
Sufrir como una realidad que se conjuga en primera persona del singular y del plural es la expresión más clara de que la vida digna y la cultura de derechos es una realidad ajena para muchas personas LGBTIQ+.
Los seres humanos, en el liberalismo, han construido desde los sistemas estatales y supranacionales, mecanismos legales para proteger la vida y hacer de la dignidad humana un asunto inviolable; sin embargo, y por la primacía del capitalismo en las relaciones sociales, dichos principios liberales o no están garantizados, o su efectividad depende de la posición en el mercado. Por eso se experimentan en la actualidad, de manera sistemática, expresiones de negación de derechos que, si bien no son sustentables en la teoría, la falta de igualdad de acceso a servicios y las expresiones de humillación social —que de parte del sujeto que las vive se naturalizan como merecidas y, de parte de la sociedad, se asumen como que no le pertenecen las pretensiones de una mejor calidad de vida—, dan cuenta de ello. A esto llamaremos desposesión de derechos, que produce como experiencia el sufrimiento.
Las presiones internacionales y los marcos normativos de derechos humanos no permiten hablar de sujetos sin derechos. Por eso no hay presentaciones ni acciones públicas —con algunas excepciones— que validen la desposesión; pero situaciones como la precariedad, los ambientes de vulnerabilidad, la fragilidad en las relaciones humanas y las expresiones de exclusión dan fe, en la vida cotidiana, de que existe tal desposesión, y que es vivida y en ocasiones asumida por el individuo y la comunidad como naturalizada.
El ser humano es un ser de percepciones, hacia sí mismo y hacia los otros, intuye realidades, percibe respuestas; y en esta dinámica, puede intuir que algo proyectado por la ley, o negado por la misma, al igual que un acuerdo comunitario, pueden dar cuenta de que algo no le pertenece o no está a la altura de la comunidad. De la misma manera, en los códigos comunicacionales, prácticas culturales o expresiones políticas, percibe que es excluido o no reconocido, porque no le pertenece el espacio que pretende habitar. Esta intuición genera efectos tanto individuales como colectivos, que impactan el conflicto de autoestima, lesionan las pretensiones de vida digna y afectan la relación con el entorno social. Dicho esto, podemos afirmar que la experiencia de desprecio se experimenta tanto en lo material —por ausencia de acceso o impedimento al disfrute— como en lo ideal —por la sensación de estar desprovisto o no ser validado.
Estamos ante una crisis de humanidad dada por cuatro asuntos: afectación a la dignidad humana por las sistemáticas experiencias de humillación; negación de derechos por no poder gozar de las condiciones que el Estado establece para el desarrollo de la vida digna; privación de la sociabilidad al verse coartado en sus pretensiones de integralidad comunitaria —que son la base para su proyecto de vida— y frustración al creer que efectivamente es portador de algo que le hace merecedor de dicha desprotección.
La sociedad es incapaz de realizar de manera efectiva, desde las prácticas sociales, un potencial de reconocimiento que ya está disponible cognitivamente en la sociedad. El causante de esta incapacidad es la esfera de acción mediada por el mercado: el capitalismo, o sea, pasividad o situación de una razón que opera de manera distorsionada. El capitalismo es un resultado histórico. El mayor logro de una sociedad moderna es construir una esfera entre el Estado y la familia: la sociedad civil o intercambios protegidos jurídicamente. Esa esfera, que es el capitalismo, trae consigo prácticas sociales y creencias mediadas por una racionalidad cosificante que coacciona a los sujetos para que perciban como normal sus relaciones intersubjetivas desde un punto de vista instrumental. El otro ya es una cosa para ser dominada con el fin de lograr un interés. Es una razón distorsionada y causa que crea la patología social.
El capitalismo global diluye las diferencias, relativiza las identidades. Allí predomina la distribución como clave de la justicia en el Estado de bienestar; por ello, las demandas de los grupos poblacionales se cifran en exigencias de reconocimiento: una teoría normativa de la sociedad que impida discriminar y el desarrollo de acciones reales para garantizar la equidad. Pero para ello, es importante iniciar por prevenir la humillación y el desprecio como prerrequisitos para conseguir la igualdad real; es una acción política éticamente motivada que propone el reconocimiento como criterio de una vida moralmente lograda, una lucha social que no fija su atención en la víctima del desprecio, sino en superar las causas de este.
Desde las experiencias de desprecio que hieren la subjetividad y originan la lucha, todo acto de resistencia es un espacio de experiencias morales dentro del cual se interpreta la realidad social desde el reconocimiento o el desprecio, promovido por la conciencia que cada persona experimenta en un escenario de exclusión o discriminación. La autoconciencia es autoconciencia de sí, de su propio ser. Pero el individuo debe acceder a una conciencia universal, que nos es dada de forma abreviada desde la conciencia individual, para ser conciencia completa. Es tener experiencia de la humanidad para tener conocimiento de lo que soy, darme cuenta de mí y de las limitaciones que tengo para consolidar mi proyecto de vida.
Los malos tratos y la violencia amenazan la integridad, la exclusión de derechos, la humillación y la ofensa. Es a través de la identidad que se descubren las pretensiones morales de reconocimiento que conducen al sujeto a ser partícipe de una sociedad organizada que respeta las diferentes identidades; porque el reconocimiento mutuo atraviesa la individualidad, posibilitando la comunicación desde el reconocimiento de sí, que está atravesada por los lenguajes, gestos y comunicación. El desprecio atenta contra la dignidad humana y produce daño en el sentido moral, y eso impulsa a levantarse en lucha por la igualdad, buscando la reconstrucción de la dignidad que se da por las relaciones mediadas por el reconocimiento recíproco.
La integridad de una vida digna, con base en los derechos, depende de la experiencia del reconocimiento intersubjetivo, y considerarse una persona íntegra solo se logra protegiendo la dignidad del desprecio. Por eso, la utopía social es la eliminación de la miseria humana, y el fin del derecho es la superación de la humillación humana: que vivir con dignidad sea el verbo que conjuguen las personas, más allá de sus diversidades, siempre con un nivel de autoestima posible, un cuerpo normativo que garantice acceso a servicios que garanticen derechos, y un entorno social que reconozca, valide y respete sus proyectos de vida.
El desprecio como realidad social —tal como advierte Honneth— desarrolla tres causas que perturban la relación consigo mismo:
- Afecta la integridad física con formas de maltrato, retira por la fuerza la disposición del cuerpo y desarrolla un grado de humillación en la relación práctica consigo mismo.
- Da cuenta de la ausencia de acciones asociadas al derecho en la comprensión normativa de la persona, las pretensiones individuales de una persona para una realización social en una institución con miembros de una comunidad.
- Evidencia la presencia del desprecio en formas de vida colectiva por ciertos grupos que, como arma de rechazo, acuden a la deshonra. Es una medida de coerción social: se le quita la posibilidad de darle un valor social a sus capacidades. Hay un deterioro causado por ciertos influjos sociales de los sujetos, de modo que sufren un déficit o vulneración de su racionalidad social, que los lleva a interpretar equivocadamente su libertad. Estas interpretaciones fallidas se observan claramente en ciertos fenómenos sociales actuales de índole patológica: en lo que respecta al ámbito jurídico, se produce una “jurisdicción de las relaciones sociales” y, en la cultura ciudadana, la formación de un carácter social indeciso, lo que hace que la libertad se desarrolle en actitudes de un rígido moralismo.
La integridad de la persona depende del reconocimiento de los demás. Cuando no hay reconocimiento, hay desprecio. Experiencias negativas de sufrimiento moral como:
- El maltrato físico (lo horrible no es el dolor físico, sino la consternación de estar en manos de otro hostil, lo cual destruye la confianza del individuo, produciendo muerte psíquica).
- La negación de derechos (personas que son excluidas de derechos; el efecto de esta situación es que el individuo recibe un mensaje muy claro de la sociedad: no es moralmente imputable. Se le condena a una situación de memorización, pierden el autorrespeto, y el nombre que se le da es “muerte social”).
- La ofensa (determinados cánones de valoración social institucionalizados conducen a un menosprecio sistemático); dan cuenta de que solo descifrando el sufrimiento se pone de manifiesto su contrario: el reconocimiento correspondiente que nos urge activar.
El desprecio se evidencia en el sufrimiento, y este siempre es social: sufro por algo. El entorno hace conciencia de mi sufrimiento, por las expectativas socialmente creadas, que, al no poder alcanzarse, generan un vacío psicológico. El sufrimiento nace de la ausencia de expectativas socialmente no realizadas. El sufrimiento se da por el desconocimiento de derechos; es un marco institucional que excluye. Por eso, podríamos decir que la expectativa moral de los sujetos es superar el desprecio, poner fin al sufrimiento que se experimenta buscando condiciones sociales para el reconocimiento mutuo.
Hay muchas personas LGBTIQ+ que hoy experimentan sufrimiento a causa del desprecio social: viviendo en la pobreza, sintiendo diariamente amenazadas sus vidas, con restricciones para acceder a derechos, con señalamientos que criminalizan sus vidas y con la sensación de que la diversidad les impide alcanzar un estatus de ciudadanía plena. Son realidades que, si no se superan, por más avances normativos que tengamos, en nuestro entorno las vidas sexo-género diversas jamás serán vidas bien vividas ni experimentarán dignidad. Y allí hay una responsabilidad expresa del Estado de ser garante de derechos con enfoque diferencial, pero también de las comunidades, de poner fin a su desinterés por la vida de las personas LGBTIQ+ y hacer de la diversidad un valor de integración social y de reconocimiento, y no de reproducción del desprecio.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo