“Dado que existe la presunción de que todas las personas son heterosexuales, se educa a niños y niñas bajo este parámetro, vigilando constantemente que los niños sean masculinos y las niñas femeninas. Cuando esta presunción no se cumple, estas personas son rechazadas desde edades tempranas y se enfrentan a diferentes formas de violencia como burlas, insultos y golpes, al igual que a diversas formas de exclusión” Centro Nacional de Memoria Histórica – Aniquilar la diferencia (2015)
6 de diciembre de 2020. “Uno se divertía porque ‘¡Ay, que me tocó el policía bonito!’, pero ya cuando uno empieza a analizar la situación y aprende algo sobre derechos humanos se da cuenta de que eso era una violación, un abuso de autoridad”, así narra Omar Meza de manera desprevenidamente jocosa uno de los horrores de la guerra, que con frecuencia es uno de los crímenes más difíciles de expresar con palabras y tan doloroso de denunciar: la violencia sexual. En medio de un contexto como el nuestro en el que las víctimas de este tipo de delitos no encuentran respuesta por parte de las autoridades para acceder a la justicia y están permanentemente expuestas a la revictimización de los funcionarios y de sus agresores, quizá sea la risa el atenuante perfecto para mitigar el daño emocional que generan estos recuerdos.
Omar Meza se identifica como un activista bisexual y defensor de derechos de las personas LGBTI, que vivió durante varios años en El Carmen de Bolívar, uno de los municipios más importantes de la región conocida como los Montes de María. Esta zona montañosa del Caribe colombiano, ubicada entre los departamentos de Bolívar y Sucre, ha sido un territorio permanentemente disputado por los grupos al margen de la ley en medio del conflicto armado que vive el país. Según investigaciones del portal periodístico Verdad Abierta, a inicios de los años 80, grupos guerrilleros como las Farc hicieron presencia en la zona con el fin de crear una base social y controlar el territorio, aprovechando el intento fallido de reforma agraria de la época. Luego, a mediados de los 90, ganaderos y narcotraficantes de la zona pidieron apoyo a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) e ingresaron a esta zona a punta de masacres y amenazas para apoderarse de la ruta predilecta para las economías ilícitas: quien controla los corredores estratégicos de los Montes de María obtiene el acceso al golfo de Morrosquillo, un sector clave para el tráfico de drogas y armas.
En medio del control ejercido por las Farc, Omar llegó al Carmen de Bolívar a finales de 1988, cuando las costas del Caribe colombiano se vieron afectadas por el impacto devastador del Huracán Joan. Según información publicada por Revista Semana en esa época, este fenómeno natural dejó aproximadamente 15 muertos, numerosas pérdidas materiales y miles de personas damnificadas que habitaban los departamentos de Magdalena, Atlántico y Bolívar.
La situación era crítica y más del 80% de los territorios del Carmen sufrieron inundaciones. Por esa razón, Omar fue uno de los miembros de la Defensa Civil que viajó desde Cartagena para atender a la población afectada. Sin embargo, con más razones para quedarse que para volver a Cartagena, Omar decidió empezar una nueva vida en el municipio montemariano. Además de los amigos que conoció en la Defensa Civil, Omar conoció a una pareja de profesores que, según él, lo adoptaron como familia y lo hicieron sentir como un carmero más: “Ya ellos fallecieron, pero las hijas me quieren como un tío y son mis primas. Yo les digo primas, aunque no tenemos los mismos apellidos”, cuenta Omar con la gratitud de quien es bien recibido como si tuviera lazos de consanguinidad.
El calor de hogar que Omar encontró en el Carmen y que quizá nunca recibió en Cartagena contrasta con la situación de violencia que se vivía de puertas hacia afuera en los municipios de los Montes de María: “Yo salí de una ciudad sanita, como decían de Cartagena, que era un poco más tranquila; a llegar a un sitio en donde vivía cotidianamente con bombas, muertes. Que tú estés en un billar y de pronto alguien salga y le haga un tiro a las dos personas que están al lado tuyo sin tú saber por qué, eso lo marca a uno”, así narra Omar aquello que hiere cuando se recuerda, pero que se queda para siempre grabado en la memoria. Y es que a este activista no solo le tocó vivir las épocas más crudas de la guerra en la región cuando el conflicto se recrudeció entre 1997 y 2001 por la disputa territorial entre los paras y la guerrilla, sino que también enfrentó, junto a otras personas que se identificaban como LGBTI, la violencia aleccionadora de la fuerza pública.
Según cuenta Meza, miembros de la policía raptaban a los jóvenes de orientaciones e identidades sexuales diversas del municipio y abusaban sexualmente de ellos: “montaban a los chicos en la camioneta y se los llevaban para El Aterrizaje -El Aterrizaje era el aeródromo de aquí de El Carmen de Bolívar-, tenían sexo con ellos allá, había penetración y los dejaban botados. Ellos (los policías) se venían en las camionetas o en las motos y a uno le tocaba venirse a pie”. Estos hechos que narra Omar de forma desgarradora también se presentaban en las instalaciones de la institución: “O si no, llegabas a una esquina, te detenían, te subían a la camioneta y te llevaban a la estación y para tú poder salir no te anotaban en la bitácora, sino que tenías que tener sexo con ellos”, agrega Omar en medio de la intranquilidad que le generan los recuerdos.
Meza cuenta, además, que esta escena se repetía en diferentes ocasiones en contra de él y de sus amigos: “a mí al Aterrizaje me llevaron dos veces y a la estación de policía como tres, cuatro veces”. Incluso, tuvo que ver cómo algunas personas a quienes él apenas reconocía se les llevaron y nunca regresaron: “hubo chicos que entraban, que los subían a la camioneta (…) pero no supimos nunca si fue que los mataron, nunca regresaron al pueblo, no sabemos de ellos, ni nada. Lastimosamente no tenemos ni los nombres, ni nada. Solo los conocíamos así de vista”.
La manera en la que a Omar le cuesta recordar quiénes fueron las personas desaparecidas en su región parece ser un síntoma de la ausencia de información alrededor de esta forma de violencia contra personas LGBTI en el resto del país. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), de las más de 100 mil personas dadas por desaparecidas, tan solo 62 son LGBTI. El lector desprevenido podría interpretar que no son datos significativos y que no habría razón aparente para alarmarse. Sin embargo, frente a este reporte oficial es razonable suponer que existe un subregistro, debido a las dificultades que tienen los familiares y amigos de las personas desaparecidas para reportar la identidad de género y la orientación sexual en los formatos institucionales. Más allá del número, lo cierto es que historias como las que menciona Omar aún están sin contar y el país corre el riesgo de no conocer la manera en la que se ejerció este tipo de violencia tan atroz, de que el discurso oficial continúe desconociendo las discriminaciones históricas y le dan lugar al olvido, a perder el rastro.
Y cómo no pensarlo si el conflicto armado nos ha mostrado las peores facetas de la discriminación contra las personas LGBTI y un intento constante por moldear sus comportamientos. Según el relato de Omar, la violencia contra él y sus cercanos no se limitó al abuso sexual por parte de la Policía en los espacios privados, también se vio reflejada en el rechazo, la discriminación y la eliminación de sus formas de expresión en los lugares públicos: “De pronto cuando lo veían a uno en el parque le decían ‘quítense de aquí, maricas de mierda (…) ubíquense o los metemos presos”. Así recuerda Omar el maltrato que recibían por parte de miembros de la Policía Nacional, como si la sola presencia de las personas LGBTI representara un riesgo para la comunidad, como si ese machismo que permea las costumbres del Caribe se fuera a dinamitar por dentro por la manera en la que se expresan quienes se identifican de formas diversas, como una condena a permanecer invisibles y distantes: “si eras marica, eso se pegaba. No permitían que el marica abierto anduviera con jóvenes porque eso se les pegaba, era una mala influencia”, agrega Omar en su afán por explicar los excesos de la discriminación.
Sin embargo, el intento por establecer códigos de conducta con el fin de preservar un orden impuesto no se limitaba a las acciones de los miembros de la fuerza pública. Los grupos al margen de la ley, como parte de su estrategia de control social, también impartían lecciones violentas de comportamiento a las personas en la región: “Por ejemplo, no se permitía que los hombres tuvieran cabello largo o que usaran arito. A las mujeres con ombligueras las castigaban, uno se tenía que vestir muy recatado”, recuerda Omar mientras explica las acciones violentas de las Farc en los Montes de María.
Al respecto, Meza agrega que las personas LGBTI fueron uno de los blancos principales de este tipo de violencia simbólica que busca moldear la conducta a través del terror. De hecho, cuenta él que estaban expuestas a un doble riesgo: si la guerrilla notaba que los subían a un vehículo de la Fuerza Pública, en los que eran conducidos para violentarlos sexualmente, los tildaban de informantes. Y si querían castigarlos por su forma de expresarse, los amenazaban al punto de obligarlos a permanecer invisibles o a desplazarse de manera forzada. Si no acataban las órdenes de los armados, podían ser asesinados: “hubo como dos o tres asesinatos de miembros de la comunidad (…) y hubo como dos o tres muertes de personas que no se autorreconocían, pero que el pueblo sabía que sí lo eran”, explica Omar como quien normaliza el conflicto después de vivirlo por años.
El riesgo que enfrentaban las personas LGBTI no se apaciguó con la llegada de los paramilitares a la región, por el contrario, se incrementó y, según Omar, el temor se hacía más palpable en lo cotidiano. El grupo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que hizo presencia en la zona se autodenominó “Héroes de los Montes de María”, un nombre vanidoso, revestido de ínfulas de valentía, pero que en la práctica cometió los actos más cobardes contra los habitantes indefensos de la región. Según el portal Verdad Abierta, los paramilitares fueron responsables de 56 masacres, casi cuatro mil asesinatos y de más de 200 mil hechos de desplazamiento forzado en esas tierras.
La llegada de este actor armado no modificó las formas de la violencia contra las personas de identidades y orientaciones sexuales diversas, por el contrario, combinó e intensificó las ya ejercidas por la guerrilla y la fuerza pública. Según Meza, varias personas que se identificaban como LGBTI fueron víctimas de violencia sexual por parte de miembros de este grupo armado en los municipios de El Carmen de Bolívar y Zambrano. También se presentaron homicidios selectivos y amenazas: “hubo un momento en que pasaron un panfleto en donde metieron a varios de la comunidad y, por ejemplo, pasaron una carta en donde pintaron un ataúd y dentro estaba el nombre de amigos de aquí”, recuerda Omar con profunda tristeza.
Para Meza la situación fue aún más compleja por su trabajo como paramédico en gestión de riesgo, labor que le dio la oportunidad de generar ese lazo afectivo con la región de los Montes de María. Según él, las labores de atención médica a combatientes lo pusieron en un riesgo inminente: “nosotros tenemos que atender sin distinguir religión, si son paracos, si son policías y a veces había heridos y ellos ya sabían que yo me movía con la Defensa Civil”, recuerda Omar sobre la encrucijada que tuvo que enfrentar permanentemente. Agrega él que para la época se identificaba abiertamente como bisexual y que esto aumentó su riesgo: “Comencé a andar con la comunidad, la población diversa abierta de aquí del Carmen y ya me vieron como una marica más, que es enemiga del pueblo (…) porque yo podía contagiar, transmitir enfermedades, que ser marica se pega, que tal cosa”.
A partir de las amenazas por su orientación sexual y por la labor que desempeñaba como miembro de la Defensa Civil, Omar Meza vivió en diferentes municipios de Bolívar como Zambrano, Córdoba Tetón, San Pablo y Magangué. Allí conoció a personas amigas que pertenecen a lo que él cariñosamente denomina como “la comunidad” y tuvo que enfrentarse también a situaciones de violencia por identificarse como persona LGBTI. La discriminación se convirtió en ese pesado morral de ladrillos que cargaba a donde fuera, pero que también se transformó en un motivo más para reclamar sus derechos y de paso contribuir a que otros tuvieran la misma fortaleza y la misma valentía para exigirlos. Por eso, años después, Omar regresó a El Carmen de Bolívar, asumió la responsabilidad de liderar la organización “Todos somos iguales” y en 2016 empezó a coordinar la Casa de Paz de Caribe Afirmativo en el municipio.
Parte de su labor como activista y defensor de los derechos es orientar a otras personas y, sobre todo, motivarlas para que conozcan las rutas dispuestas por el Estado para garantizar derechos constitucionales como la vida, la igualdad y la justicia. Para Omar no ha sido nada fácil superar los obstáculos institucionales que le permitan obtener el reconocimiento de las violencias que han marcado su cuerpo y su alma y que en gran medida le han dificultado acceder a una reparación colectiva: “muchos de los chicos cuando fueron a hacer esa declaratoria ante los funcionarios de la Defensoría del Pueblo no se las aceptaron porque tenían que mostrar pruebas, uno de esos fui yo. O sea, a mí no me aceptaron el acto de abuso sexual, sino el de desplazamiento porque yo no tenía las pruebas de que me estaban violando”, explica Omar con la impotencia y el inconformismo que generan este tipo de situaciones.
A pesar de esto, Omar Meza todavía espera ampliar su declaración para que los hechos de violencia sexual sean reconocidos y, de esta manera, mantener la esperanza de que la impunidad no borre las atrocidades de su pasado y el de muchos otros jóvenes que sufrieron en silencio. En un país que tiene una facultad incomparable para olvidar sus horrores, el trabajo de personas como Omar resulta supremamente valioso para que las personas LGBTI sean escuchadas y nunca más vuelvan a ser invisibles o anuladas para la conveniencia de quienes buscan imponer un orden heteronormativo. La lucha histórica por la reivindicación de derechos es, sobre todo, una apuesta para que la memoria colectiva contenga los relatos de los vejámenes de la guerra, aquellos que marcaron a quienes se identifican como diversos y que a diario dedican su vida a reafirmar sus orientaciones e identidades.