Activísmo Editorial

Las experiencias de fe pertenecen a las personas, no a las instituciones

21 de marzo de 2021. Las declaraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano de “no validar uniones de parejas del mismo sexo, pues: “…no pueden bendecir el pecado”, no son novedad por parte de esta institución, sino que, más bien, corresponden a una posición sistemática propia de su estructura patriarcal, jerárquica y homofóbica que se ha asociado a declaraciones políticas recientes de países como Hungría y Polonia, los cuales presionan en contra de la Unión Europea por su solicitud de garantizar el matrimonio igualitario en toda la Unión, así como aquellas de países latinoamericanos como Panamá, Paraguay y Honduras que, en sus legislaciones, buscan poner límites a futuras propuestas en materia de igualdad para parejas del mismo sexo, motivadas por la opinión consultiva de la CIDH.

Para muchas personas que en el 2020 escucharon al papa pronunciarse a favor de la unión de parejas del mismo sexo diciendo: “la gente homosexual tiene derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios”, esto de ahora suena a contradicción; sin embargo, tanto en ese momento, como en 2014 cuando en Brasil el mismo líder, determinó: “quien soy yo para juzgarlos –a las personas homosexuales–, los amo porque son hijos de Dios”, afirmaciones que parecían cambiar la posición prejuiciosa de la iglesia católica frente a esta cuestión. No obstante, el portavoz del vaticano las desmintió, indicando que se malinterpretaban las declaraciones papales, pues para la iglesia, en su doctrina, la homosexualidad es pecado y ellos, si bien “aman al pecador” –a las personas LGBTI–; “detestan el pecado”; es decir, el modo en cómo estas personas experimentan su diversidad sexual y de género y por ello, les exhortan a vivir en castidad, “…para purificarse de su desviación”.

El actual pontífice, no es un adalid de la diversidad sexual como se ha querido postular, de arzobispo en 2010 en Buenos Aires lideró una campaña contra el matrimonio igualitario, llamándola “práctica promovida por satanás”; incluso, cuando se dio cuenta de que era una batalla perdida, posicionó la idea de la ciudadanía de segunda clase, la cual en muchos países hace carrera hoy: “reconozcámosles, pero no con los mismos derechos, ni las mismas formas”. Pero más allá de estas posiciones personales, que a todas luces, son populistas, en la mayoría de las iglesias que profesan esta facción del cristianismo, la doctrina está por encima de sus feligreses y construyen estructuras verticales para vigilar dicha tradición, la cual se ampara en prácticas medievales de desprecio al ser humano y lo que significa su vida inmanente, por ello su oposición radical a la libertad, a los derechos sexuales y reproductivos, a la igualdad, al libre desarrollo de la personalidad y a la autonomía.

Esta acción jerárquica pone sobre la mesa una pregunta importante: ¿pertenece la vida espiritual al ser humano o es una imposición institucional? La expresión religiosa se ha entendido siempre como la búsqueda espontanea de trascender, desde la cotidianidad a experiencias metafísicas que fortalezcan ideales y den sentido a la vida. Acciones que llamamos experiencias de fe y son el resultado de un acto libre donde el ser humano encuentra las razones más sublimes de vida digna. Este ejercicio que es epifánico y único en cada persona y se celebra en espacios comunitarios, valida, a pesar de la aceleración del mundo, sentimientos de vida buena que, en prácticas aún más milenarias que el cristianismo como el estoicismo, el epicureísmo y agnosticismo, buscaron darle forma a la demanda de construir espacios rituales para darle sentido a la existencia.

La experiencia de fe pertenece a las personas y no a las instituciones. Sin embargo, esta ha sido capitalizada por discursos que promueven el odio e incitan a la discriminación, incluso ha trascendido aspectos corporativos, promoviendo intereses lucrativos, políticos y agenciales, vaciando de contenido la esencia de este ejercicio que, en teoría, está dado por la comunicación trascendental, pero que, debido a las doctrinas y dogmas institucionales, termina siendo un designio restrictivo, entre lo que está permitido y lo que se debe sancionar, cambiando su espontaneidad inicial por miedo, la libertad por dependencia y la fe por contraprestaciones de tranquilidad de conciencia. Posiciones que han hecho de la vida religiosa un privilegio cargado de limitaciones donde, para estar dentro, se debe renunciar a la esencia del ser humano y quienes se quedan por fuera, inevitablemente, están condenados a ser vistos como pecadores, quienes por su minusvalía –en un ejercido casi de superioridad moral– están llamados a ser aborrecidos –a la vez que amados [si bien esto quiere decir más bien, aceptados o tolerados]– por quienes sí encajan dentro del dogma religioso institucional.

En este contexto, la vida sexual exaltada en su máxima expresión como deseo y realización por las culturas antiguas terminó siendo estigmatizada por las prácticas de un cristianismo paulista y agustiniano que, en su afán de pensar a la sexualidad desde una perspectiva netamente procreacionista, satanizó toda expresión de eroticidad, relacionada con el placer, que es su esencia, y persiguieron, con la fabricación ficticia de sanciones bíblicas, a cualquier ejercicio corporal y afectivo que no estuviese dentro de ese orden.

La modernidad, en su intento de sacudirse del prohibicionismo medieval, creó el Estado laico, pero dejó algunas relaciones dependientes de manera soterrada con la inquisición institucional y una de ellas ha sido, desde entonces, la persecución a la homosexualidad que, de sancionada como pecado, pasó a ser delictiva en los códigos penales y enfermiza en los índices médicos de los Estados liberales bajo el mismo sustento que la doctrina religiosa profesa: “es una práctica antinatural que está en contra de la sociedad”. En los últimos años, un poco más de 20 Estados han comprendido que es un asunto de derechos que debe articularse con base en la igualdad y la no discriminación, por lo que han reconocido el derecho al matrimonio igualitario, por ejemplo; sin embargo, más de 70 países, no solo desconocen este y otros derechos, sino que incluso criminalizan e imponen penas de muertes contra las personas LGBTI, bajo discursos que encuentran legitimidad en declaraciones como la del Vaticano.

Por fortuna, en el ejercicio de la pluralidad religiosa, hoy crecen los grupos de fe que no solo reconocen los derechos de las personas LGBTI, sino que, en una acción afirmativa, buscan acercar la diversidad a la vida creyente, quitándoles a las estructuras esa captura que hicieron de la experiencia de fe. Los derechos son de las personas, no de las instituciones y el Estado, como institución rectora en la democracia, debe garantizarlos. La existencia de instituciones religiosas, como espacios para vivir la fe, deben estar en armonía con esta realidad y no disputarse con el Estado, la vigilancia de los derechos, sino acatarlos. Queda como tarea pendiente de los feligreses de esas iglesias, que estilan exclusión en discursos disfrazados de misericordia, el compromiso de que respeten y reconozcan la dignidad y la autonomía de sus miembros –así como el de la ciudadanía en general–, pues es una contradicción predicar odio en una institución que se construye con base en el amor, fundamento por el cual, precisamente, las personas buscan construir su proyecto de vida con otro u otra, independientemente de su sexo o género.

Wilson Castañeda Castro

Director

Caribe Afirmativo