A 90 años de la masacre de las “bananeras”, Caribe Afirmativo invita a la región a renovar su compromiso, particularmente en las zonas rurales afectadas por la violencia; con la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.

Más allá de las especificidades históricas de la masacre de las bananeras -como el número de muertos-, su valor deviene del trágico simbolismo que encierra. Del ejército colombiano disparando contra sus ciudadanos para proteger las inversiones de la United Fruit Company, y de las plantaciones bananeras manchadas con la sangre de los trabajadores enérgicos, que antes que una revolución socialista, pedían el reconocimiento sobre el cual se asienta uno de los principios básicos del capitalismo: el intercambio remunerado de servicios. La risible paradoja, es que aún no escapamos de lo que pasó en el municipio de Ciénaga, y muchas veces nuestros estudiantes y trabajadores, son embestidos con toda la potencia de los órganos de seguridad del Estado que claman que su función es protegernos, cuando en la práctica nos resignan a la sumisión bajo el estruendoso ritmo de los cañones.

El General Cortés Vargas, quien ejecutó la masacre, dejó en la plaza del municipio de Ciénaga nueve cuerpos, que representaban la muerte de las nueve peticiones de los huelguistas. Los cuerpos se exhibieron públicamente, mostrando que el ejército ahora estaba al mando de la región y que el orden, con la muerte a su servicio, se impondría inmediatamente. Así se regó la sangre de muchos huelguistas más, a través de la vaga excusa del orden y de la terrible potencia de la pólvora. Sin embargo, en medio de la masacre, mientras un grupo de colombianos armados asesinaba a otro grupo de colombianos desarmados, se formaba de nuevo la cara de la valentía y la solidaridad, una cara poco conocida de esta historia. En la huida, los huelguistas, en su mayoría campesinos, se regaron por la región buscando refugio, y se encontraron en la tragedia con personas que no cedieron la solidaridad, aun cuando se evidenció la ferocidad del operativo del ejército que, si bien tuvo como epicentro de la estación de ferrocarriles de Ciénega, se expandía con furia arrasando la región.

Esta solidaridad, tan inexplorada como valiosa, entre campesinos, indígenas y jornaleros que se dieron refugio mientras la metralla y el fuego recorrían la Ciénaga es un simbolismo vigoroso. Tal vez lo que pasa es que la visión tradicional de la Masacre de las Bananeras, como uno de los puntos cumbres y de las mejores ilustraciones de la desidia con la que la clase política trataba a su propio pueblo, al tiempo que se plegaba frente al poder del gran vecino del norte, es tan disiente de nuestra tradición histórica y política que no nos permitía entrever que debajo de la muerte estaba presente la solidaridad y la resistencia. Una resistencia entre la diversidad y el mestizaje de nuestra población.

Por la coyuntura que nos ocupa, este simbolismo me resulta seductor. Lo que no significa que se deban olvidar las amargas lecciones del pasado, sino que, en el marco de una transición política, se abren espacios en donde los viejos símbolos empiezan a desplazarse, dando paso a nuevas interpretaciones de nuestro pasado. Una de las cuales, conmemorando los largos noventa años que nos separan del pánico que vivieron los huelguistas cuando los fusiles empezaron a tronar, es precisamente redescubrir la solidaridad como medio de resistencia en medio de la masacre.

Y es que resistir es también una constante de nuestra historia. Resistir a la violencia a través de la solidaridad, resistir a la barbarie a través de la hermandad, y resistir a la masacre a través de la humanidad, son constantes y deben perdurar. Incluso, me atrevería a decir, que son una de las enseñanzas más valiosas del largo conflicto que intentamos cerrar, mostrando que la población rural ha estado cercada por la violencia, y que, en los peores momentos, ha resistido a través de la solidaridad sin empuñar un arma sino a través de actos que demuestran una enorme valentía: como salvaguardar al herido o dar refugio al perseguido. Por eso mismo, es que es importante explorar la faceta que esconde la masacre, para demostrarnos una vez más que en uno de los hitos más importantes de nuestro imaginario político y cultural, descrito por Gabriel García Márquez “como el recuerdo más viejo” de nuestro pesado andar como colombianos, hay aún un espacio por explorar en donde brilla la fortaleza de un pueblo afligido.

Pensar en la Masacre de las bananeras desde la resistencia y no desde la opresión, por más extraño que parezca, es uno de esos pequeños pero significativos pasos que toca dar para,  como diría William Ospina, “se acabe la vaina”, para que la vieja Colombia no sea un lastre sino una profunda enseñanza de nuestros autismos y vicisitudes; y para que en la nueva Colombia, aquella que estamos edificando con el objetivo de que no esté absorta en los errores de nuestra historia, la solidaridad no se presente atada a la tragedia sino al bienestar.

Ahora, en vez de nueve cuerpos, hay nueve décadas. Nueve difíciles décadas que nos traen hasta acá, a este punto neurálgico de nuestra historia, en donde algunas veces seguimos debatiendo lo que ya la Masacre nos enseñó, que la opresión no se vence empuñando fusiles contra el opresor, sino que la máxima derrota que se le puede propinar es exponer sus pobres derroteros morales, desnudarlo en su vacía autoridad con actos tan altos de solidaridad, de amistad y de igualdad, que rompen con la amarga lógica la violencia.

Por todo esto, a los 90 años de la Masacre de las bananeras, Caribe Afirmativo, invita a un acto simbólico en Ciénaga para ratificar el compromiso de la región Caribe con la paz, y al siguiente evento: 90 años de las bananeras: conflictividad agraria y memoria, que tendrá la participación de Paola García Reyes, docente e investigadora de la Universidad del Norte, y Carlos Payares Gonzales, reconocido historiador y escritor.

Caribe Afirmativo