19 de diciembre de 2021. Hoy, el resultado electoral en Chile no solo refleja la realidad del país más al sur de las Américas sino la de todo un continente que de forma pendular se mueve entre avances frágiles en derechos humanos y prácticas violentas. Una fuerte arremetida de movimientos antiderechos y grupos políticos buscan capturar la democracia con acciones populistas, poner en primer lugar el capitalismo, promover relaciones neoliberales entre consumo y demanda ante el olvido de los derechos y las libertades y echar atrás los pocos pero contundentes avances que hemos tenido en la región en materia de bienestar, derechos sexuales y reproductivos y reconocimiento a la diversidad, que solo pretender frenar la inequidad y la violencia como estilo de vida que se ha impuesto a la diversidad.
La región –que funciona como un escenario en disputa entre diferentes formas de violencia, marcada en hitos como luchas independentistas, guerras civiles y el control de recursos naturales– ha cultivado una practica sistemática en su ejercicio político de precariedad ciudadana. Esta es motivada por la exclusión o el borramiento de “las otras” personas, las de fuera de su sistema de opresión, que son vistas como diferentes porque no se acoplan al estatus cosificante que cambia derechos por servicios y libertades por vidas segmentadas por la clase a la que pertenecen y el poder adquisitivo para consumir. Este trato a la población ha hecho de la vulnerabilidad, propia de la condición humana, cultivo del populismo político para inducir comportamientos ciudadanos, que califican como democráticos, a una práctica de contención de derechos marcada por variables políticas y económicas que esperan que las personas asuman como parte de su vida.
Esta forma de hacer política se ha consolidado en países como Brasil, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Venezuela y recientemente Uruguay y República Dominicana, donde han hecho política de Estado el riesgo de ser inteligible, convirtiendo la visibilidad en una estrategia política que lleva a los grupos ciudadanos a pasar de la exigencia del reconocimiento de sus derechos a la cosificación de sus demandas en relaciones de violencia. “No son misóginos”, pero tratan de manera subsidiara las políticas de género. “Buscan la igualdad”, pero no asumen compromisos con la paridad y la alternancia. “No discriminan ni excluyen”, pero hay un trato de segunda a la ciudadanía afro, indígena y LGBTI. Esta situación se traduce, en campañas electorales, a compromisos gaseosos, desestructurados y poco efectivos para transformar la realidad y, en la gobernanza, a acciones aisladas que no garantizan la transformación social.
Esta forma “políticamente correcta”, que ha marginalizado la vida de miles de ciudadanos en la región, ha provocado en los últimos años escenarios de resistencia, como los vividos en Chile y Colombia, que no buscan imponer un ejercicio ideológico o proponer el simple cambio de control y timonel en los Estados. Estos escenarios de resistencia se proponen como un ejercicio político y performático para ejercer el poder ciudadano de la transformación de la realidad de la opresión por el bienestar integral, en un mundo donde el dominio no sea la meta y donde los cuerpos se reconozcan desde su potencia política y su construcción colectiva de otro mundo posible que requieren transformar los territorios hostiles en escenarios de libertad, dotándolos de memoria, donde lo público no sea privatizado ni jerarquizado por prácticas populistas que quieren traducir su gramática de resistencia por prácticas de control.
Las expresiones de estallido social en la región han sido en los últimos meses una demanda clara a la crisis de la democracia por la forma como se proponen las prácticas políticas que construyen su legitimidad sobre acciones violentas, coercitivas y sancionadoras de la libertad. La rica y creativa acción movilizadora de los grupos “al margen” –llámense mujeres, jóvenes, Indígenas, Afros, LGBTIQ+, que tienen en común que sufren la misma discriminación estructural y ausencia de legitimidad de sus demandas– ha venido produciendo en el escenario público nuevas subjetividades, que cuestionan la sociedad en su conjunto y sus prácticas soterradas de exclusión y han resignificado los cuerpos, las sexualidades y las expresiones de lo colectivo. Dicha acción movilizadora ha sido torpemente recibida por los Estados con decisiones judiciales punitivas, acciones policiales criminalizadoras, el recrudecimiento de las políticas de seguridad y el aumento de discursos populistas que buscan crear pánico moral.
Todo esto –más allá de los nuevos gobiernos de la región y su peligroso movimiento a los esencialismos, con algunas excepciones– nos convoca a que, como ciudadanía, nos reconectemos con la democracia y apropiemos de sus formas para consolidar lo ganado; que nos permita poner fin a la demoledora acción capitalista que con su exacerbación solo nos quiere leer como iguales en capacidad adquisitiva y no en derechos; frenar la crisis integral de la sociedad que se expresa en términos ecológicos, sociales y culturales; ser conscientes de la ausencia de sentido de justicia y el crecimiento, casi automático, de las relaciones basadas en el poder de las cosas. En términos gramscianos, se presenta hoy un panorama político, no tanto en relación a la disputa del poder, sino a su crisis, donde la hegemonía de la dominación natural ha desaparecido, pero también el encanto de la coalición de fuerzas sociales para construir contrahegemonía y transformar la realidad.
Para ello cobra toda vigencia la calle como espacio de apropiación de derechos y el llamamiento a los sectores sociales a apropiarse de su proyecto de vida como una oportunidad política de cambiar no solo consciencias sino sobre todo estructuras. La calle es el espacio donde la “otra”, con su exigencia y resistencia, nos interpela. Esto nos puede llevar a deconstruir la igualdad como resultado de la meritocracia, que no ha buscado abolir la jerarquía sino a jerarquizarla: reconozco a los LGBTIQ+, pero si son hombres, blancos, clase media y urbanos. Esto ha terminado poniendo una platina a los discursos de odio, traduciéndolos a la larga en aceptación y el reconocimiento en el uso mercantil de la diversidad de la otra.
Ojalá el ruidoso triunfo de hoy en el sur de la región y la tensa campaña electoral que se despunta en Colombia y Brasil en los próximos meses no nos conduzcan por la apatía política a una condescendencia moralizadora del neoliberalismo progresista, que silencia la violencia y la exclusión. Si la democracia es el ejercicio de las mayorías que busca el bienestar de todas las minorías no es la apatía de quienes sufren la opresión la respuesta, debe ser su conquista, ocupación y transformación la que nos lleve, estando allí adentro, a transformar la opresión y la desigualdad en vida digna, autonomía y libertad para todas las personas que habitamos estas tierras.
Wilson Castañeda Castro. Director Caribe Afirmativo