Pensar la Paz territorial es promover espacios que permitan acceder a tierras de forma integral, superando su pobreza estructural, con enfoque feminista, validando que el campesinado es diverso y exige ser reconocido como sujeto de derechos.

En 2014 la Unidad de Víctimas de Bolívar consultó sobre un proceso de retorno al territorio de un grupo de campesinos desplazados del corregimiento las Palmas de San Jacinto, en un ejercicio muy juicioso y liderado por su director, se quería materializar la Ley de Víctimas, en su componente de restitución de tierras y retorno de grupos campesinos desplazados por la violencia. Su plan marchaba a la perfección, preparando parcelas de cultivos de aguacates que esperaban la llegada de los moradores que habían salido 15 años atrás huyendo del conflicto. Pero el motivo de la consulta, en palabras de ellos, “habían encontrado un problema”; al unificar la base de datos de las familias a retornadas, dos jóvenes, eran mujeres trans que estaban en barrios periféricos de Cúcuta y manifestaban su interés de retornar. Pero les asistían dos preguntas a los funcionarios: 1. ¿Qué espacios encontrarles en un proceso rural campesino de resiembra de la tierra?,  y 2. ¿Cómo garantizar que no sea revictimizadas por sus pares campesinos y cultivadores?

Al principio, habían optado por la decisión más fácil y a la vez prejuiciosa: preparar una peluquería en el caserío de la vereda para que la atiendan. Al conocer de su plan, se  propuso algo elemental: ¿Por qué no les preguntan qué desean? y, en efecto, no solo querían regresar, sino también volver a su oficio  original: sembrar el aguacate; eso sí, hacerlo como mujeres trans. Esta respuesta, que por días desubicó a la territorial de la UARIV (Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas), finalmente —y gracias a el compromiso de su director— lograron no solo incluirlas en el plan de retorno, sino garantizarles volver a las labores agrícolas con un acompañamiento integral que hoy les permite ser unas mujeres campesinas orgullosas de sus cultivos y, a la entidad del Estado, le dejó la lección de que reparar a las víctimas LGBTIQ+ significa pensar en ellas desde la grandeza de sus proyectos de vida que, en ocasiones, también se dan desde la ruralidad y exigen garantizar territorios seguros para el desarrollo de sus ideales y sacarles de la pobreza a la que se les ha condenado.

Es que, cuando se habla de agendas de diversidad sexual y de género, de inmediato, como por conducto regular, todos los imaginarios, escenarios posibles y campos de intervención, remiten a lo urbano. Efectivamente las luchas de emancipación de las personas LGBTIQ+, en estos  más de 50 años de construcción colectiva, en búsqueda de consolidar un movimiento social, están vinculadas a  grandes hitos históricos de transformación cultural que se han desarrollado en concentraciones urbanas, como mayo del 68 en París, dado además en un ambiente académico y discursivo, propio de la Universidad de Soborna o Stonewall y la lucha más concreta de un grupo de personas disidentes sexuales, con alto liderazgo de mujeres trans migrantes y negras, pero que rápidamente fue narrado y enarbolado por hombres gais, clase media de altísimo nivel  de incidencia social, que consolidaron el imaginario de un grupo poblacional urbano, clase media, gay-céntrico y, en muchas ocasiones, repitiendo expresiones de clasismo y racismo dejando en la invisibilidad las agendas rurales e interseccionales.

Este ejercicio naturalizado en la vida cotidiana de los procesos LGBTIQ+, y acogidos de la misma forma por las pocas reacciones estatales, invisibilizaron la reflexión por la diversidad sexual y de género en entornos rurales, como si no existiera allí, o fuese imposible consolidar un proyecto de vida desde un ejercicio de disidencia sexual, y dejando entender que cualquier expresión al respecto estaba condena a migrar a las grandes ciudades, donde existían las condiciones para consolidar una agenda de movimiento; esto, unido a tres factores externos: a) la ruralidad en muchos de nuestros países está relacionada con la inequidad, el subdesarrollo, la pobreza como proyecto de vida y el abandono del Estado y, por ende, las reflexiones de empoderamiento ciudadano no tiene cabida allí;  b) las altas dosis de control moral confesional en la ruralidad, dadas porque la autoridad no la ejerce el Estado, garante de derechos, sino instituciones privadas que anteponen creencias a la vida digna, hacen en muchos casos imposible su visibilidad, en el caso particular de Colombia; c) el asentamiento de proyectos políticos de orden ilegal en muchos territorios rurales y periféricos de las grandes ciudades que prohibieron —como un gran acuerdo social— la expresión libertaria de las personas LGBTIQ+ por considerarla amenaza para el “status quo”, como la amenaza —a veces materializada— de quitarles la vida.

Según refieren informes como ‘Aniquilar la Diferencia’, del Centro Nacional de Memoria Histórica, el apartado “Mi cuerpo, mi verdad” de la Comisión de la Verdad, e innumerables informes y análisis de las organizaciones de la sociedad civil, hicieron que, en las décadas más fuertes del conflicto armado, ante la presión de los actores armados y la complicidad de la sociedad civil, decenas de personas que en la ruralidad empezaban a tener un autorreconocimiento desde la diversidad sexual y de género, al observar a su alrededor tanta hostilidad relacionada con el interés de silenciar a otras personas que en algún momento quisieron  construir allí su proyecto de vida, decidieron  desplazarse a cascos urbanos, a las grandes ciudades o, en algunos casos, ante la dependencia del núcleo familiar y del sustento de vida en los territorios, permanecieron ahí, teniéndose que someter al control ilegal, prácticas sistemáticas de violación a sus derechos humanos e, incluso, aplazar su expresión de género como condición de sobrevivencia en el territorio.

De estos años y territorios los informes en mención dan cuenta de decenas de homicidios y feminicidios, casos de violencia sexual, persecución a liderazgos sociales y restricción de libertades en contextos rurales, donde, además de la ya naturalizada exclusión a la que tenían que hacer frente las personas LGBTIQ+ —que, en el mismo periodo de tiempo, a lo largo y ancho del mundo exigían reconocimiento— se sumaba una lucha por la sobrevivencia ante el horror del conflicto armado, que hacía más difícil sus vidas. Pero, en medio de tanto caos, también se dieron expresiones de sobrevivencia y afrontamientos, que son también señalados en estos textos, presencia en espacios culturales (como reinados y cabildos festivos), liderazgos comunales y sociales a pesar de la adversidad, familias extendidas para  consolidar nuevos espacios de afectos y  la espiritualidad como refugio ante la invisibilidad.

Realidades que, para la mayoría de nosotros, empezó a tomar vigencia en acciones de reparación, como el conocido film de la ‘Señorita María’, que llevó a la pantalla  una historia de sobrevivencia de una mujer trans campesina boyacense, que se abrió camino, a pesar de la adversidad; u otras producciones más locales, como ‘La niña José’, en Cartagena, y su experiencia de retorno al territorio;  o el documental ‘Negra, marica y puta’, en honor a la recién fallecida Diana Navarro. También es importante mencionar las historias de reasentamiento y acogida de las familias trans a compañeras víctimas del conflicto armado, que han huido a las grandes ciudades. En estas producciones el lente ha captado historias de vida, pero también ha traído al espectador la posibilidad de reconstruir un contexto rural, donde empezó una vida feliz que fue truncada por los prejuicios y la que añoran porque no comprenden la ruptura entre su mundo vital y su orientación sexual o expresión de género.

El proceso de negociación entre el gobierno y las FARC, puso sobre la mesa y recogió en el Acuerdo Final la urgencia de que  la paz se piense y se obtenga desde la revitalización a los territorios rurales que fueron campos de disputa por años y que, fruto de dichas acciones, fueron devastados. Hoy no solo urge una reforma rural integral que democratice su acceso, sino que requerimos que sea en términos de paridad; que esta reinvención del campo se haga desde y con la ciudadanía, donde los enfoques de género y étnico del acuerdo de paz garanticen excluir cualquier expresión  racista, patriarcal, misógina y clasista, que por años hizo de la oligarquía la dueña y señora de las tierras. Con el Acuerdo Final se pone en el centro a las víctimas, para que estas personas encuentren la posibilidad de reconsiderar la vida campesina como un derecho y, con el enfoque diferencial, para pensar en las campesinas trans, sembradoras de la tierra lesbianas y gais y propietarios LGBTIQ+, en un territorio rural donde puedan construir una ciudadanía en relación con el campo como su proyecto de vida, libres de cualquier prejuicio relacionado con su orientación sexual, identidad o expresión de género.

Historias como las de Bolívar son muchas en Colombia y que, ad portas de una reforma rural integral  y en la actual implementación de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), tienen una gran oportunidad de ser consolidadas, pues es la apuesta por impulsar la vida digna y el acceso a servicios en las zonas rurales como garantía de paz. Si bien llevamos ya cinco años de su implementación y, hasta ahora, el balance de la participación de las personas LGBTIQ+ en su formulación y en su ejecución, es mínima; así como las acciones emprendidas para promover desarrollo con enfoque diferencial que mejore las condiciones en sus territorios es casi inexistente. En los otros cinco años de vida que le queda a esta agenda nacida en el acuerdo de paz  y que, en los próximos meses, será evaluada, hay una posibilidad histórica para que el creciente movimiento social LGBTIQ+ que florece en la ruralidad, plantee acciones transformativas y exija cambios estructurales en los esquemas de tierras y ruralidad, no sólo para que puedan acceder a tierras y a cultivarlas como propietarias y agricultoras, sino que, en esta tarea pendiente que tiene el país de devolver la dignidad al campesinado y consolidar su estatus de sujeto de derecho, acudamos a un reconocimiento integral de campesinos y campesinas, entre las que puedan contarse con orgullo y garantías plenas las personas LGBTIQ+ que quieren articularse a la tierra para cultivarla y  cuidarla

Wilson Castañeda Castro

Director Caribe Afirmativo