Más reciente Reflexión afirmativa

Marchamos para denunciar su opresión, no para limpiar la cara de sus actos de desprecio

Sylvia Rivera y Marsha P . Johnson lideraron desde los disturbios de Stonewall una movilización radical que exige cambios estructurales que parece el movimiento LGBTIQ+ ha olvidado.

En el relato gringo del origen del movimiento LGBTIQ+ (los disturbios de Stonewall) que, con todas las limitaciones que tiene, se ha globalizado como el origen moderno del movimiento de liberación homosexual y la reacción de defensa promovida por un grupo de personas sexo-género diversas, mayoritariamente trans y de grupos poblacionales “marginalizados”, como las latinas irregulares en Estados Unidos o afroamericanas procedentes de los sectores más periféricos, fueron quienes la noche del 28 de junio de 1969 ante una práctica sistemática de violencia policial en redadas nocturnas, quisieron poner fin a esa opresión diciendo “basta ya”. Ellas, lejos de correr para esconderse y salvar sus vidas, como estaban acostumbradas, decidieron “pararse firmes” y resistieron a esa práctica de los Estados modernos de aniquilar la diferencia. Este acto político se ha constituido el hito fundacional del actual movimiento LGBTIQ+ del hemisferio; acto que fue antecedido por un hecho similar ocurrido en 1966 en una cafetería de San Francisco llamada Compton, donde hubo un acto de violencia policial contra un grupo de personas queer luego de que hicieron un evento cultural. A estas personas, sin justificación alguna, también querían llevar detenidas, luego de propinarles una golpiza, pero estas no solo no lo permitieron, sino que movilizaron a todo el sector en solidaridad. En ambos escenarios, Stonewall y Compton, las personas afectadas dijeron y demostraron que no tenían miedo y, luego de las acciones de resistencia, sobrevino —liderado por ellas mismas— un ejercicio sistemático de movilización social y de construcción de agenda colectiva contra la hegemonía prejuiciosa, consiguiendo, además, alianzas estratégicas con grupos poblacionales que también estaban siendo condenados a la invisibilidad.

Parece que el ruido masculinizado del orgullo ha olvidado a sus protagonistas principales: mujeres trans latinas, negras, pobres y con convicción de cambio. Las efemérides arcoíris, para una generación que luchó a pulso por tener espacios de visibilidad, genera una sensación en doble vía: de un lado, como dice el Nobel, vivir para contarlo ante muchas que ya no están, y es que contar hoy más de 60 marchas en Colombia del orgullo, ver perfiles en redes sociales con mensajes de reconocimiento, edificios públicos engalanados  con las banderas y acciones estatales dando respuesta a las demandas. Esto era lo que, en la década de los 80, era una utopía cuando, tímidamente, las primeras movilizaciones eran recibidas con  indiferencia y violencia. No obstante, de otro lado, preocupa que, lejos de acogida con perspectiva de reparación que permita transitar de víctimas a ciudadanía con derechos y transformación de una sociedad patriarcal, misógina y prejuciosa, lo que está pasando es una acomodación del discurso de la “inclusión”, como práctica de fachada. Esta, particularmente, es liderada por los sectores capitalistas que usan la causa como un nicho de mercado; en este mes, te vende el plan turístico gay, la ropa con arcoíris, el souvenir de la marcha, pero no se contribuye a superar la pobreza, inequidad y falta de oportunidades  que reclaman las personas LGBTIQ+ a gritos para poder llevar una vida digna.

La marcha y el día, injustamente, se nombre “gay”. Si bien en su momento era un vocablo que traducía orgullo, su referencia en masculino hizo que, fácilmente, fuera apropiado por los hombres homosexuales y dejó por fuera a las protagónicas de este proceso: las personas trans. Además, esa movilización que, por el privilegio que tienen los hombres de ocupar el espacio público, se fue llenando mayoritariamente de cuerpos masculinos cosificados, respondiendo a parámetros impuestos que distan de la cotidianidad de los cuerpos de las personas sexo-género diversas, convirtiendo este atributo en una herramienta interna de exclusión. En esta, los cuerpos disidentes, no hegemónicos, los mismos que en uno y otro lugar iniciaron las revueltas, no tienen espacio y hoy siguen siendo los  cuerpos depositarios de prácticas de desprecio. Cuerpos, además, que se acompasan con la sórdida música eletrónica, donde la desnudez no denuncia violencia, sino que expresa asimilación, buscando aminorar el impacto del reclamante grupo marica que, por supuesto, también festivo,  se moviliza por una dignidad orgullosa que pide ser restablecida. Por ello, urge invertir la tabla de prioridades en la movilización pues, hoy más que nunca, necesitamos levantar la voz, pues, esta lucha cosmética que lleva décadas no ha logrado romper la inequidad y, lo que es peor, lejos de avanzar, hay vientos de retroceso frente a derechos  de la igualdad, porque la clase política está usando el movimiento LGBTIQ+ como moneda de cambio. Es decir, se aumentan los discursos de odio que crean violencia directa, afectando particularmente a las personas trans, y los estados se han olvidado que tienen que garantizar bienestar los 365 días del año, y no el instante de tarima en la marcha de la diversidad.

Para ese ejercicio de repensar la movilización del orgullo, hay que llevar los imaginarios más allá de la construcción estadounidense, pero, aún en ella, hay que recordar tres datos característicos de las revueltas de Stonewall y Compton: 1. Desde la movilización contracultural como STAR, se convocó a una fuerte revisión a las formas de hacer activismo, hasta ese momento; los grupos de liberación homosexual, como “Matachines” que, desde California, ya venían promoviendo reflexiones, sobre todo de corte cultural, y eran conformados particularmente por hombres gais blancos de clase media. Estos estaban dejando las reflexiones solo para el interior del colectivo a modo de grupo de apoyo, pero no interpelaban la estructura social; 2. Las mujeres trans en escenarios como STAR pusieron en discusión la agenda de movilización, no desde las teorías académicas, sino desde la experiencia callejera, llamaron la atención del papel del Estado, que se proponía como ente opresor, con su violencia institucional naturalizada y convertida en norma, sobre todo desde  sus grupos policiales; y, además, 3. El afán de control moral sobre la sexualidad llamó la atención de los cuerpos como sujetos políticos, depositarios de luchas y con reclamos legítimos de ocupar espacios que le son vetados.

Si bien las causas de las marchas son colectivas y se recrean permanentemente, es importante reconocer cuáles son las motivaciones que promueven la acción, pues su olvido desconecta de sus propósitos.  Y, en el particular, la estridente exposición de logos, el fingido apoyo institucional o el incremento preocupante de marcas patrocinadoras (que son las mismas que generan en la cotidianidad políticas de explotación y exclusión) nos puede llevar a una acción social con amnesia colectiva. Es decir, está lucha del 28 de junio, fue, es y será un acto de resistencia ante la opresión; un grito de denuncia ante la violencia y una expresión de ocupación ante la invisibilidad. Sylvia Riera (mujer trans latinoamericana) y Marsha P. Jhonson (mujer trans afroamericana), como impulsaras de Stonewall y que el movimiento ha olvidado, motivaron la revuelta como un acto de resistencia y sobrevivencia. Del mismo modo, aprovecharon la atención lograda para  llamar la atención y cuestionar desde la calle los privilegios de la sociedad heterosexista y el esquema patriarcal, clasista y xenófobo. Este esquema no solo invisibilizaba a las personas sexo-género diversas, sino que tenía escalas de invisibilización que aún perviven, siendo más leve contra los gais blancos que no cuestionan el statu quo, desproporcional y beligerante contra quienes en sus cuerpos de mujeres, trans y no binarios portan el cuestionamiento al el cisgénerismo.

Sylvia y Marsha, como figuras políticas de esta movilización  y de las acciones colectivas que se desprendieron luego de ellas, encarnaban cuatro asuntos que deben releerse hoy: a. Una denuncia enfática a la pobreza y la invisibilidad a la que han condenado a las personas trans, las mujeres lesbianas y bisexuales y los hombres gais, que cuestionan la masculinidad hegemónica; b. Reivindicación del cuerpo como escenario político que, lejos de ser cosificado, debe ser respetado desde sus diversidades y en su autonomía, rechazando cualquier moralización a sus prácticas y sexualidades; c. La urgencia de que el movimiento de liberación homosexual hiciera rupturas con prácticas de opresión, que venía normalizando y que no cediera a la trampa de la división entre lo privado y lo público para validar desprotección y bienestar; y, por último, d. No ceder la vocería de la calle y la experiencia vivida de los cuerpos abyectos a los que ven a las personas LGBTIQ+ como meros objetos de estudio.

Precisamente Sylvia es recordada por liderar una de las discusiones que el movimiento STAR planteó al movimiento de liberación homosexual: la lucha que motiva la movilización no puede ser la inclusión en la sociedad heterosexual, sino la exigencia de una transformación del modelo de sociedad, pues de lo que se estaba siendo víctima no era de un acto de  expulsión de un círculo social, sino de una violencia sistemática producida por una realidad social que se negaba a la diversidad como acción de vida. Por eso el asimilasionismo no era la respuesta, pues no se trata de  disciplinar los cuerpos o de negar la forma de amar, sino  llamar  la atención enfáticamente de cómo esta realidad social, excluyente por naturaleza, se transforma para que  no quede nadie en las márgenes; nadie atrás.

Un asunto final para abordar son los lugares de ocurrencia de los estallidos sociales y por qué rutas se promueve la movilización. Tanto Stonewall, como Comtpon, eran territorios barriales olvidados por los Estados, donde la circulación, presencia y resistencia de los grupos poblacionales históricamente excluidos es alta. Desde allí se movilizaron y, desde allí, salieron rumbo a los lugares de toma de decisión, pasando por los grandes conglomerados, interrumpiendo el tráfico y llamando a puertas y ventanales para llamar a la solidaridad. Contrario a los espacios limpios e invisibles, donde circulan las marchas actuales, en los vacíos domingos que, no solo no interpelan a nadie, sino que  sus gritos son asimilados por edificios estatales vacíos que, al otro día cuando los habiten quienes deben defender derechos, ya estarán difuminados en el espacio y el tiempo.

Wilson Castañeda Castro

Director

Caribe Afirmativo