29 de agosto de 2021. Hablar con las abuelas y los abuelos de diversidad sexual y de género, o de sus contemporáneos homosexuales, es todo un tabú: “de eso no se habla”, “en mi época no existían”, “si había uno así, pero se compuso”, “no volvimos a saber de ellos”, y es que si para algo nos sobran dedos de las manos es para responder: ¿cuántas personas ancianas LGBTI conocemos? De las pocas cosas que la sociedad moderna prefiere no hablar o asume las conversaciones desde la angustia, es sobre envejecer o el significado de llegar a la madurez de la vida; quizás porque estamos en la era “del descarte” que como resultado del afán de la productividad, hace que los seres humanos, cada día más cosificados, sientan que al cumplir cierta edad entran en desuso y no son útiles para la sociedad, por ello es necesario una reflexión retrospectiva para responder a las preguntas ¿Desde qué momento ser una persona anciana se volvió en alguien menos humano para la sociedad? Y ¿Dónde están las personas ancianas que en su juventud resistieron a la heteronormatividad con su diversidad sexual y de género?
Para Cicerón, la ancianidad era la etapa de la vida más apreciada, en ella las personas desarrollan amplias habilidades artísticas y sus virtudes cultivadas con paciencia, producían frutos admirables, que como resultado de una vida bien llevada se experimentan en el efecto de los placeres que se articulan a la prudencia con la que vivían, la autoridad y buen juicio para elegir lo que es esencial y la capacidad de poder asumir una existencia tranquila. Pero la alta apreciación social y cultural por las personas mayores entró en desventaja con el afán productivo de la sociedad y la objetivación de la vida cotidiana, haciendo de las personas ancianas las más frágiles y condenándolas a círculos de pobreza y ausencia de derechos. En 1970, Simone de Beauvoir señaló como el mayor fracaso de la modernidad el trato despectivo que se le da a las personas ancianas: “La sociedad impone a la inmensa mayoría de los ancianos un nivel de vida tan miserable que la expresión ‘viejo y pobre’ constituye casi un pleonasmo que cuando la vida parece estar lista para recomenzar lo vivido, (…) se le quitan los medios de utilizar su libertad y se le condena a vegetar en la soledad y el aburrimiento, es un puro desecho”.
La sociedad tiene una eterna contradicción: quiere vivir muchos años, pero no quiere llegar a la vejez. Prefiere un estatus, como de eterna juventud, para los que activa mecanismos artificiales que no solo extienden las potencialidades de la vida productiva, sino que evitan señales propias de la vejez, que se entiende como sinónimo de desecho: como las arrugas, el pelo blanco o la desaceleración del ritmo de las cosas que impone muchos años de vida, pues se ha posesionado en el imaginario colectivo, que envejecer es señal de apocamiento. Pero, también porque expresiones de violencia, como las que vivimos en nuestro país, que ha destruido miles de vidas en la juventud, hacen que la expectativa de vida sea reducida y ello lleve a pensar a amplios sectores de la sociedad, que sufren esos efectos desproporcionados de la violencia, que nunca llegarán a la ancianidad, porque pasar de cierta edad es un privilegio que pocos logran conquistar.
Además, hoy parece que ser una persona anciana es ser obsoleta. La vocación productiva del modelo neoliberal no solo desprecia el acumulado propio del largo trayecto de la vida de las personas mayores, sino que, bajo las lógicas de la productividad, les trata como obsoletos, les descontinúa de procesos políticos y económicos, y genera expresiones de abandono y olvido en la vida social y cultural: sistemas de salud precarios, asilos que rayan con expresiones de mendicidad, invisibilización de su acervo histórico y desprecio a sus cuerpos por las marcas del tiempo haciendo de la vejez sinónimo de muerte. En los últimos años los Estados, más por presión social que por voluntad política, han venido tomando algo de conciencia de la precarización con las que muchos ciudadanos deben vivir su vejez y por estos días de agosto se realizan conmemoraciones para enaltecer a las personas adultas mayores, pero, en la mayoría de los casos, no es más que una caricatura, a veces ofensiva, del lugar periférico que les ha otorgado la sociedad, convirtiéndolos solo en retórica de una política enunciativa que confunde derechos con ayudas, bienestar con beneficencia y vida digna con marginalidad.
En el caso de las personas lesbianas, gais, bisexuales y trans, es una realidad aún más ausente, no es habitual pensar la ancianidad, pues es un espacio que históricamente ha sido negado y que no les pertenece. En una época anterior la penalización de la homosexualidad, afianzada en muchos discursos de odio, hizo que la mayoría restringieran su orientación sexual o expresión de género y se confinaran a una existencia que no era la que querían, echando al olvido su proyecto de vida, y al llegar a la ancianidad la amargura por una vida que no pudo ser vivida, unida al abandono por un círculo familiar y afectivo que nunca les permitió ser su lugar de identidad, marcó con tristeza el cierre de su existencia.
Para muchas de las y los jóvenes gais, lesbianas y bisexuales de hoy, que gozan con la posibilidad legal de poder establecer una pareja homoparental, constituir una familia y vivir su diversidad sexual y de género sin tapujos seguramente les deparará otro tipo de ancianidad: podrán hacer proyectos de vida juntos, consolidar el bienestar familiar, llegar con sus parejas al final de sus días, retirarse y gozar de la compañía de los hijos que pudieron adoptar, pero corre el peligro de que la amenaza capitalista de la individualidad y la ausencia de proyectos colectivos les condene a la soledad de los primeros, esta vez no por presión moral, sino por una decisión de un sistema inhumano y excluyente. En la vida de las personas trans la situación es totalmente desesperanzadora, es casi una excepción que alguna de ellas llegue a ser adultas medias y mucho menos a la ancianidad, la violencia y negación de derechos a la que se les ha sometido tiene hoy su esperanza de vida en 26 años, haciendo casi contraria la relación identidad y expresión de género no hegemónica y una feliz ancianidad.
En todas nuestras sociedades ser personas ancianas es vivir en la precariedad y el abandono social y eso es un atentado a la vida digna, por eso, los Estados y la sociedad en su conjunto tienen la tarea de poner en el centro de su atención a las personas ancianas, que además sus vidas sean el resultado de garantías de derechos y servicios adecuados para una sana realización de la adultez, no solo de despenalizar, garantizar derechos y prohibir la discriminación, sino de activar acciones como la pobreza estructural, para que las vidas de las personas LGBTI no solo sean vividas, sino vividas a plenitud, y que sea una realidad formar familias y vivir en la cotidianidad de ver los hijos crecer, disfrutar del descanso y la jubilación, o de una vida de solteros por decisión: que al final estén dadas las condiciones integrales para una madurez feliz. Esto necesariamente requiere una transformación de las concepciones sociales y políticas de la ancianidad: el tratamiento de asistencialismos debe transformarse por garantías de derechos, el de ofrecer servicios de beneficencia por garantías de bienestar y superar la visión reducida y obsoleta de su vida por el reconocimiento de una vida integral.
Como decía Simone de Beauvoir: “negar la vida de las personas ancianas es no asumir la totalidad de la condición humana”, y para las personas LGBTI no habrá ciudadanía plena si no se aplica esta misma máxima y, sobre todo, sino se eliminan todas las prácticas violatorias que no permiten que muchas lleguen a esta etapa de la vida. Por ello, una sociedad solo es garante de derechos cuando ves en sus calles, parques y bibliotecas a sus adultas mayores compartiendo con las nuevas generaciones sus historias y alegrías, cuando existen instituciones con los mecanismos necesarios para alivianar el desgaste natural de los cuerpos y permitirles disfrutar cada minuto de sus vidas y todo esto con perspectiva de diversidad sexual y de género, para ver entre estos grupos de ancianas a mujeres trans disfrutando atardeceres, parejas del mismo sexo departiendo con sus amigos y una sociedad que se esmera porque todos sus miembros tengan una vida bien vivida donde la cultura de la hostilidad hacia las y los ancianos no tenga cabida y mucho menos la discriminación por su diversidad sexual o de género, pues sus años suman experiencia de la que las nuevas generaciones deben aprender.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo