Más reciente Reflexión afirmativa

La naturalización patológica de la discriminación

Discriminar es la expresión de una sociedad que es excluyente, racista, homofóbica, transfóbica y prejuiciosa frente a la diversidad.

La discriminación ha estado anclada en la estructura misma de la sociedad. Todos los procesos culturales, sociales, políticos y económicos, bajo la teoría de la selección, han decidido quiénes participan, con base a parámetros de privilegio, dejando por fuera a una serie de grupos poblacionales que consideran, por teorías infundadas, que no son iguales. En este ejercicio se ha basado el racismo, la misoginia, la aporofobia, la homofobia y la transfobia que, además de poner en riesgo la vida de las personas —pues validan la negación de derechos, por ejemplo, reduciendo los derechos de una mujer rural, negra y lesbiana— ponen sobre su existencia la sumatoria del desprecio en su máxima expresión.

Etimológicamente, se deja entender el efecto nocivo de esta palabra. Es decir, el prefijo “dis” significa separar y “crimen” distinguir en negativo, por comportamiento erróneo. Siendo así, esta palabra, en su carga semántica, significa separar la otra persona de mí para rastrear en ella, identificar lo “erróneo”, lo “malo” o “no adecuado” de su vida y, de inmediata, señalarla distinta a mí en una escala de valor que me pone por encima de ella. Cuando alguien discrimina, nombra cualidades de la otra persona que les califica como perjudiciales y, en un ejercicio de superioridad moral, deja constancia que está reducida o que no será igual a quien la enuncia; el blanco cree que el mestizo y el negro encargan prácticas perversas que les pertenece por su raza, el hombre cree que las mujeres o las personas no binarias adolecen de virtudes que solo él posee y las personas heterosexuales miran con desconfianza y prejucios la vida sexual homosexual o bisexual.

La gravedad de estos comportamientos —a todas luces, jerárquicos— es que promueven la violencia como práctica correctiva de quien las profesa y naturalidad o indiferencia de quien aparece como testigo. La discriminación se da en tres escenarios interdependientes, así: 1. Se fabrican desde un lugar de privilegio (hombre, blanco, heterosexual) unos imaginarios de lo que está bien y lo que está mal, asumiendo para sí mismo lo bien hecho y dejando a los contrarios lo mal hecho; 2. Al lado opuesto, se le trata de forma despreciativa, haciéndole sentir inferior, ausente de igualdad y sin derecho a reclamar sus propias demandas, pues aparece como un asunto de pretender igualarse a quien parece no solo tener el poder de decir qué está bien o que está mal, sino de no permitir que el otro se iguale a él, y 3. Invocando la igualdad, no se relaciona con las otras personas desde la violencia, sino que la violencia se legitima como una forma de relación con ese otro diferente, pues es la única manera de mantenerle a raya. Por eso la discriminación es la fuente de la violencia, verbal, simbólica y física y la que agudiza la confrontación y la exclusión.

La discriminación es un dispositivo presente en la sociedad que, si bien no les es propio eliminar como primera opción, sí le pertenecen las prácticas de jerarquización para hacer sentir al otro inferior y, claro, con su recurrencia, pasa fácilmente la frontera de la exclusión que, efectivamente, sí es determinante. Con esto se hace referencia a la exclusión no es sentir y creer que el otro es inferior y le puedo dominar, sino asumir que el otro no existe, es invisible, o no debería existir y, por tanto, su eliminación física y simbólica es necesaria, dando lugar a la violencia en todo su esplendor. Por ello, las sociedades que, desde los discursos, replican la superioridad moral o la falsa creencia de que hay mejores que otros y construyen sus bases de relación, no solo son sociedades generadoras de violencia, sino que serán las responsables de que sigan existiendo en el mundo y en la vida de muchas personas, —particularmente de los grupos poblacionales históricamente excluidos y marginados— la sensación de que sus vidas no pueden ser vividas.

La movilización social y la resistencia de quienes no quieren vivir con esa sensación de que sus proyectos de vida son fallidos, que se han agendado en las demandas del movimiento indígena, afro, LGBTIQ+ y de las mujeres, entre otros, ha llevado a que, de su parte, se rompa con esa naturalización que logran los opresores de creer que, efectivamente, la diversidad que manifiestan les hace inferiores y, de otro lado, sacudir la diferencia de la sociedad, que es una maquina autómata y expulsora de discriminación a diestra y siniestra. Por ello, ese sufrimiento moral que experimenta quien es discriminado, cuando toma conciencia que no es justo con su proyecto de vida, le lleva a conectarse con otras vidas que experimentan la misma sensación, y esa juntanza —convertida en acción colectiva— pasa por una exigibilidad de orden ético de que no pueden seguir estando en inferioridad de condiciones. Esta les mueve a levantar la voz por un cambio inmediato que debe pasar por transformaciones afectivas, jurídicas y sociales, como señala Axel Honneth, para pasar del desprecio al reconocimiento; un mundo de iguales, jamás la inclusión, que sigue siendo el mundo de los privilegiados.

Esta presión de los movimientos sociales ha comenzado abrir camino en los estados democráticos que hoy, por lo menos en términos teóricos, han entendido que discriminar no es solo un delito, sino que es muestra de un proyecto fallido de sociedad. Lastimosamente, esta sociedad juridizante ha leído una demanda solo desde la sanción, que no transforma nada, solo castiga y no desde la educación. Por eso, los avances que con orgullo enarbolan las naciones hoy contra la discriminación, no son muestra de la reducción de la misma, pues sus respuestas a esta demanda social han sido los castigos, creados desde la teoría penal de ley antidiscriminación, que actúan solo cuando se comete el delito y lo hacen castigando al opresor, más no identificando las motivación para su acto de violencia y, mucho menos, promoviendo acciones para que no se vuelva a cometer. 

Prueba de lo mencionado es la ley  1482 de 2011 que, para Colombia, indicó que la discriminación es un delito, pero este cuerpo legislativo —con 12 años de existencia ya— no solo ha sido ineficiente (solo se ha usado un par de veces, invocada por el juez para impartir una condena), sino que presenta estructuralmente estos tres problemas. 1. Solo castiga la discriminación cuando se comete, no busca prevenirla; 2. La sanciona solo de los funcionarios públicos sin darse cuenta que está naturalizada en la sociedad, y 3. Desconoce la diversidad en su máxima expresión; por ejemplo, en materia de personas LGBTIQ+, indica que hay discriminación por orientación sexual, pero no menciona ni la identidad, ni la expresión de género, es decir, de las personas trans, que son, de este grupo poblacional, las mayores receptoras de violencia.

Indicadores de la naturalización y aumento en la vida cotidiana de racismo, misoginia, homofobia y transfobia, que conducen a prácticas sistemáticas de violencia, son un llamado de atención urgente de reconocer que castigar y penalizar no es camino y que es urgente educar en estas cuatro direcciones: 1. Desmontar imaginarios insertados en las comunidades, que hacen válido despreciar a las otras personas, cuando estas enarbolan la exigibilidad de derechos en medio de la diversidad; 2. Asumir que la igualdad ante la ley es el punto de partida y, en la vida cotidiana, es la llegada. Para ello, es necesario activar acciones afirmativas con el fin de que aquellos grupos poblacionales que históricamente se han visto excluidos y discriminados, puedan superar el déficit de derechos y estar a la par de las demás personas para gozar de igualdad jurídica y social; 3. Entender que el mayor medidor para saber si se desmonta la discriminación es la equidad social, que permita identificar si aquellas personas que venían siendo discriminadas gozan de posibilidades para construir su proyecto de vida y, por último, 4. Construir proyectos sociales, políticos, económicos y culturales desde la diversidad como valor social y jamás como argumento para negar derechos.

No es moderna, ni civilizada, ni ecuánime una sociedad que discrimina. Peor aún, cuando lo justifica, termina camuflando en principios morales la violación a los derechos humanos. Por eso debe ser responsabilidad de todos los espacios de articulación donde participan las personas en aras de construir su proyecto de vida, las condiciones de realización personal, sin ningún impedimento que tenga tufillo de discriminación, pues ello da cuenta de sociedades patológicas que jamás podrán superar la violencia. 

Wilson Castañeda Castro

Director Caribe Afirmativo