18 de julio de 2021. La reciente condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos al Estado hondureño por el asesinato de la lideresa trans Vicky y la apertura de acciones legales en la Unión Europea contra Hungría y Polonia por sus políticas prejuiciosas ante las personas LGBTIQ, nos recuerda que los Estados son responsables por acción u omisión de la violación de los derechos humanos y, bajo la primacía de la dignidad humana, que los movimientos sociales luchan por hacer realidad en la vida cotidiana el bienestar como principio rector de la vida en sociedad. Sin embargo, la agudización del discurso neoliberal y la hegemonía capitalista, no solo han puesto en segundo plano la garantía de los derechos, sino que ha consolidado nuevas formas de exclusión donde, quien no puede ser cosificado debe ser despreciado.
En esa crisis de la democracia liberal, donde la protección no es el rango característico del Estado, sino la privatización, y lo derechos no son el horizonte sino los servicios que puede ofertar, emerge la agenda de los derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersex y personas no binarias, no porque sea una nueva forma de construir ciudadanía, sino porque la presión, criminalización y señalamiento les impedía históricamente el desarrollo de su proyecto de vida ciudadana, pero hoy, alentados por procesos emancipatorios, hacen públicas sus demandas de derechos y dejan en evidencia que el Estado es el mayor perpetrador de la violencia de la que han sido víctimas sistemáticamente, al olvidarlas, criminalizarlas, penalizarlas y condenarlas a la no ciudadanía.
Es que muchos de los Estados conservan en sus cuerpos legislativos sanciones decimonónicas hacia la diversidad sexual, satanizan el sexo en expresiones no procreativas, imponen un modelo de familia y promueven la violencia contra las personas trans, con los mismos discursos y prácticas de acciones genocidas de las cuales hoy el mundo se avergüenza. Todo ello validado en una cultura de complicidad social, que en algunos lugares considera que es cuestionable garantizar derechos a las personas LGBTIQ, la misma que en los años 1920 negaba la ciudadanía a los afroamericanos y en 1950 la educación superior a las mujeres, causas absurdas, pero en su momento, por la terquedad de ver la diversidad como una amenaza social, fueron responsables de violación de derechos y de la consolidación de prácticas sociales y políticas que naturalizaron como modo de vida un sistema social patriarcal, homofóbico, racista y clasista.
Esto ha conducido al agotamiento de la vocación genuina de los Estados, pues en el caso de la diversidad sexual y de género, no son promotores, sino violadores de derechos, situación que ya lo advertían las revueltas trans feministas de los años sesenta y que fue recogido en el manifiesto homosexual de 1971 pronunciado por Silvia Rivera, activista trans puertorriqueña, cuando estuvo en el ayuntamiento de Nueva York y tuvo la oportunidad de dirigirse a la autoridad de la ciudad indicando: “No podemos seguir siendo invisibles. No permitiremos que su autoridad busque avergonzarnos de quienes somos, hemos venido a mostrarle que somos muchos y no descansaremos hasta que, ustedes en su actuar erradiquen la idea de que la homosexualidad es algo malo, enfermizo o inmoral”.
Esta consideración de transformar el “status quo” que establece los prejuicios y propaga la inequidad como norma natural, es la motivación que sigue asistiendo a los procesos colectivos LGBTIQ hoy y por ello, la movilización social y la resistencia a los regímenes opresores es tan vigente hoy, no por la búsqueda de inclusión, sino porque éste es un sistema caduco que proscribe la diversidad sexual, regular la identidad y demarca la expresión de género. Por ello no puede ser la incorporación a él lo que garantice la vida digna a las personas históricamente excluidas, porque los prejuicios que hoy padecen, son precisamente resultado de ese modelo social; es necesario transformar, cambiar imaginarios, reinventar acciones y hacer las cosas de forma diferente, para que todas las vidas puedan ser vividas.
Hay buenas prácticas y lecciones aprendidas: el potencial del diálogo social, en 1972 en Suecia, como respuesta a las demandas de la sociedad, su gobierno dejó de considerar el travestismo como una enfermedad y dio vía libre al cambio de sexo de forma legal; de la misma manera, la incidencia de activistas en 1973 en el Consejo Federal de Psiquiatría de Australia y Nueva Zelanda logró que se declarara que la homosexualidad no es una enfermedad y, luego de debates académicos y argumentativos, en Estados Unidos, la Asociacion de Psiquiatría retiró la homosexualidad de su manual diagnóstico de trastornos mentales.
En lo referente a la importancia de reformas estatales, las acciones para promover cuerpos legislativo y derrocar cualquier forma de negación de derechos, activó acciones afirmativas que corrijan esa desigualdad histórica, como en Canadá y Estados Unidos en 1994, cuando decidieron ofrecer estatuto de refugiados a personas LGBTIQ que temían por su seguridad en los países de origen, o el caso del Reino Unido en 1996, cuando dictando el primer caso de Jurisprudencia para impedir la discriminación de personas trans en el espacio laboral, o el emblemático ejercicio constituyente del Ecuador en 1998, al convertirse en el primer país de América en el que la constitución protege la orientación sexual.
También la urgencia de la transformación de la sociedad es clave, y allí la educación es un eje central, por lo que se han realizado apuestas educativas para fomentar una cultura ciudadana respetuosa de la diversidad, activando acciones concretas para corregir la desigualdad, como por ejemplo en 2003, cuando en Reino Unido se revocó el artículo 28 que prohibía hablar de diversidad sexual en la Escuela Pública, y en California en 2011, cuando se aplicó la ley de “Educación justa” que incluyó en el pensum de las ciencias sociales las cátedra afirmativas LGBTIQ y prohibió el lenguaje discriminatorio en el currículo escolar en cualquiera de sus etapas.
Y en materia de garantías de no repetición, algunos estados han dado inicio al tránsito por la memoria para conectar el alto ejercicio de visibilidad que tiene hoy el movimiento con centenares de años de persecución. Para la muestra, en 1985, para poner fin a la dictadura uruguaya, se dio paso a pensar un sistema de reparación que reconociera a los colectivos de la diversidad; por su parte, en 1993, en Sudáfrica, el ejercicio post apartheid inició un ejercicio judicial para la consolidación de los derechos de las personas LGBTIQ; y en 2007, las organizaciones de la diversidad sexual de España, al participar activamente en los espacios de consolidación de la democracia luego del franquismo , logrando que en la ley de memoria histórica quedara consignado que quien haya sufrido dificultades económicas por su orientación sexual pudiere acceder a la compensación del Estado.
En Colombia la riqueza de la Constitución, con un gran potencial de transformación aún no activado, la abundante jurisprudencia en materia de diversidad sexual y género, la implementación del acuerdo de paz con su enfoque de género, aunado a que pertenecemos a sistemas regionales garantistas como la Convención Americana de Derechos Humanos y los pactos y tratos suscritos, dan la oportunidad para que el Estado ponga freno al aumento desmedido de la violencia contra las personas LGBTIQ, el crecimiento del discurso de odio y a una política de retroceso liderada por el gobierno actual que busca poner límites al avance de la igualdad y empezar a responder a la demanda de las movilizaciones sociales, particularmente de los colectivos trans, que piden poner fin de una vez por todas a la indiferencia estatal, que es la gran detonante de la violencia prejuiciosa que hace que en países como el nuestro estén en peligro y sus vidas no puedan ser vividas.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo