Junio es un mes que cierra pintado de arcoíris por las marchas del orgullo LGBTIQ+ en casi todo el mundo, pero también con una práctica perversa del mercantilismo de usar esta lucha para su marketing de “la igualdad”, sin tener un compromiso claro de transformar de raíz esas prácticas sociales que han naturalizado el desprecio contra las personas LGBTIQ+ y que lo quieren cambiar por intereses del mercado en cosificación, sin pensar en derechos.
Nuevamente, con la llegada de los últimos días del mes de junio y cada año con más fuerza, el fervor colectivo del arcoíris y las manifestaciones de aprecio a la lucha por el reconocimiento de los derechos de las personas LGBTIQ+ llenan los espacios públicos, las redes sociales, los medios de comunicación y los edificios gubernamentales, con una consigna que parece exteriorizar un sentimiento colectivo: las garantías de vida digna para las personas sexo-género diversas. Las marchas culmen de estos días suelen ser el acto más significativo, cada vez más numerosas y con mayor presencia de aliadas que por un par de días nos hacen sentir que este es un mundo que convive y respeta la diversidad y la disidencia. Sin embargo, y como todas las acciones de las sociedades neoliberales, el marketing y uso de las demandas sociales y políticas, llevadas a la mayor cosificación, permiten tomar una foto, para tranquilizar conciencias. Pero se baja el telón, se silencia la alegría de las marchas, se acaba junio y con él los propósitos y promesas de que esta será una mejor sociedad para las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersex.
Este ejercicio de reificación, que el capitalismo nos ha arrebatado para mercantilizarlo, hace un llamado al ejercicio crítico —que en ocasiones por la alegría de la movilización, el cansancio que queda a nuestras espaldas y la urgencia de dar inicio a los preparativos para el año que vendrá— y colectivo: ¿Qué motiva a las personas LGBTIQ+ a sentirnos orgullosas? La alegría de las calles, la apropiación que se hace del espacio público, los cuerpos policiales y el Estado al servicio de las marchas y los discursos políticos en tarima de quienes nos gobiernan, de que son aliados y trabajan por la diversidad, se desdibuja por su indiferencia los otros días del año con nuestras demandas, con la escasa inversión y acciones concretas de asumir cambios estructurales y con la nula acción poética y política de superar los prejuicios para que todo el año y en todos los lugares se sienta el orgullo de ser y vivir de las personas sexo-género diversas. Pues la precariedad, invisibilidad y ausencia de acceso a derechos es la relación cotidiana entre quienes enarbolan esos discursos y quienes, con resistencia, hemos ganado esos espacios sociales, culturales y políticos.
Para la teoría crítica, el orgullo es una virtud que tiene dos acepciones: sentirse bien con uno mismo y contar con estima social que confirma este sentimiento. Si acercamos la teoría del reconocimiento de Axel Honneth para entender este sentimiento colectivo, podríamos decir que el orgullo es un sentimiento difícil de traducir, pues significa una exteriorización de un sentimiento que tiene cuatro prerrequisitos: a) el autoreconocimiento de enunciarse desde una realidad que nos es propia, b) la autoconfianza de traducirlo en acciones concretas en los espacios que habitamos, c) el autorespeto que proporcionan las personas que nos rodean a esa forma de enunciarnos y d) la autoestima que se experimenta en la vida personal al vernos respetados y reconocidos. Ese ejercicio que se da de forma simultánea y dinámica; se traduce que el sujeto que se enuncia desde el orgullo, siente un amor profundo por su proyecto de vida; se siente seguro de manifestarlo, goza de herramientas sociales, jurídicas y comunitarias para asumirlo y experimenta el respaldo en actos de solidaridad y sororidad concretos. Los cuatro prerrequisitos son necesarios para que se dé el sentimiento del orgullo como exteriorización de que el proyecto de vida es bien vivido y que es posible la realización de la felicidad. La ausencia de uno de estos, por más que se trate de mostrar que se vive en orgullo, conduce a la cosificación y la ausencia de todos los elementos a la invisibilización, y tanto la una como la otra son señales de frustración al proyecto de vida, porque no hay acceso a derechos y la dignidad es una utopía.
Lo que experimentaron las compañeras trans en Stonewall en 1969; lo que traduce el movimiento LGBTIQ+ no solo en junio, sino en muchos momentos del año, reinados para hacer resistencia, expresiones celebrativas en carnavales, manifiestos sociales y políticos que interrumpen la cotidianidad, incluso de formas muy variadas y diferentes a la experimentada en Nueva York en ese mal llamado hito fundacional, suele estar cargado en un gran porcentaje del primer prerrequisito: autoreconocimiento, de ciertos visos de seguridad, a veces como reacción a un escenario de incertidumbre de autoconfianza, pero con poca expresión de autorespeto y con pocas manifestaciones de autoestima; por ello podríamos decir que celebrar el orgullo es entender este como un ejercicio en proceso: estamos construyendo el orgullo, estamos desde las calles, reclamando respeto y garantías para que la realización sea plena.
