Nuevamente asuntos de ideología tradicional ponen en jaque el Estado Social de Derechos, pues la misma Corte que hace tres años y medio reconoció que las parejas del mismo sexo también constituyen familia, hoy deja en vilo el derecho de estas a la adopción.

El tema de la adopción por parejas del mismo sexo que acaba de ser discutido (4 de febrero) al interior de la corte constitucional colombiana, deja entrever que la intolerancia en sus distintas manifestaciones, es un asunto que cada día permea más aristas de la sociedad y que compromete seriamente un escenario de postconflicto:

En primer lugar, no quiero pasar por alto que el orgullo colombiano de ser “la democracia más sólida” de América Latina se contrapone cuando vemos hechos cuya naturaleza solo podría encuadrarse como antidemocrática: protestas, amenazas, sabotajes por parte de grupos fundamentalistas y de la ultraderecha a la sola discusión de un tema obligatorio en la agenda gubernamental y más aún, legislativa. Esto, se ve agudizado cuando entendemos que la discusión hace parte del debido proceso que se encuentra reglado en la normatividad interna y que como bien decía Rousseau, aceptábamos gracias al Contrato Social.

FamiliaSurge entonces un interrogante, ¿Cuáles son los límites de la legalidad y la legitimidad? ¿Somos una sociedad de doble moral? ¿Por qué condenamos tan severamente casos de violencia física –por solo mencionar algunos- e invisibilizamos fobias o prejuicios, que son a la postre, la etapa previa a la materialización de hechos violentos?

En segundo lugar, las perspectivas teóricas sugieren que las diferentes instituciones que representan al Estado deben estar atentas a las demandas que el constituyente primario (el pueblo) presenta, esto en virtud de dar respuesta pertinente a sus necesidades; con esto en mente, no es descabellado pensar que la población y las características de la misma evoluciona, por lo tanto, las respuestas gubernamentales deben ir adaptándose al contexto que los inspira. Por esta razón, la discusión sobre la adopción por parejas homosexuales, debe abordarse como parte de un proceso mayor: responder a las demandas sociales, no de una población entera, pero sí, de ciudadanos y nacionales del estado colombiano, que tal como versa en su artículo 2C.N. “nacen libres e iguales ante la ley” y para los cuales, el Estado se comprometió a “promover las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptar medidas en favor de grupos discriminados o marginados”; no aceptar tal premisa supone creer en la existencia de una escala de seres humanos medidos en virtud de su afiliación, ideología, etc. y da cuenta de un retroceso mayor; que solo sería comparable al de la época colonial, donde la nacionalidad (españoles) y las riqueza (medida en propiedades) garantizaban el podio en la estructura social.

Siguiendo el hilo de lo anterior, nuestra corte constitucional, reconocida internacionalmente por sus sentencias innovadoras – progresista y el pragmatismo a nivel organizacional y jurídico, no está haciendo algo que no fuera predecible, especialmente si consideramos dos aspectos: el primero, la evolución que ha tenido en el abordaje de los temas donde se vincula la población LGBT y el segundo, la experiencia internacional y la acogida que han tenido varios países del primer mundo y de la región latinoamericana frente a este tema, entre ellos: Argentina, Brasil, Uruguay y México.

Finalmente, el argumento predominante de los enemigos acérrimos a esta propuesta está relacionado con el tema religioso; sin embargo, ¿olvidamos que desde la constitución de 1991 somos un estado laico? Laico significa “independiente de cualquier organización o confesión religiosa” (Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española), lo que se contrapone con el lobby encabezado por la iglesia católica y las arremetidas del procurador bajo supuestos personales religiosos. Que un estado sea laico, no supone que sus nacionales no puedan confesar alguna religión, dogma, etc. en cambio, posibilita la variedad y la diversidad en este sentido, ya que excluye el componente religioso de las decisiones políticas; es decir, limita la religión a la esfera personal. Con este argumento disuelto, ¿qué diremos entonces? Con tantos niños huérfanos y en casas de acogida del ICBF, ¿no sería mejor que el debate se centrara en ellos? , aquellos que se oponen a esta iniciativa, ¿qué hacen para que las condiciones y las afectaciones emocionales de niños que crecen sin padres sea más llevadera?

Solo resta decir, que aquel sentir de Voltaire expresado en su célebre frase “no comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, debiese ser la premisa de una sociedad que estando ad portas de un postconflicto, no es capaz de aceptar la diferencia como un hecho intrínseco de la vida en comunidad.