La experiencia de fe y las prácticas espirituales se han convertido en el soporte para muchas personas LGBTIQ+ en su vida cotidiana.
Se ha naturalizado como asunto cotidiano que hay una profunda distancia entre la espiritualidad y la vida de las personas LGBTIQ+; esto, motivado, de un lado, por la falsa creencia de que las personas sexo-género diversas estamos alejadas de las experiencias de fe, o que es incompatible asumir nuestro proyecto de vida y tener una dimensión espiritual. De otro lado, también existe esta distancia porque las instituciones que lideran los espacios de congregación —como las iglesias— en sus autoridades han permanecido las personas más acérrimas y enemigas de reconocer nuestros derechos. Por ello, haciendo uso de su poder congregacional, expresan públicamente, en “nombre de la fe”, un señalamiento que se equipara a la expulsión de los procesos rituales. Excomuniones, pronunciamientos públicos, sanciones morales y lobby contra nuestros derechos, han sido las banderas de estos jerarcas que, a la hora de presentarlas, lo hacen a nombre de una expresión religiosa que no les pertenece o involucran ciegamente a sus seguidores, haciendo de la diversidad sexual y de género el enemigo interno al que hay que combatir.
La experiencia de fe, entendida como los sentimientos de confianza y esperanza en motivaciones supranaturales que pueden conducir el bienestar de cada persona, junto a la espiritualidad, que son los rituales, creencias y formas de encuentro entre el ser con su interior y exterior, son acciones propias de todos los seres humanos, que les es suya y no puede ser arrebatada por ninguna acción autoritaria. Tampoco cabe pensar que hay unos parámetros para considerar que hay ciertas personas que, por su origen étnico, orientación sexual y/o expresión de género no les asista tener una vida espiritual, pues, lejos de ser un proceso doctrinal o impuesto, es, en términos de San Agustín, “la voluntad genuina que nace del corazón humano de buscar una experiencia trascendente que le dé sentido a su vida”. Ahora, esta experiencia demanda una relación con otras personas para compartir la experiencia de fe, y es cuando aparecen las expresiones religiosas, que es un ejercicio asambleario de juntar varias experiencias de fe bajo una identidad en los principios y las motivaciones que ha dado origen a lo que conocemos como iglesias; todas presentadas como las auténticas, las reveladas, las que mejor administran la experiencia de fe y, en suma, las que terminan imponiéndose como mediadoras entre la superioridad y las personas para poder tener una vida de fe.
Estas instituciones se fueron consolidando con tres factores característicos: primero, una estructura jerárquica que, rápidamente, rompió la circularidad para imponer una figura jerárquica, que casi siempre es patriarcal, capitalista y blanca y que determina lo que está bien o mal. En segundo lugar, un cuerpo doctrinal impuesto por un grupo reducido que determina, según su criterio, lo que está bien y lo que está mal, asumiendo lo que considera que está bien como lo que debe imponerse, bajo el concepto de vida buena, y por su parte, lo que consideran que está mal, lo asumen como pecaminoso, que debe evitarse. En tercer lugar, creando unas líneas divisorias entre la experiencia de fe y las personas, haciéndoles entender que la espiritualidad no es espontánea, sino impuesta y que, si no se cumplen con ciertos requisitos, sus rituales, súplicas o rezos no serán escuchados. Por este escenario transitaron las experiencias asamblearias judías y cristianas, que las llevaron de la experiencia solidaria, fraternal y acogedora de sus inicios, donde la visión amorosa de la espiritualidad era el eje de la vida d fe en asamblea, a crear credos, doctrinas, catecismos, dogmas y limitaciones con la pretensión de que esa acción tan natural como respirar o vivir —que es la dimensión religiosa— se convertía en un asunto para un grupo de personas selectas, que no solo se presentan como las buenas y las otras son malas, sino las censoras para saber que está bien o que está mal en esa dimensión de trascendencia.
Uno de los lugares más comunes donde estos líderes religiosos han tratado de despreciar la experiencia de fe es en la vida de las personas LGBTIQ+, y es por eso que muchos estados que hoy no avanzan en materia de derecho aducen que lo hacen porque están basados en principios teocráticos. Del mismo modo, muchas de estas iglesias invierten dinero, estrategias y lobby en buscar una negación estructural de los proyectos de vida de las personas sexo-genero diversas en prácticas que, en los años 70, se conocieron con los castigos físicos públicos ejemplarizantes; en los 80 y 90 con la negación de la afectación del VIH/SIDA, oponiéndose al uso del condón como método de salud pública, liderando marchas y jornadas de oración iniciando. Del mismo modo, en la década del 2000, estuvieron en contra el matrimonio homoparental y los derechos ciudadanos y, actualmente, lideran grupos de odio que, enquistados en prácticas políticas, ofrecen las mal llamadas terapias de conversión, o lideran acciones legislativas para criminalizar la homosexualidad, como pasó recientemente en Uganda.
Todo esto ha consolidado el imaginario de que hay un abismo entre la espiritualidad y la diversidad sexual y de género; nada más alejado de esa realidad, pues a muchas de las personas LGBTIQ+, como al resto de las personas, las asiste un soporte espiritual en sus vida que no sólo da razón de ser a su cotidianidad, sino que, en muchas ocasiones, otorga la fuerza para su empoderamiento social y político. Basta leer las historias de resistencia de las personas sexo-género diversas afectadas por el conflicto armado que hoy están en el informe de la Comisión de la Verdad de Colombia, también las historias de personas que huyen de sus países por la violencia y la manera en la que sienten y confían en que una fuerza sobrenaturales les protege. Del mismo modo, la confianza de las personas trans y no binarias en la posibilidad de un mundo que no determinen, desde los esencialismo el género de las personas, para encontrar un caudal de fe; una confianza infinita en seres superiores, fuerzas externas, la armonía de la naturaleza y un sinnúmero de acciones con expresión de fe, esperanza y amor que les da la convicción de que su vida será posible vivirla.
Por eso, expresiones que parecen tímidas, como la del Papa Francisco en días recientes llamando a sus colegas en el sacerdocio a proteger la vida de las personas LGBTIQ+ y a dignificarla, no son un grito al vacío, sino el resultado de miles de creyentes de esta iglesia que se niegan a renunciar a su experiencia asamblearia para materializar su vida de fe, pero que tampoco quieren cargar con la condena moral de sentirse odiados por un ser superior en el que han puesto su confianza y lo ven como un dios de amor, ni quieren verse rechazados o invisibilizados en su vida de comunidad como por su forma de amar. Y es que son decenas los grupos de creyentes en las iglesias judías, cristianas —tanto católicas, como protestantes— y de forma más tímida en las expresiones budistas y naturalistas y ojalá pronto musulmanas, que hoy conforman grupos de fe para orar, compartir la revelación y leer los textos sagrados desde su vida espiritual y que, lejos de construir un rechazo a su vida misma o proclamar la insostenible castidad que les pide el Papa, buscan sustentos espirituales, morales y doctrinales a su vida desde la diversidad sexual y de género que, seguramente, nos permitirán ver pronto cambios grandes para que las iglesias y espacios asamblearios sean lugares seguros para las personas LGBTIQ+.
No es casualidad que muchas personas que estamos hoy en el activismo, años atrás fuésemos miembros de iglesias muy comprometidos; que muchos pasaran por monasterios, conventos, seminarios; hayan estudiado teología y fuesen grandes líderes parroquiales y de culto. No es azar que muchas mujeres trans sean artífice de muchos espacios de fe desde las prácticas de oración colectiva, hasta la disposición externa de los lugares de oración; y es más que claro que la vida espiritual de lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersex es un valor tan intrínseco como vivir, y que hablar hoy de derechos para las personas LGBTIQ+ debe incluir el hecho de poder vivir una experiencia de fe sin recriminaciones, poder congregarse sin ser excluidas y poder sentir que no existe nadie en el mundo y mucho menos diosas o dioses que fundamentan una relación de fe en el odio o el desprecio por vivir la vida como se sienten más felices.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo