Recordar las vidas que han sido aniquiladas y los sueños frustrados de las personas sexo-género diversas, víctimas de la violencia y la opresión, es otra forma de construir la historia.
Las narrativas históricas del movimiento LGBTIQ+ han hecho de Stonewall y sus revueltas el hito fundacional de la lucha por el reconocimiento de los derechos, la diversidad sexual y de género, una afirmación que, si bien hemos problematizado por su enfoque gaycéntrico, urbano y festivo, compartimos mayoritariamente en las sociedades actuales como un punto de inflexión de esta lucha. Sin embargo, no podemos desconocer que existen otras formas de promoción de esta acción de resistencia que ha puesto en primer orden las libertades sexuales en las agendas actuales. Algunas de estas han estado promovidas por la planeación estratégica, otras son fruto de las acciones colectivas y expresiones expóntaneas, pero también otras muchas han sido el resultado de escenarios negativos o de violencia estructural que han hecho de las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans, intersex, queer, entre otras, receptoras de discriminación y exclusión. Ha sido la ausencia de derechos y la limitación de sus libertades lo que nos posibilita narrar de otra forma la historia de las luchas de la liberación sexual y de género.
Estas expresiones de violencia, que no son solo propias de las sociedades modernas, han encontrado en los últimos años, en los procesos de memoria histórica, la oportunidad de nombrarlas, documentarlas, visibilizarlas y, sobre todo, entenderlas para romper su silencio y proponer allí acciones de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Capítulos históricos que se han querido echar al olvido, como las personas marcadas por el “triángulo rosa” en el exterminio nazi, las denominadas “violetas” de España —sinónimo de peligrosidad y habilitante a curarse o encarcelarles—, las víctimas en el conflicto armado colombiano y “las parias” de los procesos migratorios de centroamérica son todas realidades que, lejos de la alegría de las marchas del orgullo que conocemos hoy, marcaron —o quisieron marcar— otra forma de vida LGBTIQ+.
Estas expresiones, que tienen en común la violencia sistemática, el estado de indefensión de las víctimas, actos relacionados con el desprecio hacia su orientación sexual, identidad y expresión de género, si bien se instauraron como acciones para perseguir e invisibilizar, promovieron la resistencia, el grito colectivo de “nunca más” de muchas personas que se cansaron de bajar la cabeza y ocultar su vida y decidieron hacer de esta una causa política, exigiendo respeto y reconocimiento por su autonomía y libertad. Acciones marcadas por la precariedad y el descrédito social, pese a todo, resistieron y, de forma creativa, asumieron una ocupación de escenarios de manera simbólica, pues querían poner fin a asesinatos, persecuciones policiales, prácticas de estigmatización social, amenazas y limitaciones a los liderazgos; todas estas conductas basadas en principios morales que, imponiéndose a los derechos humanos, hacen ver que las vidas de las personas LGBTIQ+ son vidas de menor valía, amenazan la sociedad y, por tanto, pueden y deben ser —como prácticas disciplinante—, receptoras de violencia.
Este ejercicio, movilización que, si bien responde a contextos diferentes, fue dejando constancia en el mundo entero y presentada por los medios de comunicación el reclamo de que urgen las garantías de vida digna a las personas LGBTIQ+, acciones que se deben asistir no desde el progresismo pragmático, sino desde la memoria colectiva. No obstante, su primera acción debía ser hacia el pasado, no por la añoranza de una vida mejor —porque no lo era—, sino para sacar del anonimato a cientos de personas sexo-género diversas que fueron aniquiladas por esas órdenes morales. Esto hizo de los procesos de memoria las acciones, si se quiere, más estratégicas del movimiento social, pues su activación no solo permite hacer justicia con enfoque reparador y con garantías de no repetición, sino que, en su vocación de reconstructora de la historia, ayuda a construir una línea de tiempo que evidencia las prácticas, ausencias y contingencias que perpetraron y naturalizaron violencias y da pistas de cómo garantizar la no repetición.
La memoria en este nivel tiene cuatro cualidades: 1. Es, tanto individual, como colectiva, pues, si bien enuncia al sujeto particular “víctima de la violencia”, reconstruye su contexto y las afectaciones que generó en su entorno, muchas veces a su pares, familias o en sus proyectos afectivos; 2. Es una memoria reparadora, pues tiene el objetivo de nombrar lo “innombrable”, hacer visible lo “invisible” y reivindicar como digno lo excluido, a quien se quería marcar como indeseable; 3. Es una memoria transformativa, pues, al instalarse en la opinión pública, hacer presente unos hechos y señalar unas conductas y responsables de la violación a los derechos humanos, está relacionada con la urgencia de una transformación de escenarios sociales, culturales y políticos para que dichas conductas no sean repetidas y que, como punto de iniciación, desde ese momento, las vidas de las personas LGBTIQ+ cuenten; por último, 4. Esta memoria, así construida, canaliza los dolores y las heridas abiertas de las víctimas, no con un ánimo de resignación, sino de fuerza y reivindicación de una revolución que exige cambiar los paradigmas de la sociedad.
La democracia, que es la garantía de que consolida la cultura de los derechos humanos, solo es posible donde la memoria colectiva es constructora de realidades. Esta es un antídoto contra la indiferencia, que es la actitud más antidemocrática, pues pretende hacer del olvido norma de vida y de las jerarquías excluyentes un mal necesario de la sociedad. La selectividad no solo no es un ejercicio de memoria legítima, sino que termina siendo contraria a su vocación sanadora, pues decide elegir en un mundo de realidades cuáles quiere reconocer y termina creando mundos ficticios como reales, y esa es la situación que se lee con frecuencia —y preocupación— en las historias que llegan hasta nosotros del movimiento LGBTIQ+. Una historia más “rosa” que, rápidamente, se posesionó en los medios de comunicación y que ha hecho de arcoíris no solo un ejercicio de marketing, sino una práctica de lo políticamente correcto. Esto, además, es excluyente porque se conecta solo con la realidad festiva de la diversidad sexual y de género, casi siempre en las voces de los hombres gay, blancos —me a culpa—, patriarcales y urbanos que, si bien como todos y todas la tuvieron difícil al salir del closet, fácilmente negociaron con la sociedad opresora, pero invisibiliza la realidad de las personas oprimidas aquellas que la diversidad sexual y de género confinó en la marginalidad, la misoginia y el racismo.
Por eso, en países como el colombiano, que luego del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC, —que es el primero en el mundo con enfoque de género— tiene la oportunidad de proponer otras narrativas de la historia. Esta se percibe desde las carencias y rupturas de las víctimas, desde los mapas corporales de resistencia para hacer frente a sus adversarios y desde los diversos modos de sobrevivencia para tratar de construir un proyecto de vida en una sociedad donde quienes ejercían el control territorial no solo lo hacían con armas y de forma violenta, sino que hacían a las personas LGBTIQ+ más vulnerables por una visión imaginaria y perversa de que no merecían un ejercicio de vida.
El informe de la Comisión de la verdad en sus recomendaciones advirtió que era urgente reconocer cómo la complicidad social ante la indiferencia de las comunidades que, por afán moral, preferían el aniquilamiento de las vidas de las personas LGBTIQ+ a reconocer sus derechos, que se debe como exigencia. Transformar la realidad como requisito para que no se repetieran las violencias y se sigan exacerbando sus vidas, activar en el Estado servicios que permitan superar el déficit de derechos que tienen las personas sexo género diversas y poder acceder a derechos integrales, primero con acciones afirmativas, hasta que avancemos en equidad y puedan las personas acceder en igualdad de condiciones a la vida digna y, en cuarto lugar, promover acciones simbólicas que a propios y foráneos nos recuerde la vergüenza de estas conductas que cortaron la vida de cientos de personas y, a otras, las tiene hoy marcadas en sus cuerpos y en sus vidas con las peores señales de un conflicto que no permitió amarnos.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo