del Estado a su situación de salud, se creó la primera fundación para ayudar a las personas que viven con VIH. En Alemania, en 1983, se creó la fundación de lucha contra el SIDA. En 1987 se crea en NY la colación social para potenciar el poder que protesta por la lentitud en la entrega de medicamentos y se extendió por todo el mundo. En 1994, en la India, se creó una lucha jurídica para frenar la discriminación hacia las personas que viven con VIH, Fundacion NAZ. Y en Colombia, desde mediados de los años 80, los grupos de apoyo a personas viviendo con VIH, en ciudades como Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla, fueron pioneros en acciones performativas, trabajo comunitario e incidencia política, abriendo en el país la agenda de salud pública como primera respuesta a las personas LGBTI hasta entonces ausentes.
Han pasado ya 40 años, se han perdido más de cinco millones de vidas y hay toda una serie de lecciones aprendidas de esta pandemia: un movimiento social consolidado, que logró poner en marcha, desde las prácticas comunitarias, acciones de cuidado colectivo y formas de orden cooperativas que han sido rápidas, oportunas y, sobre todo, han logrado salvar vidas. De otro lado, se ha instalado en el debate público la urgencia de poner fin a la deshumanización que ocasiona el estigma que sobre la vida de las personas más vulnerables a la pandemia se expresa en todos los niveles sociales, y la importancia de la salud pública preventiva que logre que el bienestar de la ciudadanía esté en primer lugar, y la vida digna sea sinónimo de integralidad de derechos. Como resultado de ese proceso, hoy los avances en virología, encaminados a encontrar una vacuna, si bien aun no llega a su fin, han logrado contribuir a mejorar el sistema de respuesta tanto en materia de prevención como de tratamiento a quienes viven con VIH, asegurándoles calidad de vida.
El VIH no ha llegado a su fin, lo que estamos buscando que llegue a su fin es el estigma y la discriminación, porque las personas viviendo con VIH, luego de años de resistencia, hoy logran consolidar sus proyectos de vida, dejar constancia que su diagnóstico no es sinónimo de muerte y su lucha por una vida en dignidad es un llamado cotidiano a los gobiernos de fortalecer el sistema de salud pública y a la sociedad de reducir cualquier asomo de exclusión. Foucault indicaba que el mejor antídoto contra los estigmas era la consolidación de utopías transgresoras, como acciones integradoras que buscan hacer una síntesis entre la naturaleza y sociedad: una sociedad liberada de la represión, producto del capitalismo y una naturaleza no impuesta ni aprendida, sino expresada, que permita identificar de dónde proceden las afectaciones y reducirlas sin aniquilar a quien las padece, rompiendo con todo lo que sea contrario al bienestar y ello puede ser hoy un camino sensato para esta cultura cotidiana que nos impone el COVID.
Wilson Castañeda Castro
Director de Caribe Afirmativo