Crece en nuestros países una forma de hacer política populista: convertir a los grupos poblacionales que hoy reclaman igualdad de derechos en el nuevo enemigo interno, tildando como peligrosas sus demandas y proponiendo su borramiento como un ejercicio político.

En días recientes, en Colombia, con ocasión de la discusión del proyecto de ley 270: Inconvertibles, para prevenir la tortura contra personas en la sociedad por su orientación sexual, identidad o expresión de género, se realizó en el Senado de la República una audiencia pública. En el recinto de la democracia destiló la política del odio, con un discurso enquistado en llamar a las personas LGBTIQ+ “enfermos”, “pervertidos”, “amenaza para la sociedad”, basado en estudios falsos, estadísticas erróneas, información inventada y conceptos sin validez científica. Pontificaron, esta vez desde la democracia, que las personas sexo-género diversas no deben existir, que si lo hacen debe ser de forma vergonzante, y que la política, la que creíamos que era la búsqueda del bien común, estaba haciendo pública su campaña de decretar, vía censura legislativa, que las personas LGBTIQ+ no son dignas de ciudadanía plena, son el nuevo enemigo interno de Colombia. Nuestros líderes políticos, elegidos para consolidar la igualdad, se dedicarán a perseguir a las personas sexo-género diversas. Este discurso, además, se amplificó en medios de comunicación y redes sociales, en voces de liderazgos caracterizados por promover acciones anti-derechos, anti-género, anti-trans, usando de forma equívoca y desafortunada la fe, el sentimiento por la familia y el bienestar mayor de los niños y las niñas.

El odio es un sentimiento propio de los seres humanos, que, como un sentimiento negativo o de contrariedad, nos ha acompañado en el desarrollo de la especie. La novedad en la actualidad es que esta expresión dejó de ser un asunto de lo privado para trasladarse a lo público y dejó de ser asumida como una conducta vergonzante que limita la interacción social, y pasó a ser un mecanismo para liderar acciones políticas en la sociedad. Lejos de su individualidad, el odio es hoy motor que impulsa sectores sociales y políticos para materializar en decisiones, leyes y prácticas el desprecio a la otredad como norma de vida. La combinación de este en términos verbales, tanto en el singular como en el plural, incentiva y posiciona este como directriz política, poniendo en riesgo la dignidad humana y reduciendo los niveles de humanidad. Los discursos de odio han precedido los grandes conflictos en el mundo; el holocausto en Europa, la violencia étnica en Sudán y Myanmar, y el conflicto armado colombiano son muestra de ello.

Cuando el odio transita de lo privado a lo público hace de este un medio de expresión, y dicha expresión o vehículo de comunicación, que puesto en escena se convierte en una práctica nociva para la sociedad. Lo que se dice, tanto en lo verbal como en lo simbólico, se posiciona como “discursos de odio”. Este se distingue porque tiene como mayor propósito validar la discriminación con violencia, motivada por lo que el otro significa o lo que el otro propone, que es asumido como “dañino”, convirtiéndole en enemigo. Bajo este estatus, se lastima la integridad física y su dignidad tanto en lo inminente como en lo fáctico. Dicho discurso, además, al descomponerse, deja entrever que está compuesto por tres acciones: 1) las causas, que suelen ser irracionales y prejuiciosas; 2) sus efectos, que suelen ser estructurales y dañinos, tanto individuales como colectivos; 3) se da en un contexto que por sus imaginarios y estigmas valida y naturaliza sus efectos; 4) alcance directo e indirecto, a la persona afectada y su entorno, al igual que sus repercusiones en el tiempo; 5) la intención deliberada de quien lo dice, que bien busca eliminar el objeto de su discurso o reducirlo a la invisibilidad; 6) las víctimas suelen ser los grupos históricamente excluidos; y 7) bajo el falso engaño de libertad de expresión se usan los insultos para aniquilar a los contrarios.

El efecto de estos discursos en quienes los reciben suele ser el miedo, que, como expresión personal, reduce las expectativas de realización, limita los espacios para habitar y valida, incluso en la misma víctima, los efectos recibidos, bajo la pretensión de que su vida no puede ser vivida. Los tomadores de decisiones, que suelen ser los que enarbolan dichos discursos, regulan desde la represión el acceso a derechos y las libertades y, bajo la falsa imagen del bien común, hacen de la diversidad el enemigo interno y minan los anhelos de reconocimiento de sus proyectos de vida. El miedo como conducta social suele ser el resultado del odio como política y avizora un proyecto social de ausencia de diversidad, de imposición de estilos de vida y de control y censura. En materia de las agendas de la diversidad sexual y de género, conforme a que los grupos poblacionales LGBTIQ+ han venido avanzando en materia de acceso a derechos, la indiferencia de quienes han negado su humanidad se tradujo en resistencia a su reconocimiento pleno, y dicha resistencia va en crecimiento en la medida en que la sociedad es consciente de que la exclusión y el rechazo a la diversidad es una expresión inhumana. Por esta misma razón, en un momento donde los avances legislativos, las políticas públicas y los procesos educativos buscan dejar atrás la discriminación, se activan en el mundo las políticas del odio como mecanismo para poner atrás la igualdad, y esto se da de varias maneras:

Gobernanza excluyente, cuestionando la igualdad como derecho: lejos del propósito liberal de considerar que la dignidad humana es la base de la igualdad como derecho, las políticas de odio promueven una visión de la sociedad de desiguales como principio natural, validando que hay ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría, y que es plausible el trato diferencial en términos negativos, como acciones de privatización que hacen de los derechos privilegios y de segregación que no validan la integración como valor social. Dichas formas de sociedad no solo no combaten la pobreza o la inequidad, sino que la recrean, pues la necesitan para sus narrativas sociales y, con cada acción adelantada, profundizan la inequidad, limitando el acceso a recursos y servicios.

Promoviendo en términos normativos imaginarios de “enemigo interno”: la estructura de nuestros Estados, que bajo el principio de soberanía fortalecen su dependencia y sentido de pertenencia a un proyecto político contra un enemigo que lo pone en jaque, ha hecho que la modernidad, ante la ausencia de actores armados y la convivencia que estos tienen con los mismos Estados, se desdibuje como los enemigos que hay que “atacar”. Pero dan cabida a que el Estado cree otros enemigos, esta vez internos, y les hacen causa de todos los males y responsables de todas las desgracias. Este lugar en los últimos años lo vienen ocupando los grupos históricamente excluidos, que pasaron de la invisibilidad a hacerlos responsables de los males sociales y, por ende, a ponerlos en el escarnio público, para que el fervor social, con su repudio, les dé estatus de enemigo que hay que reducir, atacar o eliminar.

Noticias falsas y contenidos que justifican la exclusión: las redes sociales, los medios de comunicación y los altos niveles de incidencia de influencers son usados por quienes lideran las políticas de odio, para posicionar mensajes falsos, fatalistas y con argumentos equívocos, que crean realidades ficticias que confirman el desprecio que quieren posicionar, apelando a estados emocionales, experiencias de fe y prácticas culturales, que son asuntos de cohesión social, para tratar de construir la narrativa de que eso es lo que pone en jaque la diversidad. Así, por ejemplo, consignas como “amenaza para las familias”, “obligar a cambiar de género”, “entorpecer la educación” o “homosexualizar a las infancias”, argumentos todos sin fundamento, son los que utilizan para validar su populismo político desde el desprecio.

Presentando a las víctimas como responsables de los males de la sociedad: ese traspaso a las poblaciones históricamente excluidas, como el caso de las personas LGBTIQ+, de ser los enemigos internos ha generado que con el correr del tiempo se creen instituciones, campañas y liderazgos anti LGBTIQ+ que actúan de tres maneras: a) promoviendo entre las mismas personas sexo-género diversas acciones de tortura, como las mal llamadas “terapias de conversión”, buscando que cambien su vida; b) con las familias y los centros educativos promoviendo un discurso de odio para que las instituciones formen en el desprecio a las personas por su diversidad sexual y de género; y c) promoviendo decisiones políticas que echen para atrás derechos adquiridos o promuevan nuevas políticas que obstaculicen la vida digna de las personas sexo-género diversas.

Despojando su ciudadanía plena para congraciarse con sectores anti-derechos: lejos de la vergüenza que en otrora producía para un político tener un discurso de odio, hoy parece ser motivo de popularidad. Así, en campaña política, en litigio o en las decisiones cotidianas, aliados con instituciones antiderechos, muestran como logros echar atrás derechos LGBTIQ+, los proponen como un salvavidas a la moral familiar y al bienestar social. Que haya asesinatos, amenazas y violencias cotidianas contra personas en la sociedad por su diversidad sexual y de género no motiva su solidaridad y rechazo, sino que, por el contrario, siendo indiferentes con el sufrimiento, las usan para remarcar que son quienes provocan esa violencia por ser quienes son y que finalmente vale condenarles y eliminar el problema de raíz que está dado en las motivaciones del victimario y no en el proyecto de vida de la víctima.

Además, las formas de las políticas de odio se destacan por: a) instalarse en la extrema derecha la mayoría, pero otro porcentaje preocupante en la extrema izquierda; b) jalonar con campañas coordinadas desde grandes bodegas con poder de persuasión; c) lideradas por jóvenes o personas con gran capacidad mediática; d) exitosas por ser innovadoras, pues lejos de estar acompañadas de discursos decimonónicos, son frescas y engañosamente tecnológicas; e) facilidad para infiltrar los mismos grupos poblacionales, ocasionando que haya sectores de un mismo grupo poblacional que ataque al otro, por su mayor nivel de visibilidad o control; f) promovida como una política positiva, pues si bien crea limitaciones, apunta a lo que ellos llaman bien mayor, que es la familia y la sociedad, como si ellos no fueran familia o no hiciesen parte de la sociedad; g) lo hacen desde el discurso afectivo y emotivo, llegando así a miles de personas, que desde los sentimientos validan el rechazo, así este sea irracional; y h) usar lo privado, las prácticas íntimas, familiares o exclusivas de las personas víctimas para exponerlas y hacerles más vulnerables.

Necesitamos que el proyecto “Inconvertibles” sea ley, porque no es decente de una sociedad que promueva la tortura contra su ciudadanía; nos urge develar el oportunismo político de un grupo de líderes que ha hecho del odio su proyecto de país y que están copando espacios de poder. Requerimos una educación asertiva que entregue herramientas de análisis a la ciudadanía para que no sea engañada por falsa información, unos medios de comunicación y unas políticas del manejo de la información que no hagan de la mentira y el engaño cotidianidad, y una cultura ciudadana empática con la diversidad y no violenta, que nos conduzca a una sociedad donde las personas LGBTIQ+ tengan opciones reales de construir un proyecto de vida digna. Que nos gobierne la política del odio, luego de la política de la indiferencia, es decir, pasar de ignorar la diversidad a perseguirla, no solo es contraproducente para la democracia que tiene como consigna el bien común, sino que es el camino más efectivo para deshumanizar la sociedad y validar la violencia como mecanismo de vida.

Hoy la lucha es contra el odio, lo que hay que desterrar es el miedo.

Wilson Castañeda Castro  

Director  

Caribe Afirmativo