28 de marzo de 2021. Quizá ningún movimiento tenga en el calendario tantas fechas para recordar la diversidad como el nuestro, 14 en total. Además dichas conmemoraciones se dividen entre aquellas que están propuestas para la memoria de las víctimas de la violencia, el rechazo a los prejuicios y la condena a la exclusión de la que son víctimas en razón de su orientación sexual, identidad y expresión de género y, del otro lado, se marcan unos días en el calendario que se posesionan con la expresión “visibilidad”, entendida como un acto político de hacerse presente en lo público, pues es el mejor antídoto contra el borramiento que históricamente han pretendido hacer de aquello que representamos y cuestionamos. Por ello, nuestra lucha no es solo poder vivir, sino por asumir un espacio en la sociedad donde podamos consolidar la dignidad humana y, desde la autonomía de los cuerpos, hacer presente la vida que vivimos y que exigimos sea reconocida.
Partiendo del emblemático día del orgullo gay del 28 de junio, que desde Stonewall ha buscado llenar los espacios públicos de muchas ciudades con alegría y convicción de que nuestras vidas merecen ser vividas, acción simbolizada en los colores arcoíris de la resignificación celebrativa, se ha ido diversificando, para que dicha expresión refleje la particularidad de esta pluralidad LGBTI+. Por ello, tenemos hoy el día de la visibilidad lésbica, el 26 de abril, de la visibilidad bisexual, 23 de septiembre, la visibilidad intersex, el 26 de octubre, y la visibilidad trans, que se conmemora el próximo 31 de marzo. Una sumatoria de formas de resistencia que tienen en común el reclamo festivo de que la diversidad es el mayor valor de la sociedad.
Este proceso de visibilización ha marcado en las últimas décadas formas de acción colectiva y movilización social dentro de los procesos organizativos, caracterizadas por festivales de alegría cargados de reflexiones sociales y expresiones no violentas, que son resultado de apuestas colectivas y expresiones espontáneas que surgen como respuesta a la precariedad a la que los cuerpos abyectos se ven sometidos en el espacio público, haciéndolos receptores de expresiones de vulnerabilidad que consolidan espacios de invisibilidad. Es precisamente ese riesgo de ser inteligible lo que activa la visibilidad como estrategia política del proceso colectivo LGBTI, para pasar de la cosificación como forma de relacionamiento al reconocimiento como exigencia de vida digna.
Dicha visibilidad, puesta en escena por cuerpos reunidos en marchas, plantones, acciones performáticas y procesos de contracultura, se propone como un acto de resistencia que convoca a ganar un espacio legítimo en el mundo y ejercer desde las autonomías un poder de transformación que consiga el disfrute de la vida buena para las personas LGBTI. Allí, la visibilización es un acto político para marcar el territorio y construir desde los cuerpos en escena una memoria viva de los procesos sociales. En dicho proceso, de apropiarse de lo público, los cuerpos estigmatizados exigen impugnar las normas de esclavitud y proponen nuevas formas de legitimidad política, dada por un valor de lo público como escenario de realización diversa.
Esta forma de activismo “visible” ha venido consolidando en los últimos años nuevas subjetividades y formas de construir y deconstruir los sujetos, donde los cuerpos y los afectos actúan como canalizadores de alianzas y acuerdos políticos. El sentido simbólico asume un papel central para oponerse a decisiones judiciales y políticas, el grito afirmativo se expresa contra la criminalización y el acto irreverente se ritualiza para llamar la atención de la naturalización de los discursos de odio y el pánico moral, demandas que este proceso ha logrado poner en la esfera pública.
Sin embargo, como lo señala Butler, el poder del discurso anti derechos, en los últimos años en regiones como la nuestra, ha buscado minar estos espacios legítimos de activismo y creatividad, y lo que en otrora eran lugares de resistencia, vienen siendo asumidos por sectores conservadores para dotarlos de violencia, real, percibida y simbólica, y por prácticas restrictivas de parte del control policial del Estado bajo falsos sofismas de seguridad y protección del bien común. Esta situación hace que lo público transforme su sentido de lugar de resistencia, de invención y de fuga transitoria a una experiencia de frustración, represión, pérdidas y reapropiación conservadora que debe ser exorcizada.
Cumplimos ya un año de aislamiento a causa de la pandemia, conmemorando estas fechas en el confinamiento, pero también afianzando esta visibilidad en las plataformas sociales y allí hay otra oportunidad propicia para analizar cómo estos espacios, conquistados por nuestras luchas, hoy piden ser examinados desde la óptica de lugares susceptibles de desigualdad y opresión que debemos reinventar y consolidar como canales de presencia política en el marco de la autonomía, el reconocimiento de los deseos y el respeto a la diversidad, con condiciones de cuidado y bienestar para quien se pone en escena.
La calle y la plataforma como lugares de activismo demandan hoy, más que nunca, apuestas por la visibilidad que convoque a luchas pacificas para transformar estructuras opresoras y no solo satisfacer el propósito de conquistar nuevas conciencias aliadas; no solo demandar la respuesta inmediata a una situación concreta de opresión por parte del Estado, sino a promover un proyecto de transformación social y política que garanticen la equidad y la justicia social y, sobre todo, que desde la reinvención y la creatividad convoque a todas las personas a salir a las calles o aparecer en las redes sociales como una acto político, desde el potencial performático de los cuerpos, con la convicción de que la vida de cada una interpreta la otra para juntas deconstruir y construir horizontes de felicidad, y eso es un gran motivo para la visibilidad.
Wilson Castañeda Castro