Editorial

La vida en familia como acción política

15 de agosto de 2021. A quienes pasan de los cuarenta y militan en el movimiento de diversidad sexual y de género, cuando les preguntan si sus entornos hoy son más favorables que años atrás al proceso de reconocimiento de sus derechos, es paso necesario y casi el primero trasladar esa pregunta a cómo era y cómo es hoy su vida en familia. Pues si bien algunas y algunos todavía están separados de ellas, tanto así que casi no recuerdan cómo era la cotidianidad, otras, con el correr del tiempo, han sanado las heridas y restablecido sus vínculos afectivos y coinciden en ver con satisfacción que sobre todo las nuevas generaciones no han tenido que activar rupturas dolorosas con su núcleo familiar.

Ver a padres, madres, hermanas, hermanos, sobrinas, reconociendo a sus parejas, dándoles el lugar en el hogar que les corresponde, con presencia activa en las marcha y acciones políticas de exigibilidad de derechos y sus expresiones afectivas que buscan poner fin a los prejuicioso sistemáticos y violentos naturalizados en el entorno, hacen sentir que efectivamente todo puede ser mejor y que en las familias tenemos la mejor aliada para transformar la sociedad homofóbica, transfóbica y patriarcal, porque tienen a su favor el mejor argumento: la política del amor, cambiando desprecio por reconocimiento y la exclusión por acogida, acciones que se posesionaron, no por grandilocuentes teorías racionales de la diversidad, sino por la persistencia educativa de los afectos.

Las expresiones afectivas, junto con las racionales, son cotidianas en todas las culturas y dan sustento a las acciones individuales y colectivas de los seres humanos. Podríamos decir que amar se manifiesta como un acto espontáneo y pensar como un ejercicio reflexivo y que una se vincula una a otra: “amamos lo que pensamos, pensamos lo que amamos”, sin embargo, la sociedad neoliberal, protagonista de la historia actual, ha privatizado y en algunos casos despreciado los afectos y elitizado la razón, haciendo de la instrumentalización de ambas la forma de relacionarse de las sociedades modernas, dando además al amor un papel subsidiario en relación a la razón: “se es exitoso si se actúa razonando más que amando”.

La modernidad, y todo lo que sale con su sello, acogió esa relación subsidiaria del amor y bajo la práctica de la comprobación la llevó al filtro de la razón, argumentación por la cual, acciones de orden social, político o cultural deben someterse al dictamen de la racionalidad. Lo que no pase este peaje se queda en el campo del afecto que por más constitutivo que sea de la vida, el capitalismo lo hace cada vez menos relevante, por eso su sostenimiento, más allá de su lugar común de instrumentalización, es un acto de resistencia y reinvención, donde la familia, lugar espontáneo del afecto, se consolida como espacio ideal para una vida que desde el amor permita confirmar el reconocimiento y ponga límite a los efectos de las políticas de retroceso que se explican desde una argumentación jerárquica, se instalan en sentimientos de odio impuestos en la sociedad y hacen de la diversidad enemiga de la institución familiar.

La diversidad sexual y de género como acto político se genera en contextos sociales, que suelen poner restricciones en su experiencia afectiva con argumentos excluyentes y validar la ausencia de la familia que minan la identidad de los sujetos en sus prácticas sociales. Con cuestionamientos de ¿qué haces?, ¿cómo vives con lo que haces?, entre otros, clasifican sus vidas como no deseables o no vivibles, y desde el desprecio de las formas no hegemónicas de amar y no normativas de la expresión de género, remiten a las personas LGBTIQ+ a experimentar que su accionar en la vida social es un peligro para las instituciones sociales y crea un “ellos” y un “nosotros”. Ahí, los primeros pueden gozar de afecto y expresiones de amor porque mantienen el statu quo, mientras los segundos, los que ellos y ellas representan, son solo merecedores de odio por amenazar el bien mayor que es la familia, y en algunos casos de pesar o acogida solo como un acto de bondad, porque sus vidas en el imaginario social ya están perdidas.

Vivir en familia no es un simple proceso socializador, sino mas bien la permanente renovación de una práctica afectiva en la cual los sujetos pueden concebirse como algo más que portadores de derechos. La realización de una persona solo es posible cuando experimenta la libertad como resultado de la vida con otros que le aman. Allí cobra vigencia la urgencia de activar la lucha por el reconocimiento con la restauración de vínculos familiares, que permita transitar de la mera familia nuclear, reproductiva y heterosexista, a la familia afectiva. Pues la realización personal esta dada, no en la argumentación racional de su existencia, sino en el reconocimiento de la singularidad que cada persona perciba en su entorno, y de ahí la necesidad de incorporar a la vida en familia una sensibilidad nueva, atenta a la singularidad de esa otra, donde sea escuchada, apreciada y acompañada, y las demás se impliquen en su vida, respetando su autonomía, haciendo suya su causa y transitando de la cultura de la compasión a la del cuidado mutuo.

La vida en familia debe ser una relación de reconocimiento recíproco en la que se confirma, en primer lugar, la individualidad de sus miembros, porque el sujeto solo en la experiencia de ser amado puede por primera vez experimentarse como un sujeto necesitado de otros, pues la superioridad de la relación interpersonal respecto a la acción instrumental consiste en que otorga la posibilidad recíproca de experimentarse en la relación con el otro, dado que la identidad se construye en el reconocimiento de la diversidad. Así, hace que la formación de la identidad de cada persona esté vinculada a la experiencia de un reconocimiento intersubjetivo, pues la experiencia del ser amado, entendido como afirmado en la medida en que validan su identidad y se permea de ella, constituye un presupuesto necesario de la participación en la vida en familia. La ausencia de este proceso en la experiencia de identidad de una persona genera aislamiento, porque las expresiones de los otros no afirman lo que él asume como propio.

La incidencia política del movimiento para consolidar su ciudadanía plena tiene en la familia la mejor plataforma de su acción, para poder superar las políticas de gueto que de entrada marcan “no lugares”, “no derechos” y “no comportamientos éticos” poniendo una separación casi irreconciliable entre las agendas LGBTIQ+”, y las familias porque niega la posibilidad de sentirse identificados con aquellos asuntos que les son propios, ya que su espacio vital, llámese familia o grupo afectivo que rechaza o desprecia aquello que el sujeto busca precisamente construir como identidad en relación con los otros, obligándolo a buscar otros espacios o a marginar su identidad, ya que esta necesita del otro para ser constituida. Sin vida en familia es imposible la consolidación de derechos en el marco de la diversidad sexual y de género, porque el reconocimiento de los derechos reconocidos en marcos jurídicos y decisiones jurisprudenciales, y la acogida en entornos sociales y culturales, se consolidan en el nucleó familiar de forma recíproca, pues es en la atención amorosa al bienestar del otro, a la luz de sus necesidades individuales y su autoreconocimiento, donde se consolida la ciudadanía.

Wilson Castañeda castro

Director Caribe Afirmativo