12 de diciembre de 2021. El 10 de diciembre, los países mencionan su compromiso con los derechos humanos, por disposición de la Organización de Naciones Unidas. Desde el siglo pasado, esta fecha ha servido para que las organizaciones de la sociedad civil llamen la atención sobre el déficit en la garantía de derechos. Con el correr del tiempo, las prácticas capitalistas han convertido a los derechos en servicios a los que se puede acceder como privilegios y no como asuntos connaturales a la vida, lejos de que haya un avance en su garantía.
De otro lado, los Estados, que han aprendido a posar de políticamente correctos, aprovechan esta fecha para realizar actos públicos y mostrar informes de resultados, que lastimosamente no reflejan la realidad: que los seres humanos no tenemos derechos; que la igualdad, la justicia social y la felicidad cada vez son más esquivas.
Esta realidad es preocupante, pues es la responsable de la deshumanización de la sociedad. Fechas como hoy cobran vigencia para seguir resistiendo e insistiendo en la urgencia de construir un mundo a partir de los derechos. Además, hay que tener en cuenta una situación muy delicada: la creencia naturalizada y posesionada en la sociedad de que no todos los humanos tienen derechos (o los mismos derechos). Se clasifican a las personas en categorías que hacen posible la exclusión, la discriminación y la invisibilización. Esto, a la postre, genera la existencia de prejuicios que validan la violencia. Las personas migrantes, indígenas, habitantes de calle, LGBTI, personas viviendo con VIH son sobre quienes recae esta categorización, padeciendo limitaciones para acceder a recursos, formas de pensar y creencias que agudizan su vulnerabilidad.
La resistencia, el empoderamiento y la exigencia de parar el borramiento de las vidas de estos grupos poblacionales, que sufren cotidianamente el desprecio social, pone de presente las violencias que ellos padecen. Pero, además, ante la sociedad que ignora sus reclamos, estas personas se han convertido en defensoras de derechos humanos, hechas a pulso, buscando: (i) con ellas mismas, ganarse un espacio para sortear las adversidades y promover su liderazgo; (ii) con sus pares para que no naturalicen la violencia; (iii) con las organizaciones defensoras para que entiendan que lo nuestro son derechos humanos; (iv) con el Estado para que no siga siendo el perpetrador de la violencia por su moralismo deshumanizante; y (v) con los actores del conflicto para que dejen de “usar” sus vidas frágiles como botín de guerra. Esta lucha se explica en cuanto incluso algunas personas y organizaciones tradicionalmente defensoras de DDHH consideran que, por las formas creativas y genuinas de manifestación y de solicitud, los reclamos de estos grupos no están en el estatus de las expresiones tradicionales, patriarcales que han caracterizado durante 50 años la defensa de derechos humanos en Colombia -con excepción de la agenda de las mujeres-.
En el caso de las personas LGBTI, particularmente de las personas trans (que son quienes reciben de manera más desproporcional los impactos de la violencia prejuiciosa), son muchas las discusiones y los debates inoportunos de defensores y organizaciones que consideran de poca monta las acciones performativas y de resistencia con las que exigen sus derechos. Esta actitud pone a estas personas y organizaciones del lado incorrecto de la historia, pues no le dan la misma importancia a los ataques que las personas trans reciben que al resto de las personas que se manifiesta desde la heteronormatividad y las formas marxistas leninistas de resistencia. Así mismo, esta actitud encuentra motivos explicativos a la violencia cotidiana, restándole gravedad, tratando de desmarcar los hechos victimizantes del liderazgo social y, sobre todo, de un ejercicio de defensa de derechos. Este es el escenario ideal para un Estado al que no le importan las vidas de las personas LGBTI y mucho menos las de las trans porque “sus cuerpos les estorban” y sus exigencias las consideran superfluas.
La vida de Christina es quizás la expresión mas tangible de esta realidad. Ella, una mujer trans, samaria, trabajadora sexual que desde hace años decidió —con mucha valentía y a pesar de la adversidad— proponerse un espacio en su ciudad natal, desde el trabajo sexual, como lugar legitimo contrario a la práctica de reunir recursos para migrar al interior y/o irse fuera del país. Christina promovía espacios seguros para sus compañeras trans, integrando a las migrantes y refugiadas. Su lucha se caracterizó por exigir garantías de vida plena a las autoridades de su ciudad para todas las personas trans.
Esta lucha le llevo a fuertes enfrentamientos con la policía, que entre 2019 y 2020 la detuvo más de ocho veces, sin justificación. Fue sometida a tratos crueles, inhumanos y degradantes. Vivió la presión de los actores paramilitares, que controlan los espacios urbanos de las ciudades del caribe, siendo declarada en dos panfletos de 2020 y 2021 objeto militar.
En diciembre de 2020, ante las amenazas que sufría Christina y las denuncias de la población civil, tuvo lugar una reunión de seguridad. Allí, la Defensoría del Pueblo, en alerta temprana, determinó que Christina estaba en alto riesgo y se notificó a la Fiscalía General de la Nación y a la Unidad Nacional de Protección, para que le brindase seguridad.
El resultado, a pesar de su resistencia, fue entregar a la Policía Metropolitana de Santa Marta su seguridad, en el pasado de mes de agosto. La misma institución que ella había denunciado por actos transfóbicos. Desde el primer día, Christina señaló que sentía que el tener una protección policial la ponía en mayor riesgo y que ellos mismos tenían expresiones y acciones prejuiciosas, quejas que fueron de conocimiento del comandante Distrital, pero que fueron desestimadas.
Las amenazas y llamadas intimidatorias de personas que se hacían pasar por Autodefensas Gaitanistas seguían siendo cotidianas. Como si fuera poco, Christina y otras mujeres trans (creadoras de la Fundación Calidad Humana) estaban en una situación de altísima pobreza, precariedad, muchas en habitabilidad de calle, causada por la crisis de la pandemia por COVID-19. Esta situación de vulnerabilidad hacía que, incluso en los días de confinamiento, ante la ausencia de ayudas de las autoridades se viesen obligadas a exponerse para conseguir algo que comer.
El pasado 7 de diciembre, a dos días de resaltar a las personas defensoras de derechos humanos y a tres del día universal de los DDHH, cuando en Colombia se daba inicio con mucha alegría a las navidades, tres personas trans fueron asesinadas. Una de ellas era Christina. Asesinada en su barrio, a unos metros de su casa, luego de que los escoltas policiales la abandonaran. Tenían a Christina bajo su protección y la abandonaron, y la mataron. Estaban advertidos y no protegieron su muerte.
Fui testigo de que, a pesar de las adversidades, Christina diariamente acudía a la Fiscalía, a la Defensoría, a los Consejos de Seguridad a exponer esta situación: a pedir justicia, a exigir seguridad. Pero no lo logró. Es muy triste escribir estas líneas lamentando su muerte. Es muy frustrante tener que confirmar que al Estado no le importan las vidas de las personas trans, que su liderazgo ha aumentado el riesgo y de nuestras vidas corren peligro.
Si la labor de Christina no es exigir derechos humanos y si una dedicación tan generosa, como la de Christina, que le costó la vida, no es defender derechos, es que hoy luego de mas de 60 años de la declaración universal de los DDHH estos están deshumanizados y quienes trabajan por ellos son solo notarios de prácticas de muerte.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo