7 de febrero de 2021. El espejismo creado por el gobierno el día de su posesión asumiendo el compromiso que sería “el equipo de la paridad” con más de la mitad de su gabinete conformado por mujeres en un país donde la política históricamente ha sido machista, patriarcal y clasista, rápidamente se esfumó; dos años después (sumado a sus escasos resultados en materia de equidad de género, prevención y atención de la violencia contra las mujeres y las personas LGBTI y aumento de casos de feminicidio y violencia por prejuicio), presenta una conformación de 13 ministros hombres y 5 ministras mujeres, y estas últimas, además, en posiciones ministeriales que tienen un limitado campo de acción como las carteras de las Tecnologías, Ciencias o Transporte. Sumado a ello, por primera vez en la historia del país, ejerce como vicepresidenta una mujer, pero de igual forma su cargo no ha significado en la realidad un ejercicio transformativo de las maneras como se hace política, ni ha mejorado los canales para la participación efectiva de las mujeres.
En Colombia, a pesar de más de doscientos años de vida democrática, perviven -como herencia colonial- la desigualdad estructural, el moralismo legal como respuesta a la solicitud de autonomía del cuerpo y la violencia como mecanismo para imponer el orden machista y heterosexista que se expresa en términos de exclusión y que, en la escala fraiseriana, fueron durante años los argumentos para ir despojando a las mujeres y a quienes se oponen a la masculinidad hegemónica de reconocimiento a su diversidad, redistribución y acceso a recursos y garantías efectivas de participación.
Por ello, la paridad y la alternancia han sido un reclamo histórico del movimiento de mujeres en los últimos 50 años en Colombia, que inició con campañas colectivas para denunciar la violación a los derechos que es más desproporcional sobre la vida de las mujeres, para promover la equidad en todos los espacios de la sociedad, el derecho al voto, las opciones reales de participación para tomar decisiones y la transformación de los sistemas legales como respuesta a la invisibilidad de su presencia en la sociedad y a la naturalización de estructuras machistas, patriarcales y misóginas.
Dicha demanda se ha consolidado en las últimas décadas en tres acciones que son estratégicas en nuestra forma de construir sociedad: a) la historia de resistencia, movilización y reivindicación del movimiento social frente a la violencia estructural, que ha puesto sus demandas en los escenarios públicos que en el país reclaman nuevas formas de hacer política; b) la negociación del Acuerdo de Paz, su posterior firma y actual proceso de implementación que ha tenido en las mujeres y su participación, tanto en el sistema como fuera de él, un debate más que necesario de denunciar los efectos desproporcionados de la violencia promovida por los hombres en la guerra y que exigen un salto a la paz sin dichos esquemas patriarcales; y, c) ante la situación de pobreza, injusticia y desigualdad que vive la sociedad en su modelo decimonónico, la urgencia de construir desde el feminismo un proceso de transformación de las formas de hacer política que revolucionen el ejercicio democrático y garantice el acceso a recursos, bienes y servicios con equidad, con mujeres en cargos políticos fruto de procesos colectivos de participación que comprometan las estructuras de los partidos políticos, los gobiernos locales y territoriales y los espacios de toma de decisiones, donde la paridad y la alternancia sean un imperativo para la transformación del país.
La introducción del feminismo como una forma de hacer política nos permitirá en los procesos sociales y colectivos impulsar una sociedad donde se entienda el género no como un concepto fijo, jerárquico y excluyente, sino como un ejercicio de construcción de identidad, y, de la misma manera, un espacio de empoderamiento que permite identificar y denunciar las fallas de la masculinidad hegemónica y los retos que se hallan en la complejidad de la vida social que reclama un reconocimiento de interseccionalidad dado en el potencial de la cultura, la urgencia de la descolonialidad y la tarea de comprender la demanda sexual como un acontecimiento político.
Es importante la superación de las formas de hacer política en la democracia liberal capitalista: desde los hombres y para el beneficio de los hombres, que ha cultivado la asimetría del poder y que ha dado como resultado décadas de sostenimiento de un proyecto político de inequidad, esbozada en la desigualdad económica, los límites para el acceso a la educación, los daños ambientales evidenciados en el cambio climático y la ausencia de derechos sociales; por ello, proponer la paridad no es un asunto de invertir la balanza, sino de transformar la realidad a partir de que los Estados y las sociedades la asuman como un ejercicio de transformación que rompa con la inercia y resistencia institucional al cambio y promueva un análisis integral de los contextos para evidenciar las inequidades entre hombres y mujeres y garantice decisiones moduladas que corrijan dichas desigualdades para poder alcanzar, como plantea Hannah Arendt, sociedades donde mujeres y hombres “tengamos derecho a tener derechos”, a vivir en ciudadanías diversas y plurales, y promover la dignidad humana bajo la perspectiva de una vida libre de violencias.
Estos años de política hegemónica, donde el dominio es la meta, han cultivado la precariedad como espacio habitacional para los grupos poblacionales que promueven un cambio en la forma de hacer política, por ello, y gracias a las acciones de resistencia, estos grupos vienen resignificando el valor de lo público como escenario de resistencia, que denuncia el capitalismo exacerbado, el ocaso de la democracia por los autoritarismos, la sinsalidad del sistema por la presión capitalista, la crisis integral en términos ecológicos, sociales y culturales por la asimetría social; por ello, nos urge la paridad que ponga en marcha la equidad como práctica política y no la igualdad como resultado de la meritocracia, pues no se corrige esta desviación política creando nuevas jerarquías, sino aboliendo las existentes y construir una sociedad de pares con derechos, donde la autonomia se respeta y el reconocimientro tiene un potencial transformativo.
La paridad es así. Es la garantía en la democracia de que las mujeres están presentes en lugares estratégicos de toma de decisiones, tanto en el momento constituyente de refundar las sociedades, promoviendo el diálogo entre iguales, como en la planeación de la vida cotidiana, que permitan transformar prácticas que promueven desigualdad y exclusión por acciones que garanticen derechos sociales y vida digna; y, a la vez, la posibilidad de superar el círculo vicioso de la violencia política heredado de las formas machistas de gobernar y dar paso a otras formas de construir sociedad: las horizontales y constructivistas propuestas por el feminismo como teoría, que tienen la transformación social como meta.