Desde 1981, las organizaciones sociales que han manifestado la urgencia de atender la epidemia, han dejado constancia que la acogida y no la estigmatización es el camino y que el Estado lejos de criminalizar debe construir capacidad de atención en las comunidades para que el desprecio y el abandono no sean la respuesta.
Sobrevivir y hacerle el quite a la muerte fue lo que provocó la reactualización del movimiento homosexual en los años 80. El auge de etapa SIDA, como respuesta a la desatención del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, poniendo fin a las personas que vivían con VIH y que eran despreciadas por la sociedad, que consideraba que ello correspondía a un “castigo divino” por su diversidad sexual y de género y ante la inacción de los gobiernos, para quienes no importan las noticias diarias de enfermos muriendo en hospitales, expulsados de sus hogares y abandonados en las calles, lo que provocó que muchos sobrevivientes y otras personas del movimiento y de otros grupos poblacionales cerrarán filas para llamar la atención de la sociedad. Son icónicas las marchas en las calles de las principales ciudades de Europa y norteamérica, llamando a la conciencia ciudadana, la toma pacifica de templos y centros religiosos reclamando a las iglesias poner fin a su política de “sexo por procreación”, que estaba condenando a la muerte a las personas sexo-genero diversas, y los actos simbólicos a las afueras de la Casa Blanca con féretros en el espacio público abandonados, simulando las centenares de vidas que se perdían diariamente y nadie reclamaba.
El Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (ONUSIDA), en el marco de la conmemoración del 1 de diciembre de 2023, ha creado la campaña “Que lideren las comunidades” para llamar la atención de no bajar la guardia con la prevención y atención del VIH pues, pese a todos los pronósticos, lejos de lograr lo que conseguimos con el COVID —su vacuna y mitigación— hay un preocupante incremento del VIH en la región y aún no hay voluntad política para ponerle fin. Según la OPS (Organización Panamericana de la Salud), en América Latina y el Caribe 2.5 millones de personas viven con VIH. El año pasado 130 mil contrajeron el virus y 33 mil perdieron la vida en etapa SIDA, y sigue siendo mayor la prevalencia en hombres gais, hombres que tienen sexo con hombres y mujeres trans. Esta situación se agudiza en quienes están en procesos migratorios y en alto estado de pobreza, condiciones que han crecido en la región en los últimos años.
La sociedad civil ha presionado los Estado en las últimas décadas en sus sistemas de salud y ha conseguido el apoyo de la comunidad internacional para pedir poner fin a la indiferencia, humanizar servicios, hacer estudios de prevalencia para rediseñar campañas de prevención y prevenir nuevas infecciones y mejorar la calidad de vida para no llegar a etapa SIDA. Sin embargo, sigue siendo la ausencia de políticas estructurales —pues lo poco que se invierte atiende pero no previene— y la visión reduccionista de la sexualidad, estigmatizando las practicas, sobre todo, de personas sexo-género diversas un enemigo latente que hace que no logremos cambios significativos. Todo ello en comunidades que, lejos de erradicar, acrecientan discursos estigmatizadores, que generan situaciones de mayor vulnerabilidad en las personas viviendo con VIH, que se agudiza cuando llegan a etapa SIDA.
El SIDA como etapa culmen de esta enfermedad, nos llevó como movimiento social a escribir un vínculo entre enfermedad y muerte como fruto del desprecio y la opresión a la que nos sometió la sociedad. Una enfermedad que el Estado se negó a combatir y que aún se niega a contribuir para encontrar su vacuna, dio como resultado a ese nivel de indiferencia un fenómeno epidémico que fue antecedido por expresiones de estigma y discriminación y que agudizó los discursos homofóbicos y transfóbicos como respuesta natural. Dicho escenario concentró los esfuerzos de activistas y organizaciones a poner una discusión en perspectiva de derechos humanos en materia de salud pública que, por la rápida expansión del virus en el mundo —particularmente en los países más empobrecidos— hizo de la salud en muchos casos el primer escenario en el cual se pensaron los derechos de las personas LGBTIQ+ reclamando a los estados sistemas de salud pública preventivos, con enfoques diferenciales y garantes de derechos y a la sociedad a humanizar su visión del otro y de su vida sexual.
Son muchas las personas muertas, enfermas y olvidadas que, décadas atrás, se vieron condenadas al olvido y al desprecio por su diagnóstico positivo. Fueron muchos los discursos de pureza sexual, de las prácticas debidas y la moralización de la sexualidad que se asentaron en familias y círculos sociales, políticos y culturales para dar explicación a su irracional desprecio a las personas LGBTIQ+. La evidencia serológica se convirtió en escenarios como el conflicto armado colombiano, en condición de sobrevivencia, pues los actores de la guerra obligaron a muchas personas que eran o parecían homosexuales o travestis a realizarse la prueba de VIH, haciendo público el resultado y exponiéndolas a ser despreciadas por la sociedad. Del mismo modo, estas personas han sido puestas en medio de la batalla cuando son diagnosticadas positivas, negándoles derechos en el mundo del trabajo, la educación, el disfrute del espacio público, a continuar disfrutando de su sexualidad y el acceso a cualquier servicio. Vivir con VIH era y es en muchos lugares aún, un impedimento para poder gozar de derechos.
Cuarenta y dos años después hay avances en materia de incidencia en organismos internacionales y nacionales; hoy programas como ONUSIDA a nivel internacional o las mesas nacionales y locales de atención, así como los planes de atención de la patología en los sistemas de salud para su atención y prevención y los múltiples y especializados servicios que prestan las organizaciones sociales, permiten que en fechas como el 1 de diciembre se den titulares de servicios, se muestran estadísticas, a veces a la baja, otras a la alta y se promuevan campañas de sexo seguro. Esto, sin embargo, en muchos casos, siguen siendo paños de agua tibia, porque sigue siendo un discurso cosificador: “cuídense para que no les pase”. También persiste la ausencia del Estado, que no previene y revictimiza en su sistema precario de salud, excluyente, porque el diagnóstico no solo no se respeta en la confidencialidad, sino que es detonante de estigma en la vida cotidiana, incluso del movimiento LGBTIQ+. También, entre lo más importante, sigue siendo una muestra de desinterés el hecho de que aun no se tenga una vacuna —que es resultado solo y exclusivamente de voluntad política y eonómica— y siga siendo el discurso moralizante del sexo la única salida.
La ausencia de una atención asertiva a la epidemia, no sólo no ha logrado su control, sino que hace que, en ocasiones, aparezcan picos de crecimiento aunado a causas humanitarias, como al que tenemos hoy en el mundo por el aumento de flujos de movilidad humana en muchas regiones, acompañado de pobreza, ausencia de políticas de acogidas y crecimiento de discursos de odio en la sociedad, hacen que la epidemia esté hoy en primer orden demandando la atención del Estado y la respuesta en perspectiva de derechos de la sociedad en su conjunto. Es evidente que la precariedad en la atención de todos estos años —que además recayó en la cooperación internacional y que no logró establecer políticas internas de servicios— hacen que hoy hablemos de un colapso de la crisis sanitaria, de la estigmatización a prácticas sexuales, que no están en orden a las parejas estables, donde homosexuales y bisexuales solo reciben invitación al sexo seguro y los heterosexuales siguen despreocupados, pues siguen viendo la epidemia lejana. La exposición violenta a las mujeres trans y su condena a vivir experiencias de riesgo en su vida sexual y la ausencia de pensar en las mujeres y sus sexualidades y los riesgos que allí se anidan; en todos estos escenarios, el trato victimizante y no de ciudadanos y ciudadanas de las personas que viven con VIH.
Todo esto en un mundo de la exposición, donde el sexo pasó de la prohibición a la cosificación, ha hecho también que el trato con la infección, pasara de la estigmatización al olvido.
Tanto ayer, como hoy, la respuesta y la acción de mitigación ante la indiferencia de los estados ha estado en la sociedad civil y sus proyectos de trabajo comunitario: pruebas rápidas, entrega de insumos preventivos, rutas seguras de atención, acompañamiento psicosocial, campañas comunitarias para prevenir el estigma y la discriminación, incidencia en el sistema de salud y sensibilización al personal médico, no solo han sido por décadas acciones afirmativas que han salvado vidas, sino que construyeron toda una narrativa donde se cimienta hoy el movimiento LGBTIQ+. También, todas estas décadas, estas organizaciones han denunciado la moralización del sexo y han llamado la atención sobre la urgencia de tener garantías para una vida sexual placentera y que dignifique la vida de las personas.
En ese escenario, acciones de articulación entre el servicio médico comprometido y la sociedad civil, dieron origen a la profilaxis pre exposición (la PrEP), resultado de años de investigación en laboratorios con sentido social de medicamentos, que permite que las personas no se nieguen a su vida sexual, reduciendo las probabilidades de contraer VIH a través de las relaciones sexuales. Estos medicamentos, como herramientas preventivas, se ofrecen hoy, muchos en sistemas de salud para que, ante la ausencia de la vacuna, las personas puedan tomarlo antes de una relación sexual y poder tener mayor seguridad de prevención. Dichos medicamentos se presentan en pastillas, hasta hoy dos reconocidas, siendo las Truvada, Descovy y la inyección Apretude. Tanto las pastillas, como la inyección, tienen contraindicaciones médicas, por las que deben ser recetadas, no auto asumidas y de consulta previa con el servicio médico u organizaciones expertas. El uso de una u otra, no es un ejercicio de milagrosa curación, es solo un mecanismo de fortalecer la prevención, que no omite la alternativa de usar preservativo y seguir todas las buenas prácticas de salud sexual.
La comunidad, en la sociología moderna involucra, tanto a la ciudadanía, como a sus gobernantes, sobre todo en los sistemas democráticos. Una de las acciones fallidas en las políticas de atención del VIH es que se han ido por caminos separados grupos sociales y sus gobiernos, mientras unos mitigan, otros exponen al riesgo. Por ello, acoger la campaña de este año de la OPS no se puede leer como dejar la responsabilidad en las comunidades, cuando estas se entiende sin sus gobernantes, que pasa la mayoría de las veces. Esta debe ser promover una gran movilización donde gobiernos y comunidades, cada uno en el rol que le corresponde, generen acciones en tres vías: 1) prevención con sistemas de salud pública fuerte y comunidades de acogida libres de prejuicios; 2) atención a las personas viviendo con VIH, basada en derechos con enfoque diferencial y entendiendo el virus no como un condicionante de muerte; y 3) asumiendo un compromiso colectivo de cambiar los paradigmas de la sexualidad dejando atrás la estigmatización y la moralización, y entendiendo las prácticas sexuales como un placer autónomo y necesario de cada ser humano que debe contar con las garantías, accesos y servicios necesarias para disfrutarlo sin desmedro de su dignidad humana.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo