“¿Quién dijo que los hombres se echan mascarillas en la cara? ¡Eso es pa[ra] las mujeres! ¡Yo no quiero ningún hijo maricón en mi familia!”
De una a madre a su hijo en algún pueblito del país.
Desde que era pequeño, siempre se me dijo la manera en la que debía comportarme, la manera en cómo debía expresarme e, incluso, las cosas que deberían gustarme.
Dado que, desde mi niñez, me caractericé por ser un chico obediente que seguía estrictamente las reglas de la casa y la sociedad, nunca tuve problemas con mis papás, mi escuela o mi entorno cercano; por el contrario, siempre destaqué por ser el ejemplo a seguir en cada reunión familiar. Era ese niño que cumplía con el prospecto ideal de hijo: bueno en el colegio, obediente y hogareño. Sin embargo, todo esto cambió cuando mi despertar sexual comenzó.
Visto que mi instrucción escolar y familiar fue completamente católica, crecí rodeado de comentarios que castigaban contundentemente lo que estuviese por fuera de todo aquello que, para mi familia y amigas(os), era lo correcto. En mi caso, imaginar ser algo diferente a un hombre cristiano heterosexual con familia blanca de clase media-alta en un pueblo que se pavoneaba de ser uno de los más católicos del Atlántico, era impensable.
Así las cosas, cuando empecé a sentir cosas y experimentar sensaciones “indebidas”, un sentimiento de culpa empezó a nublar mis días. Desde ese momento, no volví a ser el mismo y es que me estaba “convirtiendo” en todo lo que mi entorno social me había dicho que estaba mal; me estaba volviendo un “marica” (o por lo menos así lo veía para ese entonces). Me sentía muy impotente y frustrado, ya que esas fuerzas dentro de mí gritaban cada vez más fuerte por querer salir y yo no podía hacer nada para detenerlo.
Conforme iba creciendo, los días se volvían cada vez más difíciles; sentía que dos partes dentro de mí estaban en constante lucha, por un lado, estaba el hecho del poder perder a mi familia ya que estaba seguro que nunca aceptarían que un miembro de esta fuese diferente y por el otro, el seguir haciendo a los demás y a mi familia feliz, negando mi verdadero yo.
Para cuando cumplí 17, el ambiente en casa seguía siendo el mismo, homófobo y machista, por lo que decidí no compartir con nadie mi diversidad. Sin embargo, como reza el viejo adagio popular: “entre cielo y tierra no hay nada oculto” y, sabiendo que mi expresión de género no era la más masculina, mi familia lo dedujo y me confrontó, obteniendo como resultado un chico desgarrado y una familia completamente fragmentada.
En tal contexto, el salir del clóset para mí no fue ni siquiera una opción sino, una imposición. Esto significó que mi familia no me viese igual, que las personas de mi entorno cercano me tratasen diferente e, incluso, que yo empezase a creer que, quizá, el que estaba mal era yo. Las personas me veían como un “bicho raro”, -y no es por justificarlos, pero en cierto modo ellos veían lo que yo proyectaba-.
No obstante, con el pasar del tiempo, comencé a entender que el ser diferente no tenía por qué significar algo malo. Y, aunque, el llanto por las noches llego a ser cada vez más sentido y repetitivo, en donde la locución “¿por qué a mí?” era la más recurrente, logré convertir cada lágrima en un motivo para luchar por defender quien soy.
Me tomó más de dos años el poder decir con completa confianza y sin sentirme como una escoria para la sociedad: “¡soy gay!”. Fue allí cuando me di cuenta que gran parte de lo que las demás personas piensan de nosotras(os), depende en gran medida de cómo nosotras(os) nos proyectemos hacia las(os) otras(os).
En consecuencia, una vez que a mí me dejaron de molestar los comentarios tontos e hirientes de personas prejuiciosas, logré sentirme mucho mejor conmigo mismo y, aunque fue un proceso, hoy me siento como una persona plenamente feliz de ser lo que es y no siente vergüenza de compartir y reconocer su orientación sexual, su identidad y expresión de género con el mundo.
Para un(a) chico(a) no heterosexual, el diario vivir en una sociedad tan machista y heteronormada como lo es la colombiana es el tener que esconderse, el no reconocerse, el no mostrarse tal y como es, pero, sobre todo, el negar lo que nos hace humanos: nuestra diversidad.
En ocasión del día internacional para salir del clóset del clóset, Caribe Afirmativo festeja que se haga extensiva la celebración de este día, puesto que es en sí mismo un acto de resistencia y lucha de una población que sido invisivilizada y vulnerada por muchos años, pero que hoy grita: ¡no más!
Finalmente, la organización insta a la sociedad en general a dejar de lado los prejuicios, los estereotipos y las etiquetas; a aceptar las diferencias y hacer efectiva la inclusión de todos los grupos poblacionales en la sociedad, pues más allá de lo que nos guste o de cómo nos veamos, lo más importante es que todos somo seres humanos merecedores de amor y respeto.