El control territorial y la presunción de imponer, a través de las armas, un nuevo proyecto político, fundado en una concepción limitada de moralidad en los años 70 y 80, hizo de las personas LGBTIQ+ en El Salvador, Guatemala y Colombia objeto de persecución por parte de los actores en disputa.
El conflicto armado colombiano, que por más de seis décadas venía poniendo en riesgo la vida de miles de ciudadanos y ciudadanas que estaban en medio de la disputa por el control territorial y en búsqueda de acceder al poder mediante las armas, manteniendo un relato de la revolución cubana y sandinista, tuvo un punto de inflexión en el acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC, conseguido en 2016, luego de más de tres años de negociación. Si bien no significó el fin de la guerra interna, logró desestructurar la guerrilla más poderosa del país y a su vez poner en funcionamiento un nuevo acuerdo de paz, que, a diferencia de los anteriores, articulaba un escenario de justicia transicional, con base en la verdad, justicia y reparación, antecedido por la Ley de Víctimas, que buscaba garantizar la no repetición. Todo esto, además, sellado por el primer acuerdo de paz en el mundo con un enfoque de género, que buscaba dar cuenta de las causas estructurales de dicho conflicto que hicieron más difícil la vida de las personas LGBTIQ+.
Este ejercicio no solo puso a Colombia en el radar de las buenas prácticas en materia de enfoque de género y paz, sino que nos permitió observar la experiencia de otras regiones que nos antecedieron en acuerdos de paz, y en ellos cuál fue el papel de las personas LGBTIQ+ y la identificación de las violencias de las que fueron objeto. Dictaduras en el cono sur (Argentina, Uruguay y Chile) y la presión armada de grupos insurgentes en Bolivia, Perú y Centroamérica, en las décadas de los 70, 80 y 90, sumaron a las ya difíciles y adversas condiciones para construir ciudadanía desde las disidencias sexuales y de género la persecución motivada por los prejuicios hacia su orientación sexual y de género. Veámoslo, por ejemplo, en los conflictos de El Salvador y Guatemala, que si bien fueron de menor duración, su avance no ha significado la pacificación de sus territorios. La implementación no consideró mejorar las condiciones de vida de las personas sexo-género diversas y, en la actualidad, presentan grandes retrocesos en materia de vida digna e integral para la materialización de sus derechos.
En El Salvador, en la década de los 80, las generaciones LGBTIQ+ que veían por las señales satelitales de los televisores y antenas radiales el avance de la diversidad sexual en el mundo no encontraban condiciones para hacerlo en su país debido a las presiones de la confrontación. La asociación AMATE LGBTI, que se ha dedicado a recopilar la memoria, da cuenta de cómo entre 1980 y 1992, tanto el FMLN (grupo alzado en armas) como la fuerza pública usaban a las personas homosexuales, o que lo parecían, para sus prácticas violentas, como si fueran “carne de cañón”: 1) se les atacaba porque solo su pertenencia a la diversidad sexual y de género les hacía sancionables; 2) se les usaba para las prácticas más denigrantes en sus filas, y 3) se les exigía heterosexualidad y roles definidos en torno a lo femenino y masculino como condición para respetar su existencia.
Dicha organización documentó una masacre realizada el 26 de junio de 1984 por el Batallón Bracamontes, en pleno centro de San Salvador, donde la mayoría de las víctimas eran mujeres trans y hombres gais que estaban en espacios de divertimento en la entonces conocida como la segunda avenida, dejando un saldo de más de seis personas asesinadas, todas con señales de tortura y más de diez desaparecidas. Antes de ello, también esa organización documentó una desaparición masiva ocurrida en lo que hoy es el centro comercial La Campana, sobre la Avenida Roosevelt en San Salvador, en la que desaparecieron entre 12 y 20 mujeres trans trabajadoras sexuales en 1980. Ambos casos, lejos de garantizar justicia, permanecen en la impunidad.
Estas violencias no solo fueron silenciadas en el acuerdo de paz, sino que, en el ejercicio de refundación del país, la ausencia de pensar en los enfoques diferenciales, el de reconocer que son sujetos de derechos que fueron afectados por la confrontación y de promover un pacto de, en adelante, solo abordar asuntos que generen consenso nacional, nominó a la diversidad sexual y de género como un motivo de no consenso y como amenaza a la integridad. Los voceros tanto del FMLN como del Estado en la negociación catalogaron la diversidad sexual y de género como una conducta que ponía en riesgo al país, y por ello no debía nombrarse ni activarse ninguna acción hacia ella, por el riesgo de perder cohesión social. Silenciaron con ello a las víctimas del conflicto armado, pues nunca se preguntaron quiénes eran, de qué acciones fueron víctimas y cómo podrían repararlas. Incluso instituciones como las iglesias contribuyeron al silencio, al olvido, y otras, como la Guardia Civil y la Policía, son presuntamente las mayores responsables por sus prejuicios hacia ellas.
Como iniciativa de la sociedad civil y para que no quedara en el olvido, en 2014 AMATE se dio a la tarea, a través de familias sociales y algunos lazos consanguíneos, de identificar víctimas y, con ellas, hechos victimizantes, con la dificultad de que muchas están olvidadas y que sus familias hasta las han borrado de sus recuerdos. La mayoría fueron afectadas por estar en el trabajo sexual, hacer uso del espacio público o por exigir libertad para vivir su proyecto de vida. En sus registros se han identificado asesinatos selectivos, violencia sexual, desplazamiento forzado, amenazas individuales y colectivas, y la tortura como práctica sistemática para “corregir” su sexualidad. Organizaciones han puesto denuncias ante el Estado y ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por la ausencia de respuesta oficial. Han promovido acciones de movilización y memoria, y han exigido abrir un capítulo de la verdad sobre este control territorial y corporal. Pero dicha demanda ha sido pormenorizada por el Estado, e incluso ha generado persecución a quienes la lideran, viéndose en la obligación de abandonar el país por retaliaciones a su trabajo de defensa de derechos humanos y contra la impunidad.
En el caso de Guatemala, los informes de memoria histórica, que fueron dirigidos por Monseñor Juan Gerardi, quien fue asesinado en 1988 por su férrea defensa de la construcción de paz, dan cuenta de más de 500 personas LGBTIQ+ víctimas del conflicto armado, de las cuales unas 156 fueron agredidas y violentadas por la Fuerza Pública durante el conflicto armado que se llevó a cabo en el país centroamericano entre 1960 y 1996. La motivación policial para promover la violencia estuvo matizada por la carga de inmoralidad con la que socialmente se denominaba, pese a que en su código penal no era de consideración la homosexualidad como delito. Sin embargo, en sus prácticas lo consideraban incluso como agravante. Una investigación del AHPN, llamada “La criminalización de la población LGBTI en los registros policiales 1960-1990”, demostró que la extinta Policía Nacional (que se transformó tras la firma de la paz en 1996) persiguió de manera sistemática a la población LGBTI por el simple hecho de serlo. Por el lado de los grupos guerrilleros, el trato despectivo hacia las personas disidentes sexuales, que llamaban “huecos”, y la práctica de la violencia sexual para corregir su desviación, por creerles usurpadores de una identidad que no les pertenecía, como en el caso de las mujeres trans, dejó una estela sistemática de torturas, acoso, desplazamiento, desapariciones y asesinatos.
Relación con uso y comercio de sustancias de uso ilícito, sanción por inmoralidad y ridiculización pública fueron acciones contra personas LGBTIQ+ que en el marco del conflicto armado guatemalteco practicaron tanto miembros de la Fuerza Pública como guerrilleros. La criminalización de personas por razones de género y orientación sexual se dio dentro del marco de represión y conflicto armado, y eso significa que podría haber más actores involucrados en la persecución hacia homosexuales y lesbianas. Los operativos se realizaban en bares, cines y otros puntos de encuentro de la comunidad LGBTIQ+, muchas veces donde había policías encubiertos vestidos de civil, y en otras ocasiones las capturas se realizaban por denuncias de personas que se quejaban de los homosexuales.
En un ejercicio de memoria, acompañado por la cooperación internacional, se construyó en Ciudad de Guatemala el Archivo Histórico de la Policía Nacional. Entre los documentos de la PN está el ‘Álbum Fotográfico de Delincuentes’, un compendio de 38 libros que resguardan unas 80,000 fotografías de personas que fueron detenidas o fichadas por la Policía. A partir de ahí surgieron los indicios para dar con los casos de persecución hacia LGBTIQ+. En cada libro aparecen las fotos de las personas detenidas, su nombre, fecha de detención y el supuesto motivo de su captura. En el pie de varias fotos aparecen comentarios con implicaciones políticas y de identidad, como ‘subversiva’, ‘guerrillera’, ‘travesti’, ‘homosexual’ o ‘delincuente común’, junto a los términos relacionados con la homosexualidad que se utilizaban en Guatemala en ese entonces, como “sidosa” o “pasiva”.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo