La angustia y zozobra que nos generan estos días los ataques entre Hamas e Israel —en los cuales han perdido la vida cientos de civiles ajenos a esta guerra— nos lleva a preguntarnos qué sucede en este territorio con las vidas de las personas LGBTIQ+ quienes, en épocas de violencia, suelen ser despreciadas y expuestas a mayores riesgos.

El año pasado, por estas mismas fechas de octubre, nos estremecía la noticia del asesinato de Ahmad Abu Marhia en la Franja de Gaza. Este joven palestino, abiertamente gay, había huido a Tel Aviv dos años antes debido a las presiones que enfrentaba en territorio palestino tras revelar su orientación sexual. A pesar de buscar una mejor calidad de vida en Israel, se encontró con amenazas constantes de deportación por su origen árabe, la imposición de prácticas sexuales no deseadas como condición de supervivencia, el rechazo de sus compatriotas árabes (quienes le obligaron a vivir en una colonia árabe por su procedencia) y el menosprecio de los grupos judíos de diversidad sexual, quienes nunca lo trataron como un igual. Estas fueron las razones que lo llevaron a regresar a la región de Cisjordania, específicamente a la ciudad de Hebrón, su ciudad natal, donde, debido a la conocida información sobre su homosexualidad, fue recibido con repudio y condenado a un cruel asesinato en el espacio público: fue decapitado, su cuerpo fue ultrajado por una turba de hombres autodenominados temerosos de Dios, y su vida fue presentada como errónea ante los jóvenes que atónitos presenciaron su asesinato.

Esta violencia exacerbada hacia los grupos poblacionales que por mandatos impuestos son tratados como “inmorales” y considerados “ciudadanos de segunda categoría” encuentra siempre en sus listados a personas con prácticas homosexuales o expresiones de género diversas. En territorios en guerra, conflictos armados y dictaduras, estas personas deben enfrentar, además de la discriminación cotidiana, expresiones de control corporal y moral debido a su diversidad sexual o de género. Se configura así el delito que el Derecho Internacional Humanitario denomina “crimen de persecución”, relacionado con una persecución sistemática y cotidiana que busca borrar o limitar lo que estas personas representan. Estas acciones son lideradas por aquellos que controlan los territorios mediante acciones armadas o inspiradas en sus mandatos y que, al final, cuentan con la aprobación social. Historias similares se escuchan en estos días también desde Bangladesh, Burundi, Myanmar y resaltan en los recientes ataques de Rusia a Ucrania, así como en expresiones de conflicto armado en la antigua Yugoslavia, Ruanda, Sierra Leona y en el persistente conflicto en Colombia. Estos lugares comparten el confinamiento y la condena a la precariedad de aquellos que son contrarios a sus mandatos, respaldados por la eliminación de estas vidas de manera violenta.

En estos países, ya sean democráticos, teocráticos o con regímenes confesionales, o donde se configuran poderes ilegales ante la fuerte expresión de abandono estatal, existen códigos de conducta, documentos públicos, prácticas religiosas y órdenes de poder que clasifican ciertas vidas como invivibles y las condenan a la extinción. Estas normas naturalizan el desprecio, validando el uso de los cuerpos que son condenados desde la moralidad como objetos manejables y fácilmente destruibles. En estos lugares, se configuran múltiples formas de violencia, verbal, física y simbólica, que se entrelazan y hacen imposible imaginar el desarrollo de la dignidad y la libertad de estas personas. Esta violencia logra camuflarse en la cotidianidad, consolidándose con prácticas machistas, patriarcales y misóginas, y en los anales que narran esta historia de disputas, suele pasar desapercibida hasta que se observa el contexto en su conjunto y se evidencia el poder simbólico del control como mecanismo de guerra.

La aparición de Israel como estado hace 70 años, con la participación de la política neoliberal, trajo consigo algunos temas en su incorporación como Estado moderno, permitiéndole posicionarse como un país digno del capitalismo y libertario en el Medio Oriente, lo cual es la expresión de todo lo contrario. Esto hizo que la agenda LGBTIQ+ no solo formara parte de su portafolio de posicionamiento, mediante el “pinkwashing”, al presentarse como un paraíso para las personas LGBTIQ+, sino que rápidamente asumiera liderazgos en el mundo como una nación “gay friendly”. Este enfoque fue ampliamente valorado en el mundo como un oasis de libertad sexual en un desierto de represión, donde el panarabismo continúa condenando, persiguiendo y condenando la homosexualidad y el reconocimiento de la identidad y expresión de género como un ejercicio abominable contrario a su cosmovisión. 

Esta decisión, aunque estratégica desde el punto de vista político, no es fruto del convencimiento, llevó a los partidos conservadores, liderados por Netanyahu, a dejar atrás en 1963 la heredad ley de sodomía aplicada por la corona inglesa y lograr en 1988 despenalizar las relaciones entre parejas del mismo sexo. En 1992, se aprobó la ley antidiscriminación, aunque se excluyó de ella a las organizaciones laborales y religiosas. En 2014 se reconoció a las parejas del mismo sexo, incluyendo aquellas con uno de los cónyuges migrante. En 2015 se reconoció el cambio de nombre y sexo de las personas trans, y en 2021 se permitió que las parejas del mismo sexo tuvieran gestación subrogada. Sin embargo, debido a la ausencia constitucional y al valor religioso del matrimonio, aún no se permite el matrimonio entre parejas del mismo sexo.

En la Franja de Gaza, la historia es diferente. Unido al confinamiento, la pobreza y la destrucción a la que se les ha sometido, convirtiendo su territorio en un verdadero apartheid, el control armado de Hamas sobre la mayoría de los asentamientos ha declarado directamente como objetivos de muerte a las personas homosexuales o que parezcan serlo, y ha prohibido hablar sobre diversidad sexual o de género, considerándolo una contravención a la enseñanza religiosa. Según una encuesta realizada en Gaza en 2013, el 89% consideraba la homosexualidad como un acto inmoral, y la violencia hacia las personas LGBTIQ+ siempre ha sido utilizada libremente por todos los grupos armados e ignorada por la autoridad legítima Al-Fatat, que no solo ha respaldado la represión contra los colectivos sexo-género diversos que tratan de formarse a pesar de la adversidad, sino que, en su escaso ejercicio diplomático, ha decidido cerrar las puertas a la cooperación y la articulación en materia de derechos humanos para gais, lesbianas, bisexuales, personas trans o no binarias, considerándolo una propagación deliberada de Occidente destinada a destruir su cultura, impulsando normas religiosas, siguiendo el ejemplo de Túnez e Irán, que además penalizan las expresiones de afecto.

Ni Israel es el territorio libertario para las personas LGBTIQ+ ni la represión árabe en Palestina ha minado la resistencia del activismo LGBTIQ+ en uno y otro territorio, separados por una frontera invisible. Ser una persona sexo-género diversa en ambos lados es todo un riesgo: en un lado, hay una cosificación de la vida LGBTIQ+ que la precariza, y en el otro, una amenaza de muerte que impide pensar en una vida digna. Todo esto ha permitido construir en ambos lugares prácticas de desprecio e invisibilización y una ausencia de garantía de derechos con responsabilidad directa del Estado: el gobierno de Israel que utiliza pero no dignifica la vida y persigue a los palestinos que buscan construir allí su proyecto de vida, y el gobierno palestino y las facciones armadas que disputan el poder, poniendo en riesgo sus vidas.

En el año 2007, una investigación llamada “Ensambles terroristas: el homonacionalismo en tiempos queer”, liderada por la profesora Jasbir K. Puar de la Universidad de Rutgers, advirtió que en este territorio se estaba configurando un homonacionalismo. Se leía en doble vía: por un lado, el Estado de Israel utilizando la causa LGBTIQ+ para su “lavado de imagen”, y por otro, el Estado Palestino persiguiéndoles abiertamente como un acto de purificación de su pueblo. En Tel Aviv, existen organizaciones sociales fuertes, mayoritariamente centradas en la comunidad gay, que han hecho de la marcha del orgullo y de los procesos turísticos un nicho de visibilidad. Algunas organizaciones en materia de derechos humanos han cuestionado esta cosificación y han llamado la atención sobre la precarización de la vida y el riesgo de violencia para las personas LGBTIQ+ no judías, como la organización Aguda, que significa Asociación. Del lado palestino, organizaciones como Arcoiris Árabe y el centro feminista lésbico ASWAT, en medio de la clandestinidad y los riesgos que implica el activismo, tratan de salvar vidas en permanente riesgo.

En la Franja de Gaza, epicentro de la guerra, la homosexualidad sigue siendo ilegal como herencia del Código Penal aprobado por el Mandato Británico de Palestina en 1936, cuyo artículo 152 castigaba la sodomía con una pena de hasta 10 años. En Cisjordania, donde el control de Hamas es más reducido, la homosexualidad ya no es penalizada, pero la Autoridad Nacional Palestina no atiende las numerosas denuncias de violencia, ni las ocurridas en su territorio ni las que experimentan sus nacionales refugiados en Israel. Las autoridades judías tampoco dan trámite a dichas denuncias y suelen incrementar, en ciclos coincidentes con las épocas de mayor violencia, las prácticas de arrestos domiciliarios a árabes y palestinos, así como la deportación y expulsión. De igual manera, la comunidad internacional establecida en Gaza para la ayuda humanitaria, al evitar cuestiones políticas, no logra desarrollar un enfoque de asistencia diferencial para las personas LGBTIQ+, ni proporcionar programas de prevención de violencia motivada por el rechazo a la diversidad sexual o de género, con algunas excepciones que han logrado sacar del territorio a líderes sociales que se han convertido en voceros de estas realidades desde el exilio.

En estas dos semanas de confrontación, se han conocido, por denuncias de activistas en el exilio, casos de detención y juzgamiento en Israel de personas LGBTIQ+, consideradas “ilegales” en tierra israelí, y que han sido expulsadas a la Franja de Gaza. Aunque esta información puede pasar desapercibida frente a los cientos de muertos por los bombardeos, secuestros o confinamientos, es un llamado de atención para preguntarnos de qué manera, con el aumento de estas acciones armadas, los grupos poblacionales históricamente excluidos en este territorio están siendo más vulnerables a la violencia. No solo debemos exigir la humanización de esta barbarie y poner fin a las prácticas violentas como estrategia política, sino también activar mecanismos de protección desde el Derecho Internacional Humanitario hacia aquellos que se encuentran en una posición de alto riesgo.

La violencia que impide dignificar la vida de las personas LGBTIQ+ en la actualidad, así como la cosificación de los asuntos de diversidad sexual y de género, son resultados de la geopolítica actual. En las dictaduras, las democracias de fachada, los controles ilegales y los proyectos armados para conquistar el poder, los avances en materia de derechos de diversidad sexual o de género son como “dardos envenenados”. Aunque estos regímenes adoptan la agenda y asumen las banderas, lo hacen por conveniencia para sus fines estratégicos, utilizándolas para congraciarse con la comunidad internacional como una cortina de humo para sus verdaderos propósitos, o se aprovechan de la complicidad social para rechazarlas e invisibilizarlas. Consideran que, al tratarse de vidas que, para ellos, son “utilizables”, pueden ser puestas o quitadas sin un debate social.

Wilson Castañeda Castro 

Director Caribe Afirmativo