Exigir orgullo como acción permanente es pedir poder vivir como lo queremos hacer y contando para ello con garantías plenas, de lo contrario, las vidas de los que le reclaman serán vidas fracasadas y en la sociedad quedará constancia de que hay vidas que no pueden ser vividas. Y allí la violencia física, verbal o simbólica, los estigmas y la discriminación y la práctica de invisibilización cotidiana, darán pie a justificar los prejuicios y a que el mundo viva y avance como si esas vidas no importaran. Quizás sea por ello que este acto tan celebrativo del “orgullo”, contrario a expresiones más reflexivas, narrativas y testimoniales, propias de las movilizaciones sindicales y obreras —donde también se demandan derechos de las personas sexo-género diversas—, es que la alegría y la fiesta de la movilización, aunada al poner los cuerpos en escena y enunciar en público lo que es sancionado y reservado a lo privado, constituyen la génesis de sentir orgullo: libertad para ser y sentir el proyecto de vida deseado.
Estos años de lucha por hacer del orgullo una costumbre y hacer posible las vidas de las personas LGBTIQ+ tienen en relación con los dos primeros prerrequisitos dos ganancias significativas: en primer lugar, un grupo de personas que se van juntando por una cercanía —a veces excluida— de su diversidad sexual y de género y que han ido madurando en acciones colectivas, que vienen prefigurando un movimiento social con agenda política y exigencias concretas que están relacionadas con exigir equidad y respetar las libertades subjetivas y de otro lado; un movimiento en construcción que, la demanda de igualdad, le ha permitido ver hacia adentro y transmitir hacia afuera la diversidad en sí misma. Un tránsito de pensar lo homosexual como un acto individual a pensar la diversidad sexual como un proyecto político y de ir transformando, gracias a la presión de las personas con experiencia de vida trans y no binaria, para quienes la igualdad legislativa no es suficiente para su realización, a la transformación estructural de la sociedad machista, patriarcal, cisgénero y misógina, que se niega a renunciar al binarismo y que rápidamente agenció las demandas gais y estas cosificadas como su única respuesta al movimiento social en construcción.
Ahora, en relación con los dos prerrequisitos pendientes, que paradójicamente por el incremento de los discursos de odio y de la violencia por prejuicio, parecen estar más lejos, hay dos peligros que toca sortear con urgencia para cortar esa cooptación de la demanda social: de un lado, la apropiación que de esta agenda celebrativa han hecho actores sociales, comerciales y políticos abarcar las demandas, ha venido transitando a un escenario de desposesión de derechos, transformándolos en servicios que son mediados por el mercado para acceder a ellos, haciendo ver que solo es posible la transacción para gozarlo y allí se posiciona la figura del hombre gay, blanco, cisgénero y con recursos que es al único que quieren acaparar esas campañas estridentes del orgullo; del otro lado, unas acciones de violencia simbólica y colectiva de ridiculizar o pormenorizar las luchas originarias del orgullo, que conducen a la deshonra del proyecto de vida y de las pretensiones de vivir en libertad y con dignidad, traduciéndose en formas de desprecio que se experimentan los otros días del año y que son tasadas en: maltratos, violación de derechos, exclusión, experiencias de indignidad y justificación de una vida indigna.
Por ello, estas marchas del orgullo que son coloridas, alegres y festivas, tienen como base una acción clara de una lucha, en términos hegelianos, por el reconocimiento, que no es acaparación, ni naturalización, mucho menos cosificación, sino resistencia a un modelo de sociedad que aniquila y exigibilidad a construir otro mundo: en el que la diversidad sea el motivo de integración y el valor más preciado y la libertad la garantía de acceder a derechos sin limitaciones. Ojalá esta pintada de arcoíris que por estos días colman centenares de ciudades en todo el mundo
, dejen de ser “la lavada de cara” de estructuras estatales, sociales y culturales que han sido las responsables de la inequidad y la injusticia y se expresen como lo que en verdad son: un grito mundial desde la resistencia para exigir vida digna para las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans, intersex, queer y no binarias; que se hace desde la alegría, la fiesta, la música y los cuerpos, porque es la estética que hemos configurado para que nuestra lucha no sea arrebatada por actores externos. Que más bien su compromiso sea acoger dichas demandas y que el resto del año y todas las instituciones y sectores sociales, trabajen con empeño para que estas vidas y todas las vidas, puedan ser vividas con dignidad; allí y solo allí, el verbo orgullo, se conjugará a plenitud.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo