De ser reconocidos los derechos de las personas LGBTIQ+ en algunos países, requerimos pasar a escenarios de garantías para acceder a ellos, ampliación para, no solo buscar vivir, sino hacerlo dignamente y blindarlos para que las políticas de odio no pongan fin a los ideales de bienestar.
En días pasados, la Cámara de Representantes de los EE.UU. tomó una decisión legislativa de blindar el matrimonio igualitario ante el riesgo que la Suprema, Corte por su talante conservador, eche para atrás los derechos adquiridos. Esta decisión que, en términos democráticos, parece innecesaria —pues los derechos no son negociables, pero si pueden retroceder— se percibe como el camino que tomarán muchas democracias ante la creciente amenaza de sectores anti-derechos, que han conquistado los escenarios democráticos para echar atrás la igualdad. A través de acciones como plebiscitos revocatorios, proyectos de ley prohibicionistas, enmiendas constitucionales, discursos populistas que pretenden promoverse como protectores de la familia y persecución en términos políticos a los guardianes de la igualdad y la equidad, países que en décadas pasadas avanzaron en derechos, hoy se encuentran en riesgo de pérdida. Es decir, grupos fundamentalistas se han instalado en la política para echar atrás la igualdad como derecho y la equidad como garantía social, afectando particularmente a las personas lesbianas, gais, bisexuales y trans en una sociedad que se niega a reconocer su dignidad humana.
El estallido de la liberación homosexual, a mediados del siglo pasado, recogido en expresiones como Stonewall, las luchas sindicales de Inglaterra, el movimiento de liberación de Francia, el Baile de los 41 en México, las acciones de agrupación clandestina en Argentina, las expresiones performáticas en la cultura española y las manifestaciones de resistencia de fiestas y festejos en muchos pueblos de Colombia —a pesar de ser diferentes y responder a contextos determinados— han tenido un propósito en común: exigir garantías de vida digna para las personas LGBTIQ+. Estas expresiones hablaron en voz alta de la invisibilidad, los prejuicios, el desconocimiento y los procesos de negación a los que se les sometía, visibilizando su necesidad de tener una vida digna, consolidar una ciudadanía plena, ser libres y autónomos y ocupar un espacio participativo en la sociedad, donde la diversidad no les costara la vida.
Leyes llamadas “sodomitas” vinieron de los códigos canónicos a los códigos penales, para sancionar, prohibir y perseguir las prácticas homosexuales y el travestismo, la feminidad como opción de vida y toda expresión de desprecio a la hegemonía masculina, consiguiendo que los Estados modernos —que se fundaban sobre la carta de los derechos humanos— no pensaran que las personas diversas sexualmente y/o con expresión de género no hegemónico, no tenían categoría “humana”, o consideraban que sus prácticas validaban alejar el concepto de humanidad a la hora de entablar trato con ellas. Esto dio pie a prácticas promovidas por los Estados y validadas por la sociedad, como la violencia selectiva y correctiva, las burlas públicas, la negación de derechos y el sometimiento a tratos crueles, inhumanos y degradantes, sin que nadie, ni siquiera quien gobernaba, saliera en su defensa. Por eso, rápidamente, quienes se escondían y repriman sus deseos de vivir, exigieron poner fin al trato delictivo que tenían que experimentar por ser lesbianas, gais bisexuales, trans e intersex, y su presión llevo a que los códigos penales fuera eliminando ese mal llamado “delito de la homosexualidad”. Por este supuesto “delito”, muchas personas fueron a la cárcel, donde fueron víctimas de violencia sexual, recibieron como condena la pena de muerte, sus historias fueron borradas de la vida social y, otras muchas, fueron asesinadas y desaparecidas sin que nadie les reclamara.
Este desmonte penal no fue suficiente para respetar la vida de las personas LGBTIQ+, pues con licencia legal, muchos se empecinaban con poner fin a su vida y, en los anuncios criminales, diariamente, el asesinato de homosexuales, la violencia sexual hacia las personas trans, la negación de derechos reproductivos a mujeres lesbianas y bisexuales, la persecución policial a quienes querían ocupar el espacio público y el uso de los cuerpos diversos —que los actores de conflictos internos y externos aplicaron como mecanismo de guerra— empezaron a poner en crecimiento datos, casi todos mediáticos y de colectivas que conservaban su memoria, ante la ausencia de cifras del Estado respecto a homicidios, feminicidios, tentativas de homicidio, violencia policial, desapariciones y prácticas de persecución. Este tipo de conductas fueron motivadas por los prejuicios que los perpetradores mostraban frente a su diversidad sexual y de género. Acciones que, en la impunidad (por parte del Estado), y el sentimiento de indefensión (experimentado por las víctimas), siguen vigentes y reclaman verdad, justicia y reparación, tratando de entender por qué se dan estas conductas violentas y qué factores motivan a que estas existan.
Luego de lograr que, por lo menos, el Estado no les considerara delincuentes y que recibieran, en plantones e informes, las denuncias de las violencias que ponían en riesgo sus vidas, la lucha se trasladó a la igualdad legal; tener derecho a vivir con derechos, poder acceder a la educación, al trabajo en condición de igualdad de oportunidades, protección en la sanidad pública y poder avanzar en los niveles económicos, sociales y culturales, sin que tuviesen que ocultar su orientación sexual o aplazar su expresión de género. Cuando los servicios del Estado, creados para garantizar estos derechos, empezaron a incluirlos, siguió la consolidación de la igualdad, buscando que logros como el matrimonio igualitario, la adopción homoparental y leyes de identidad de género, permitieran que el Estado extendiera sus garantías a que desarrollaran con bienestar su proyecto de vida.
Seguidamente, la frustración de la representación en los espacios de toma de decisiones y de vida democrática —de quienes usaban sus causas pero, cuando tenían el poder, no buscaban concretarlas— llevó al movimiento social a poner su talento y construcción comunitaria al servicio de la democracia, proponiendo sus nombres, liderazgos y aprendizajes colectivos como herramientas para los Estados y, en los procesos electorales, las personas LGBTIQ+ promovieron formas creativas de vida comunitaria, que trasladan hoy a la sociedad democrática, liderando acciones para la transformación de estructuras sociales que cultivan la desigualdad.
En los últimos años, en los países en los que este ciclo de lucha por los derechos parecía llegar a la igualdad real —como una condición posible para la vida digna de las personas con orientaciones, identidades de género y/o expresiones de género diversas—, empezaron las amenazas de retroceso, por parte de sectores conservadores que consideraban la exigencia de ciudadanías plurales como un desafío a su status quo. Ante este escenario, crearon toda una estrategia global, regional, nacional y local con el objetivo de desmontar los derechos de las mujeres y las personas sexo-género diversas, invocando principios de moralidad excluyente, que se construyen sobre el falso imaginario del poder del patriarcado como mecanismo opresor; han invocado principios de la sexualidad como vía que resulta solo de la procreación y del género un asunto meramente biologicista, impuesto y propagador de injusticia, achacadas erroneamente a la naturaleza. Campañas como “con mis hijos no te metas”, “el bus hazte oír”, entre otras, coparon los escenarios políticos y, desde allí, permearon escenarios sociales, culturales y académicos para liderar toda una gran brigada motivada por el odio que, a través de información falsa y con alto nivel sensacionalista, busca poner a las personas LGBTIQ+ en situación de perversidad y de alta peligrosidad para la sociedad. Estas estrategias han querido equiparar la lucha por el reconocimiento de derechos —que históricamente han sido negados— con una acción ideológica que busca poner en jaque el bienestar social, el mismo que les discrimina y excluye.
Ante las marchas contra derechos, como las ocurridas en semanas pasadas en la Asamblea de la OEA en Lima, que coreaban arengas contra los derechos de las personas LGBTIQ+; la presión mediática que llevará este fin de semana al movimiento social a marchar en España para exigir que se apruebe de una vez por todas la ley trans y con integralidad de derechos ante los retrocesos que proponen los legislativos en los debates; la decisión del gobierno de Rusia de prohibir las campañas para desmontar los prejuicios y la violencia contra las personas sexo-género diversas; la expresión prejuiciosa de la FIFA, que permite realizar un mundial en un país que desprecia sus vidas y les prohíbe el libre desarrollo de su personalidad; los debates homofóbicos y excluyentes que, en el periodo pasado de sesiones, se vivió en el Congreso de Colombia al debatir la ley de prohibición de las mal llamadas “terapias de conversión” y el crecimiento de liderazgos locales con fuerte poder mediantico que están mostrando a las personas LGBTIQ+ el nuevo “enemigo interno”, parece urgente blindar lo ganado pues, en la sociedad —particularmente sectores de poder— se resisten a que la igualdad sea un derecho social.
Lastimosamente, este péndulo que se ha convertido en la búsqueda de la igualdad, quiere retroceder a la exclusión. Esto nos convoca a cerrar filas y, con el mismo interés de los legisladores estadounidenses, rodear lo ganado y consolidar lo pendiente. En este proceso, hay motivos que no dan espera, siendo los siguientes: a). En 2021, más de mil personas LGBTIQ+ fueron asesinadas en América Latina, en hechos relacionados con prejuicios hacia su orientación sexual, identidad o expresión de género; b). En Arabia Saudita, Irán, Sudan, Yemen, Mauritania, Nigeria y Somalia, siguen aplicando la pena de muerte a las personas sexo-género diversas; c). En los países insulares del Caribe, todavía hay penas de privación de la libertad para personas homosexuales y trans y sus familias; d) En muchos países se permiten practicas crueles, inhumanas y degradantes, como las mal llamadas “terapias de conversión”, buscando acciones curativas; e). La discriminación sigue siendo la reacción cotidiana de muchas comunicades hacia las personas que expresan diversidad sexual y de género y, por último, f). La ausencia de mecanismos efectivos de acceso a derechos, enfoques diferenciales y garantías de seguridad, ponen en jaque la salud mental de muchas personas que tienen que conjugar su deseo de libertad y vida digna con la sensación de desprecio que, en ocasiones, motivan conductas suicidas.
Por estas y muchas más razones el blindaje, como estrategia de protección, debe convocar al Estado y a la sociedad a consolidar leyes para reforzar lo ganado, políticas públicas para naturalizar la equidad, campañas de cultura ciudadana para evitar la información engañosa, compromisos en la vida cotidiana para que toda personas, en su proyecto de vida, abrace la igualdad. También, debemos lograr acciones que transformen la realidad hostil y reproductora de desprecio en un mundo donde entendamos que la diversidad es nuestra base mayor para poder vivir con derechos humanos.
Wilson Castañeda Castro
Director
Corporación Caribe Afirmativo