En tiempos difíciles el desprecio, el odio y el miedo se pasean por nuestras calles.
En épocas de incertidumbre social, como la que vivimos actualmente, donde la angustia es nuestra mayor compañera, por la sensación de estar en un proyecto fallido de humanidad, y la incertidumbre, la respuesta más reciente al tratar de pensar en lo limitada que es nuestra vida, emerge la pregunta: ¿qué tipo de sociedades construimos para ser tan grandes y a la vez tan vulnerables? De inmediato nuestros antecedentes judeo-cristianos evocan la búsqueda de “culpables” y, como fruto de su antropología funcional de opresión, responsabilizamos al “otro”, siempre al más débil, al históricamente excluido, al invisibilizado, todo esto por lo que “es”, “pretende ser” y “representa”, y el menosprecio, que se genera hacia ellos y ellas por su diferencia, valida de manera patológica hacerlos corresponsales del mal que les afecta.
Este tipo de sociedades tranzan las actuaciones interpersonales a partir de tres sentimientos negativos que, a la postre, determinan las relaciones sociales que se concatenan entre sí y tienen efectos globalizadores: el sujeto construido no en relación con el otro, sino en la individualidad, responde a quien es diferente con “desprecio” por la diversidad que el “otro” representa, le ofrece como relación y mediación el “odio”, haciéndole sentir excluido y recibiendo de él, aturdido por la presión, expresiones de “miedo”.
Las incertidumbres sociales crean mecanismos analíticos de todo tipo que buscan responder a la pregunta de “las causas” que casi siempre terminan enfocadas, no en el mal objetivo en sí, sino en las subjetividades de personas que las padecen, que por los riesgos que les ha dotado la misma sociedad terminan siendo las mayores afectadas, y que en las propuestas de prevención, relacionadas con obtener el bienestar perdido, la limpieza y el aliviado, son revictimizadas, porque rápidamente se traspasa de las categorías médicas a los descalificativos personales, que suelen ser: misóginos, xenófobos, elitistas, clasistas, patriarcales y homofóbicos, todas estas reproductoras de violencias. Esto se denomina, en términos Martha Nussbaum, como “asco proyectivo”, es decir, el simple rechazo de otra persona bajo el pretexto de tener que protegerse de ella, porque es una amenaza para el bienestar social, pues su alta exposición le hace propensa a ser transmisora de lo que afecta al colectivo, y bajo esa perversa denominación se reencauchan las prácticas de recriminación discreta, que son presentadas como “correctas” y “necesarias”.
El “Quédate en casa”, consigna cotidiana en estos días, deja por fuera miles de ciudadanos y ciudadanas, que no solo no tienen “casa” donde refugiarse, sino que la precariedad de sus vidas les hace más expuestos a la pandemia: mujeres cuyas casas son sinónimo de violencia y maltrato; personas en situación de calle, para quienes el cielo abierto es su techo; migrantes y refugiados que tocan la puerta de nuestro corazón buscando hospitalidad; trabajadoras sexuales que son estigmatizadas y expulsadas de sus lugares de descanso; y miles de personas que si no salen diariamente a recorrer las calles no consiguen el alimento para sus familias. ¿Qué significa para ellos y ellas quedarse en casa?
Eso de estar más expuestos a los efectos externos que ponen en riesgo el bienestar debe ser la motivación moral que lleve a la sociedad, en su conjunto, a priorizar su atención y brindarles mayor protección ante las circunstancias que les hace más vulnerables. Así, en ésta carrera frenética para superar la crisis, la búsqueda de la “cura” debe estar en erradicar lo que afecta al otro en su bienestar y no en su aminoriamiento como sacrificio por el colectivo general, que en crisis sociales, promueven sentimientos de desprecio, naturalizan las relaciones de odio y aumentan los niveles de miedo.
Como indica Carolin Emcke, nuestros días de cuarentena no pueden ser solo los silencios apacibles (aunque para algunos enloquecedores) de los hogares del pequeño grupo que puede seguir la vida desde casa. Urge actuar desde el encerramiento en dos perspectivas: preguntarse si este odio envuelto en preocupación puede estar funcionando como sustituto o válvula de escape para canalizar experiencias colectivas de privación de derechos y marginación; y como la creatividad mental, que es tan activa en estos días, puede promover acciones de solidaridad, resistencia y exigibilidad, para superar la inequidad que es caldo de cultivo de pandemias sistemáticas de opresión y marginalidad
Este no será el fin, pero si una posibilidad de reinvención y bienvenido un giro nietszcheano a nuestra forma de construir sociedad y responder a las crisis: derrotar la indiferencia, fruto de nuestra posición de un “equivocoprivilegio”, y dejar de ver al diferente como enemigo y a su diversidad como amenaza al bienestar; por el contrario, nos debe llamar a la solidaridad de trabajar para que la vulnerabilidad no sea el lugar común de ciudadanos y ciudadanas, y que se rompa con lo lógica de seguir cultivando relaciones desde el resentimiento, entendido como refugio de los débiles en el desprecio moralizador de los fuertes.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo