
Construir memoria (en plural) es el mejor ejercicio que como sociedad podemos activar para responder a décadas de invisibilización y desprecio de muchas vidas LGBTIQ+ que la violencia, el conflicto y la crisis democrática les ha impedido su proyecto de vida y la garantía de que el odio y los retrocesos no nos devuelvan al closet de la vida indigna.
Memoria, expresión femenina, está cargada de un significado dual: hacer un pare integral en la vida para poner la vista atrás y repasar lo que ha ocurrido y levantar la visión al horizonte de futuro buscando que lo que ayer nos afectó, hoy no se repita. Allí el recuerdo se convierte en un mecanismo sanador que no permite olvidar, pero a la vez da la fuerza para superar. En los últimos años países como el nuestro que buscan superar el déficit de derechos implementado por la violencia reclaman la centralidad de la memoria como mecanismos garante que caminemos hacia adelante, sacudiéndonos de los efectos destructores de la confrontación, transitando a una ciudadanía plena, sin olvidar a las víctimas, reparando sus afecciones y garantizando la verdad y las garantías de no repetición. Para ello, la memoria —que recuerda los hechos y la historia de manera dinámica— se convierte en un mecanismo dialógico, resultado de una acción colectiva que suma voces, testimonios y anécdotas que responde a preguntas tales como “¿Qué pasó?, ¿Por qué pasó?, ¿Que hicimos con lo que pasó?, ¿Como hacer para que este no se repita?.
La memoria como actividad integral del ser humano tiene cuatro puntos de articulación: a. La voluntad manifiesta de querer interiorizar e indagar por la vida en movimiento; b. El objetivo o punto de partida de lo que queremos interpelar; c. El reconocimiento de los daños o efectos que queremos superar; y d. El horizonte de transformación que queremos lograr. Hacer esta pregunta a la afectación de estas violencias o crisis institucionales a las personas LGBTIQ+ nos pone en estos escenarios; primero, frente al reconocimiento de unos proyectos de vida fallidos que fueron estigmatizados por la violencia, condenados a la soledad; segundo, al reconocimiento que dicho estado de indefensión, imposibilita la vida dignidad de quien vio y ve obstruido su proyecto de vida por dicha presión; tercero, la urgencia de romper con la indiferencia ciudadana y convocar la solidaridad y la sororidad; y cuarto, convocar un cambio estructural desde las luchas y resistencias que supere de una vez para siempre las realidades vulnerables que dieron origen a dicha afectación.
La memoria desde las realidades de la diversidad sexual y de género, en un escenario de pos acuerdo y de tránsito a la paz, como propone el acuerdo de paz que se implementa en Colombia desde su enfoque de género, ubica la realidad de un conflicto armado que promovió una violencia desproporcionada hacia las personas LGBTIQ+ en razón de prejuicios hacia sus proyectos de vida. Una vez asumida esta realidad, se convoca a erradicarla para que no se repita, y esto es enfrentar la violencia naturalizada, pues esta ha introducido una práctica en el mundo que da constancia de la facilidad que tenemos los seres humanos de volver a la otra persona una “cosa”, deshumanizarla, olvidarnos de su dignidad y validar con cualquier motivo, que jamás será justificable, que su vida es de menor valor y por eso puede ser aniquilada o despreciada. Siendo así, podríamos decir que la memoria para el movimiento LGBTIQ+ es el esfuerzo colectivo de reconstruir una historia de violencia desproporcional, presión moral, represión y persecución por la posición hegemónica de una sociedad heterosexual, patriarcal y machista que, si bien ha existido desde siempre, ha tenido tópicos en la historia de mayor presencia, que están relacionados con proyectos políticos autoritarios, posturas sociales moralizantes y prácticas culturales reificantes.
Esta realidad deja clara dos dinámicas: de un lado, que las crisis institucionales agudizan este tipo de violencia —llámense dictaduras, conflictos armados, crisis sociales o imposición de modelos culturales. Así, por ejemplo, las dictaduras en el cono sur, contaron a muchos homosexuales y lesbianas entre sus víctimas; el conflicto armado de El Congo y Colombia desplazaron y persiguieron hasta aniquilar miles de personas sexo-género diversas y las practicas neo-fascistas, como las que reconocemos hoy en EE.UU. El Salvador, Venezuela, Cuba, Nicaragua y Argentina, precariza la vida de las personas LGBTIQ+ y los modelos culturales impuestos por el neoliberalismo vacían de contenido los proyectos de vida de las personas disidentes sexualmente y le somete a lógicas de marginación y modelos de explotación, donde su diversidad sexual y de género les hace más vulnerables. Acciones que, en su conjunto tienen un punto de partida común, la invisibilización o instrumentalización de las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans, intersex y no binaries y se articulan, a pesar de su distancia en el tiempo y el espacio en un reclamo legítimo; garantías de vida digna.
La memoria tiene una relación clara con el cuidado, pues es un bien colectivo que debe consolidarse en lo público y desde él, como política de Estado, conducido por la teoría feminista: poner fin a los problemas estructurales que nos condenan a la violencia, pobreza y naturalización de la precariedad. La memoria es un ejercicio que hace la mente y ello significa reflexión, conciencia y pensamiento, pero pasa por el corazón, que siente y resiente evoca, recuerda y selecciona y eso permite que salga de nosotros, como la sumatoria de lo que pienso y siento, pero que requiere de un engranaje social, de las otras personas donde las fragmentos seleccionados se posesionan y se convierten en bien público. La memoria, además, es dinámica. No es lo mismo, siempre se articula y transforma. Allí lo particular, nuestra vida diversa, se hace universal; el reclamo de la ciudadanía plena, requisitos necesarios para poder vivir en paz, para recuperar el valor igualitario de la democracia.
¿Quién produce la memoria?, ¿Cómo se construye?, ¿De qué manera la preservamos?, ¿Cómo hacer de ella un bien público?. Planeta paz, que fue un ejercicio de posicionamiento social en Colombia en los años 90, fue un primer ejercicio de memoria para el movimiento LGBTIQ+ en Colombia y ello permitió activar cinco vías que hoy son claves para la memoria del movimiento social: a. La memoria como acción política personal, realidad encarnada de los proyectos de vida de las personas LGBTIQ+ atravesada por la cotidianidad de la historia; b. La memoria como acción colectiva en relación con la realidad interseccional que pone nuestra vida en relación con otras; indígenas, afros, mujeres, jóvenes, sindicalistas, que juntas entrelazan fuerzas para fortalecer la memoria; c. La memoria como acción critica, desde la teoría feminista, que llevó a la movilización para desnaturalizar la violencia y demandar las practicas autoritarias del patriarcado, llamando a la liberación de las sexualidades y el respeto a la dignidad humana con las garantías para serlo; d. La memoria situada y encarnada que tiene un lugar y que se da en tres dimensiones: en la vida de quien toma conciencia en su proyecto de vida, en el movimiento social que reclama desde sus narrativas sus lógicas y demandas de lucha y en los territorios, que deber ser simbólica y materialmente posibles para los proyectos de vida de las personas LGBTIQ+; y e. La memoria como mecanismo de transformación, que tiene la capacidad de proponer nuevas y renovadoras formas para tejer procesos de vida con base en derechos y libertades.
Kundera nos recuerda que la memoria es la lucha contra el olvido, la tensión que tenemos los seres humanos entre lo que se hace presente y lo que se olvida. La memoria no es individual o colectiva; es individual y colectiva. Debe involucrar al sujeto y a su entorno al tiempo y en articulación para que sea sinónimo de transformación. Ahora bien, no hay una sola memoria, jerárquica. Hay memorias de tantos proyectos de vida que son truncados. Memoria histórica de lo que se recuerda como identidad colectiva. La memoria histórica como proceso colectivo, con creación del lenguaje en los miembros de la sociedad. El Centro Nacional de Memoria Histórica es el vehículo de esclarecer hechos violentos, esclarecer las voces de la víctimas y garantizar una paz sostenible.
Particularmente años de resistencia del movimiento LGBTIQ+, sobre todo en la invisibilidad y las márgenes, nos han llevado a proponer no tanto una memoria académica y narrativa sino, y sobre todo, memorias periféricas y activistas donde, en un quehacer cultural y contracultural, hemos propuesto transformar la realidad e imaginar el futuro. Quizá no con tanto acervo del pasado, porque no existíamos, pero si con un gran sueño de futuro, con la mirada al frente y no atrás, como enseñan los indígenas. Allí nuestra propuesta a la paz y a la democracia no está concentrada tanto en el “no olvido”, sino en el empeño de que otro mundo posible; el de los afectos y la complicidad por la vida. Memorias disidentes y feministas, que suman años de resistencia desde la cultura, el arte, las formas de persistencia, incluso en los momentos más difíciles, donde, con creatividad proponemos otras formas de ocupar el espacio y significar la vida.
La memoria para las personas LGBTIQ+ es reparadora, pues tiene el objetivo de nombrar lo “innombrable”, hacer visible lo “invisible” y reivindicar como digno lo excluido, a quien se quería marcar como indeseable, es una memoria transformativa, pues, al instalarse en la opinión pública, hacer presente unos hechos y señalar unas conductas y responsables de la violación a los derechos humanos, está relacionada con la urgencia de una transformación de escenarios sociales, culturales y políticos para que dichas conductas no sean repetidas y que, como punto de iniciación, desde ese momento, las vidas de las personas LGBTIQ+ cuenten. Esta memoria, así construida, canaliza los dolores y las heridas abiertas de las víctimas, no con un ánimo de resignación, sino de fuerza y reivindicación de una revolución que exige cambiar los paradigmas de la sociedad.
En un mundo donde los últimos vientos políticos, quieren dejarnos en los márgenes, olvidar el desprecio que se ha cultivado imposibilitando como dice Judith Butler que muchas vidas no han podido ser vividas y que hoy quieren volvernos los mayores enemigos de la sociedad y responsables de su deshumanización, cobra vigencia enunciar la memoria como un bien público y como un límite a las atrocidades que quieren resurgir para negar la vida digna. Sin memoria no hay verdad y la verdad es la construcción colectiva de aquello que nos costó la vida para que estas no se repitan. El judeo-cristianismo nos condenó como pecadores, las dictaduras aniquilaron vidas por considerarlas inviables, los conflictos armados impusieron una lógica moral que declaró objetivo militar a las personas sexo-genero diversas; el nazismo hace 70 años y el fascismo hoy hacen de las personas LGBTIQ+ el enemigo del Estado, que hay que perseguir y desaparecer y el neoliberalismo nos reduce a cosas para utilizarnos y luego desecharnos. Todo eso hay que superarlo. Aquí requerimos la solidaridad y sororidad de toda la sociedad porque, de lo contrario, nunca podremos tener una vida bien vivida.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo