Decisiones criminales por parte de unos Estados, de penalizar la homosexualidad, que algunos mantengan penas de muerte y prácticas de persecución, sumadas al desmonte de derechos por parte de otros, está siendo hoy un caldo de cultivo para nuevas y peligrosas formas de violencia contra las personas sexo – género diversas.
Los discursos de odio pasaron de ser sectarios, secretos y reservados a combustible de la política populista. Argumentos de desconocimiento de derechos son hoy, no solo “políticamente correctos”, sino que se convierten en llaves para controlar la humanidad. Basta observar dos discursos recientes de dos personas de un mismo gobierno: el abogado del presidente de Argentina dijo en una entrevista que los gobiernos pasados a ellos habían incentivado y financiado la homosexualidad y consideró esta decisión como una de las causas de la destrucción del bienestar del Estado y la canciller de este país comparó las relaciones afectivas entre personas del mismo sexo como la plaga de tener piojos, y por ello soportar que te desprecien y aceptar que algunos te rechazaran por el lastre que cargas.
Quienes pensaban que Milei era inofensivo con sus políticas restrictivas, pormenorizan el efecto mediático de sus expresiones de odio como reproductoras de violencia. El ataque de un vecino a dos parejas de mujeres lesbianas, en Argentina, prendiendo fuego y echándoles una bomba molotov que generó un incendio en lugar donde estaban que terminó con la muerte de tres de ellas y una más con quemaduras en su cuerpo. Esto no es un hecho aislado, es una expresión cocinada por semanas de políticas prejuiciosas que se burlan de las personas LGBTIQ+ que cierran los pocos espacios laborales a las personas trans y se mofan de decir que, por la inversión social, el país está en quiebra. Suficiente combustible para que se activen expresiones verbales, simbólicas y físicas de desprecio hacia las personas sexo-género diversas que asesinan desplazan e intimidan. Es que en el populismo discursos enarbolados por políticos son detonadores de una violencia irracional que conduce a la ciudadanía de manera inconsciente a materializar el odio y el afán de borramiento de quien le gobierna.
Situación similar hemos visto en los últimos meses en Rusia, luego que Putín declaró la homosexualidad y su asociación como una práctica de propagar ideas contra el bien de la nación, de prohibir la circulación de textos informativos e impedir a toda costa la asociación, reunión o actividad de agendas de diversidad sexual y de género. Este anuncio autoritario, detonó en el metro y establecimientos públicos se han aumentado las amenazas y agresiones a personas LGBTIQ+. También se han multiplicado prácticas de tortura con complicidad de los padres o mayores buscando “corregir”, ocultar su diversidad sexual y de género y se rompieron lazos vinculantes de organizaciones y colectivas LGBTIQ+ que pasaron de sobrevivir a pesar de la adversidad, a esconderse y callarse bajo el temor de ser sancionados por el Estado y, sobre todo, repudiados y odiados por la sociedad. Se está volviendo común, ver grupos de hombres blancos, jóvenes, pasearse por las noches de San Petersburgo o Moscú, con objetos contundentes, golpeando a personas que son o parecen homosexuales.
Uganda y Sudan en el África, padecen la misma situación, sus gobiernos y parlamentos anti derechos, cultivados en el populismo religioso, no solo han osado perseguir a muerte la homosexualidad y las expresiones de afecto, sino que, como delito de sangre, han extendido la violencia hacia los núcleos familiares haciendo que estos desprecien a sus miembros LGBTIQ+. Por ello, por más presiones de los EE.UU. y las tímidas acciones de la ONU, la instauración de la pena de muerte en Uganda y la acalorada discusión de la misma ley criminal en Sudan que se amplía al “travestismo” se hace de oídos sordos, pues sus discursos de odio y persecución a la diversidad se ha convertido en aceite que lubrica sus poco propositivas acciones políticas, que se cimentan en fabricar “enemigos internos” frágiles para distraer la atención de los problemas mayores. Además, un abuso de las costumbres religiosas para perseguir y una tergiversación de ver en la libertad una “amenaza cultural de imposición”, desconociendo la autonomía y libre desarrollo de la personalidad que nos asiste a todas las personas en la faz de la tierra.
Este mismo camino transita oriente medio —especialmente la liga Árabe— con decisiones como la tomada por Irak con la aprobación el pasado 26 de abril de una ley en su congreso que penaliza entre 10 y 15 años de cárcel las relaciones homosexuales, priva de libertad y aplica multas a quienes promueven relaciones de parejas del mismo sexo y condena a quienes se somete a un procedimiento de reasignación de sexo o lo acompaña. Incluso la ley, contra toda expresión de género, propone castigos severos para los hombres “afeminados”. Este acto barbárico no es ni gratuito ni impopular, sino que responde a una práctica extendida por los fundamentalistas en este país o que por mandato de sus líderes han despeñando homosexuales, apedreando personas trans y repudiado mujeres lesbianas y bisexuales. De seguro esta ley criminal será motivación no solo para que agudicen sus prácticas, sino para que el Estado, lejos de poner fin a una práctica violenta, la cultiven. Dicen los medios de comunicación y organizaciones humanitarias de territorio iraquí que estos días, a causa de este anuncio, los desplazamientos de personas LGBTIQ+ se han intensificado y las acciones de indiferencia social y complicidad de violencia van subiendo peligrosamente de nivel.
Situación similar vivimos con Trump en el gobierno pasado de los EE.UU., pues sus discursos de odio, concentrado sobre todo hacia las personas trans, sumado a las leyes que estados republicanos impulsaban para echar atrás derechos adquiridos, como leyes de identidad, acceso a hormonización, baños sin género o espacios escolares seguros, desataron una violencia física y simbólica que afectó mayormente a las personas trans negras, trans migrantes, o trans pobres. Discursos absurdos que calaron rápidamente en la opinión pública y que promovieron eventos académicos para buscar sustentos al odio, validaron desde acciones afectivas el miedo que les provocaba la experiencia de vida trans. Incluso les señalaron como el mayor problema de la sociedad, restricción que se amplificó en la diplomacia de los derechos humanos, dejar de apoyar acciones de presión a Estados que criminalizan y no sancionar discursos violentos que legitimaban la violencia.
Y con menor medida, por la poca expresión mediática, pero no menos ofensivo y incluso más destructivo por los niveles de precariedad de cómo viven, se reciben los ataques a personas LGBTIQ explícitos e implícitos de gobiernos como el de Bukele en El Salvador, Ortega en Nicaragua, Maduro en Venezuela, hasta hace poco Bolsonaro en Brasil, Erdogan en Turquía, y otros más), que desde un autoritarismo conservador han condenado a las personas LGBTIQ+ y a sus luchas por la igualdad como una acción que pone en riesgo la seguridad nacional. Pero en este listado de violencia pasiva, se suman los Congresos de la mayoría de los países de la región que se niegan a legislar por los derechos de las personas sexo-género diversas, poderes judiciales que limitan el acceso a la justicia y lo vacían de sus enfoques y de decenas de gobierno tecnócratas de izquierda y de derecha que o utilizan las vidas de las personas LGBTIQ+ para sumar créditos liberales pero no mejoran sus vidas, o las condenan a la invisibilidad como si no existieran.
Es este el mapa geoestratégico donde se cultivan los discursos de odio, del que se alimentan los grupos anti derechos, que legitiman las TERF e ignoran grupos sociales y que está haciendo que esta sea la época del odio como política de presión, el miedo como reacción irremediable y los retrocesos como una posibilidad real en un mundo donde los derechos, la autonomía y la libertad están siendo sometidas por el neoliberalismo moral que sanciona la diversidad y la gradúa sin razón, de enemiga del bienestar.
Por ello, recogiendo la recomendación de la Declaración de Mérida, que propone a los países buscar la cooperación y el desarrollo con los países que impiden los proyectos de vida buena a las personas LGBTIQ+, urge activar una diplomacia de derechos humanos, cerrar filas con la dignidad humana, prohibir como mandato mundial la tortura, la persecución y la intimidación, existir a los países que tienen pena de muerte y penalizan la homosexualidad poner fin a estas prácticas, como requisito para integrarles a la comunidad internacional y blindar la vida de las personas sexo-género diversas, porque no hay una mayor prueba de la antidemocracia y de inmoralidad que estar gobernando desde el odio, legislando desde los prejuicios o emitiendo justicia desde el desprecio.
Wilson Castañeda Castro
Director de Caribe Afirmativo