Las movilizaciones sociales y acciones colectivas del orgullo, que tienen en la celebración como acción política su máxima expresión, no pueden ahogar su principal cometido: denunciar la injusticia social y exigir el fin de la opresión hacia la diversidad sexual y de género, que se alimenta de acciones patriarcales, machistas y sexistas y que nos obliga al binarismo de la cotidianidad.
Estos días del Orgullo, que tienen un rostro más gay que lésbico-trans, más celebrativo que reivindicativo y más de las imágenes que de las transformaciones estructurales, nos deben convocar a una reflexión más crítica de esto que llamamos el mundo LGBTIQ+ que, mágicamente, llena todos los espacios con la bandera arcoíris y donde todos quieren mostrarse “gay-friendly”, pero donde pocas cosas cambian. Es decir, la vida de las personas sexo-género diversas no se dignifican y la cosificación de los asuntos de diversidad sexual y de género se ponen al servicio de los medios de comunicación, de los políticos de turno, las empresas neoliberales y un sin número de actores que se toman la foto por estos días pero, el resto del año, no asumen un compromiso con la igualdad y la justicia social.
Este mediatismo de los asuntos de diversidad sexual y de género nos ha llevado rápidamente de la invisibilidad de los sujetos LGBTIQ+, al uso irresponsable y desmedido de sus vidas, desde la explotación capitalista, hasta la indiferencia ante las verdaderas realidades que atraviesan las vidas de las personas sexo-género diversas: pobreza, desempleo, racismo, discriminación, precarización y límites al desarrollo de la libertad. Celebrar que tantas marchas, tontos actos y tantas acciones se asuman en estos días por el Orgullo es sensato, pero no podemos permitir que se vuelva en un uso temporal que no contenga compromisos reales para la transformación social. Estos días volveremos a las calles con alegría, colores y banderas pero, ademas de vernos, escuchen nuestras consignas denunciando un Estado homofóbico y transfóbico, así como una sociedad cómplice de la violencia. Es necesario que también sientan en su piel nuestra respiración reclamando libertad y caminen con nosotras por la senda que nos permita transitar del mundo del uso de las luchas para convertirlas en banalidades mediáticas, al de hacer realidad la justicia social.
Por supuesto el “Orgullo” y los motivos de celebrar desde la resistencia hoy siguen vigentes, pero no podemos olvidar que nuestra celebraciones es reivindicativa y revolucionaria. Es eso precisamente lo que nos hemos negado a leer en la realidad de Stonewall: 1. No fue un desfile, fue una marcha para resistir a la violencia policía; 2. No fue un acto cultural liderado por hombres gais que hablan desde el privilegio de la masculinidad, fue un acto político de mujeres trans afroamericanas y migrantes, cuestionando los parámetros binarios de la sociedad; 2. No fue una exposición de los cuerpos para ser coartados por el capitalismo, sino una exigencia legítima para que los cuerpos diversos y libres pudiesen ser libres en los espacios públicos sin censuras morales. En suma no es un “pride”, con la carga impostora que de pronunciar este extranjerismo genera; es más una práctica de movilizarnos para luchar y luchar para resistir, algo que nos atraviesa y que nos junta en colectivo para exigir a la sociedad poner fin a su indiferencia y a los Estados a transformar la realidad.
Esta movilización, que en contextos como el colombiano, atravesado por el conflicto armado, no solo tiene el reto de dar cuentas de los daños diferenciales y desproporcionales de los actores de la guerra hacia las personas LGBTIQ+ por su afán del control territorial y moral desde el disciplinamiento de los cuerpos, sino de desafiar a unas estructuras violentas que han condenado a la naturalidad el desprecio hacia las personas cuando apuestan a proyectos de vida fundados en el reconocimiento de la diversidad sexual y de género. Esta misma, en movilizaciones en lugares tan conflictivos, como los Montes de María, Tumaco, Chaparral, Tolima o sectores con alto control ilegal como la 1 de mayo, en Bogotá, o la Zona de los Puentes, en Medellín, quiere exorcizar fronteras imaginarias que han puesto en este país a la exigilibidad de derechos en estas marchas de junio.
Los lugares en disputas y las fronteras imaginarias y reales han afectado estructuralmente a las mujeres y a los grupos históricamente excluida. Ahí la paz solo será posible si se traduce en sociedades justas y se garantiza la igualdad para el desarrollo sostenible, pero los procesos que siguen siendo patriarcales, que no han garantizado una participación justa y equilibrada y que no han logrado transformar las estructuras opresoras, amenazan con que el posicionamiento de agendas no venga acompañado por el cambio de realidades. A pesar que cada día se hable más del orgullo LGBTIQ+, se mantienen en la cotidianidad las acciones de desprecio a las personas sexo-género diversas. Esto hace un llamado a dejar la política inmediatista con la que se ha abordado esta fecha y pensar cambios a largo plazo en su realización, que nos permitan medir el éxito no en número de marchantes o de “estrellas” usando nuestros símbolos, sino en acciones implementadas para transformar las raíces de la desigualdad; acciones que se logran tanto con el cambio de las estructuras, como con la implementación de prácticas más horizontales. Ahí la interseccionalidad pone de manifiesto las múltiples formas de discriminación, donde las personas afectadas pasen de ser víctimas pasivas a actoras y agentes de cambio.
Son quizás las mujeres y las personas LGBTIQ+ —el primer “otro”— quienes en sus cuerpos experimentan, en el marco de las confrontaciones, las prácticas más crueles de violencia y los efectos más desproporcionados de los discursos de odio, motivadas por el desprecio sistemático que el patriarcado y el machismo han generado contra el género femenino y cualquier expresión que ponga en jaque la masculinidad hegemónica. Esto les conduce a llevar unas vidas precarias que, en contextos de guerra o crisis democráticas, se agudizan. Por ello, al pensar en superar un conflicto o consolidar una democracia es importante garantizar una relación estrecha entre paz y cohesión social, y allí la teoría feminista como acción política es, si se quiere, la ruta más expedita, pues está diseñada para dar cuentas de las raíces de la opresión y exige desmontar cualquier acción que traiga —explícita o implicitamente— el desprecio a la diversidad o a quien cuestiona las acciones de opresión. Ahora, el feminismo, que ha sido una construcción teórica y una acción política y colectiva creada por las mujeres para poner fin a dicha opresión, da respuesta a esta multiplicad de desprecios que va de la vida de las mujeres a las de los grupos poblacionales marginalizados. En todos los casos tiene como sujetos centrales a las mujeres por ser las más vulnerables de estos procesos de dominación.
El feminismo como teoría política para un movimiento LGBTIQ+ en medio de un proceso de construcción de paz debe ser participativa, pacifista e interseccional, que tenga una visión integral con el medio ambiente, promueva espacios de seguridad integral, que cuestione internamente la prevalencia de los discursos masculinos y las prácticas hegemónicas y que denuncie externamente las acciones que promueven la exclusión. La discusión de país que las mujeres han liderado con relación a la Ley 1325 (mujeres paz y seguridad) y en las que participan las mujeres lesbianas, bisexuales y trans, han dejado constancia de que el feminismo como escenario crítico exige de los Estados en procesos de pacificación que debe asumirlos desde las realidades territoriales y las acciones particulares de cada sector poblacional que trascienda las medidas concretas y persigan cambios estructurales en lo básico, como trasformar las prácticas económicas, atender la urgencia de la justicia climática, declararse antirracista y rechazar lo dañino del colonialismo. Darle el valor central a la cultura, fortalecer los escenarios de garantía de derechos humanos y que sume todo lo que garantice igualdad pue, si hay igualdad en la sociedad, hay paz y seguridad, y se garantizan la ausencia de estructuras que marginalizan.
El feminismo cambia estructuras. Pensar el feminismo desde la dignidad obliga a poner fin a cualquier práctica de discriminación y operar los cambios en la cultura que los derechos demandan. Esto convoca a una comunicación asertiva donde el valor humano sea el hilo conductor de las acciones sociales los cambios que presiona no son externos, deben ser estructurales, toca ir a las raíces de la discriminación, pues solo así lograremos superar el continúm de violencia que tienen que afrontar a diario las personas LGBTIQ+. Ojalá nuestras marchas estén más impregnadas de feminismo, que la alegría de la movilización no baje la voz del reclamo contra la opresión y que la exigencia de transformaciones reales y estructurales sea la consigna que recojan los Estados y la sociedad civil, que se agolpa en las silenciosas y vacías calles por donde transitamos a ver pasar cada año el arcoíris de la diversidad sexual y de género.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo