La impunidad y el olvido con los que el Estado ha respondido a nuestro reclamo de justicia contrastan con la motivación diaria que su vida nos inspira para hacer de esta una mejor región para las personas LGBTIQ+.
Llevamos 17 años sin Rolando, y la impunidad ofrecida por el Estado ante su asesinato y el estado de indefensión al que sus instituciones han sometido a las víctimas de violencia por prejuicio en Colombia no han menguado nuestra resistencia. Al contrario, su memoria motiva cada día nuestro trabajo por el reconocimiento de los derechos de las personas LGBTIQ+. Si bien no nos permitirá devolverlo a la vida, nos permitirá contribuir para interpelar a la cultura ciudadana que ha naturalizado el desprecio por las personas sexo-género diversas y exigir al Estado que aúne esfuerzos con acciones concretas para que sus vidas puedan ser vividas plenamente.
El 27 de febrero, cuando sus amigos acompañaron sus despojos mortales al aeropuerto Rafael Núñez rumbo a su tierra natal en Cuba, con llanto prometieron que viviría por siempre en las realidades de Cartagena y el Caribe, porque “no se mata lo que no se olvida”.
Para evocar su memoria, quiero proponer dos cosas: recordar quién era Rolando y rememorar la respuesta que dio el Estado a su asesinato.
Para él, vivir era sinónimo de vivir sin miedo. Crecer en Cuba, en un territorio ausente de violencia y sin los afanes del consumo a flor de piel, le permitió disfrutar de cada momento de la vida, de la espontaneidad de lo que lo rodeaba y de vivir cada momento: practicar deportes, disfrutar la vida educativa, promover conversaciones sobre sueños que se pueden hacer realidad y estar cercano a las personas sin mediación de intereses. Una familia que era el pilar de su cotidianidad, unos amigos que lo motivaban a vivir cada día y el orgullo de ser un gran periodista cultivaron en él un altísimo aprecio por la vida y por asumirla a plenitud. Ese dinamismo lo trajo a Colombia y lo acompañó hasta el último suspiro. Cuidar de su salud, alimentarse bien, descansar rodeado por la naturaleza, tener orden en sus cosas y darle valor a las pequeñas cosas eran las acciones cotidianas que promovieron sus años en este país, que amaba y al que le dedicó lo mejor de su profesión: enseñar a otros el bello oficio del periodismo y componer canciones inspiradas en la diversidad del Caribe.
Ser migrante lo asumió como una tarea de servicio. Salir de Cuba no era una obsesión para él, pero su afán de conocer el mundo y aprender de nuevas experiencias lo trajo a Colombia, su primer y único país fuera de su patria. Estando aquí, asumió un compromiso social desde el principio. Su afán de hacer las cosas bien, de crear espacios de confianza, de conocer la realidad del país y contribuir a sus principales desafíos lo convocaba todos los días a su trabajo y obras sociales. Aunque Bogotá, que fue su primer sitio de llegada, le afectó por la altura y su clima, al llegar a Cartagena y encontrarse de nuevo con la cultura caribeña, en esta ocasión en tierras extranjeras, le permitió asumir la comprensión de ser ciudadano del mundo. En sus escritos, canciones y conversaciones, siempre se nombraba como artífice de espacios donde la nacionalidad está superada por la cultura, y las barreras idiomáticas y costumbres por los afectos. Tenía el impacto de ser anfitrión de otras personas cubanas que vinieron después de él, de llevar las mejores impresiones de Colombia en sus viajes de descanso a Cuba y de regresar motivado a seguir construyendo su espacio en este país.
Construir vínculos afectivos era para él promover redes de apoyo sólidas. Aunque era extranjero, nunca se sintió ajeno a nuestra cultura e idiosincrasia. Asumió la música, aprendió costumbres, se deleitó y cocinó nuestras recetas, y sobre todo, pronto creó vínculos afectivos y familiares que le permitieron gozar de un gran círculo de amistades. Con ellos compartía los fines de semana en su casa de Torices, componía canciones, hacía videos, visitaba colegios, emprendía campañas y discutía sobre los grandes temas coyunturales: el cuidado de los demás, la acogida sincera, la sonrisa y el abrazo cálido, y la preocupación por sentirse cercano. Estas acciones acompañaban sus extensas visitas y recorridos por las casas y lugares de trabajo de sus amigos y formaban parte del calor de hogar que ofrecía en su residencia. No soportaba molestarse con las personas, no entendía el objeto de los malos comentarios y siempre encontraba en los demás motivos para aprender de ellos, para admirarlos y sobre todo para compartir. Criticaba nuestra cultura por el afán de competencia y nos enseñó el valor de la complementariedad.
Ser ciudadano lo resignificaba como sentirse libre y apostarle a la felicidad. En La Habana, en su juventud, se reconoció como un hombre gay. Rápidamente creó círculos de amigos y espacios seguros con otras personas LGBTIQ+, con quienes encontró en la música un espacio en común, sus primeros amores y el descubrimiento de su sexualidad. Su motivación siempre fue la sinceridad y lealtad al ponerse a sí mismo en primer lugar, haciendo lo que lo hacía feliz, pero cuidando que sus decisiones no hicieran infelices a los demás. Al llegar a Colombia y pasar más de 10 años en este país, que lo convirtieron en uno más de nosotros, lo que más lo confrontó, que nunca entendió y que al final lo afectó directamente, fue ver que a la diversidad se respondía con violencia. Las burlas y expresiones simbólicas que despreciaban al otro solo por su diversidad sexual y de género le molestaban profundamente. También le afectaban los chistes con doble sentido, la burla cómplice de las expresiones de género no hegemónicas y la manera despectiva como lo trataba la gente cuando revelaba su orientación sexual. Sufría mucho al ver en la televisión o leer en el periódico ataques a personas motivados por su orientación sexual, identidad o expresión de género, llevándolo incluso al temor y la paranoia de que algún día le pudiera pasar a él. No lo entendía y prefería evitarlo, pues no concebía que la felicidad de uno significara una respuesta violenta del otro o que la alegría fuera truncada por el dolor.
Y este Rolando, noble, amante de cada acción, buen amigo, comprometido con su trabajo, enamorado de la vida y responsable con su ciudad, el 23 de febrero de 2007, un hombre lo abordó con engaños, hizo que confiara en él y fueron a su apartamento. Allí tomó un martillo artesanal que Rolando había comprado en su viaje al Amazonas y que usaba para cuñar la puerta, y lo descargó varias veces sobre su existencia hasta matarlo. Su camisa planchada lista para ponerse al otro día, que era su cumpleaños; el café listo para la ocasión; el apartamento en perfecto orden y un par de CDs listos para ser escuchados acompañaban la dolorosa escena de su torso desnudo sobre la cama, que encontraron en la mañana siguiente sus amigas y amigos, los mismos que por años disfrutaron de su compañía y de su amor. Verlo allí les trasladó a una epifanía del amor adolorido, herido y eternizado. Pasaron por sus mentes en cámara lenta recuerdos, palabras y emociones. Minutos después, llegó el Coronel Mena, comandante de la Policía de la ciudad, y con él, los medios de comunicación. Abatidos, no podían creer que esa mañana les convocara a cubrir el asesinato de su amigo, profesor y colega. Las palabras de la máxima autoridad policial: “se trata del homicidio de un marica…es que se portan mal y por eso terminan así”, hirieron profundamente a los suyos y abrieron un llamado a la resistencia y la dignidad. Al dolor de su asesinato se sumaba la complicidad policial, que incluso se amplificó en el silencio de la Personería, la desidia del gobierno de la ciudad y la impunidad de la Fiscalía. A todas ellas, las autoridades del Estado no les importaba ni importa la vida de las personas cuando somos disidentes sexualmente, porque creen y hasta lo dicen, que merecemos morir.
Esta impotencia y rabia acompañaron por días a sus amigos que le lloraron en la sala de velación, le acompañaron hasta el inicio de la deportación de su cuerpo y le rindieron un bello homenaje en la Universidad en su memoria. Días después, activaron y transformaron su dolor en lucha, su rabia en esperanza y sus bonitos recuerdos en inspiración. Activaron este bonito proceso de Caribe Afirmativo para pedir que su muerte no quede impune. Aunque no se ha logrado, ya que en dos ocasiones se ha abierto el caso en la Fiscalía sin resultados y en dos oportunidades se ha asistido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para denunciar al Estado por su falta de compromiso, también fue la semilla de este gran proceso que desde las acciones comunitarias, el acompañamiento jurídico y psicosocial, la sensibilización y exigencia a las instituciones, y la movilización ciudadana busca con insistencia que las vidas de las personas LGBTIQ+ sean vidas vividas a plenitud y que no se vean coartadas como la de Rolando, que fue arrebatada cuando más gozaba de la libertad.
Rolando, siempre nos inspiras, estás presente en nuestras acciones y motivas nuestra lucha, porque no se mata lo que no se olvida.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo