La tortura disfrazada de terapia y la violencia endulzada como orientación están costando hoy la vida de muchas personas LGBTIQ+ en el mundo.
Hace un par de años, el carisma de Saúl Castro, un joven gallego, puso en la esfera mediática un problema estructural en la sociedad del que poco se habla: las torturas infligidas a las personas LGBTIQ+ a través de las mal llamadas “terapias de conversión”, que por décadas se han aplicado, sobre todo, a la niñez y a adolescentes que, en la formación de su personalidad, se reconocen desde la diversidad sexual y de género, con el afán de hacerles sentir que están equivocados, que su afirmación es contraria a lo determinado y que deben orientar su vida. Historias de burlas, rechazos, desnudez grupal forzada, castidad inducida, realización de ejercicios “biodinámicos” —consistentes en dar golpes y gritos para liberar energía—, ritos religiosos como entierros simulados o exorcismos, así como control diario a través de aplicaciones de mensajería y telefonía, son situaciones cotidianas que Saúl fue identificando en sus estudios universitarios, debatió en espacios de diálogo y que finalmente recogió en su libro “Ni enfermos, ni pecadores”, que da cuenta de un delito histórico que nadie quiere reconocer y que muchos quieren cultivar.
En el texto, para explicar el contexto donde se realizan estos hechos violentos, Saúl responde a dos preguntas: ¿Quiénes lo lideran? y ¿Cómo lo realizan?. Frente a las instituciones responsables, suelen ser las mismas que la sociedad les ha entregado la tutela moral: iglesias o líderes espirituales, quienes, actuando a título personal desde la institución o con apoyo transnacional de grupos anti-derechos, utilizan la fe y las creencias de las personas para hacerles sentir repugnancia de lo que son y obligarles a asumir un rol impuesto por la sociedad. En respuesta a la segunda pregunta, logra identificar que estos grupos, que posan como terapeutas del bien común, se centran en separar a las víctimas de sus círculos familiares y de amistad para que dependan emocional y socialmente de los servicios de apoyo que estos les ofrecen, que empiezan a ofrecerse como un acompañamiento, pero que con el pasar del tiempo son mecanismos de control, obligándoles a informarles todo lo concerniente a sus deseos y censura, limitándoles sus intereses. Además, imponen unos lenguajes y códigos propios para reafirmar la masculinidad y la feminidad con prácticas de violencia y coerción.
Estas prácticas de tortura y violencia, que están presentes en todo el mundo y que no son un fenómeno reciente, pues han estado siempre en las acciones de quienes persiguen la diversidad como derecho, tuvieron un incremento con los grupos fundamentalistas de las décadas de los 70, 80 y 90, los mismos que predicaban el fin del mundo y la urgencia de una nueva mirada social, propagando tres ideas: 1. La diversidad sexual, que antes se ignoraba y hoy gana terreno, pero hay que erradicarla por ser una práctica anómala; 2. Quienes se asumen desde allí son enfermos, no tienen conciencia de sí mismos, son desvalidos y por tanto hay que ayudarlos; 3. Asumirse desde la diversidad sexual y de género es una amenaza social, pues pone en riesgo las familias y los valores sociales. Por todos estos sofismas que atentan contra la dignidad humana, se consolidan respuestas enmarcadas en procesos terapéuticos, por la visión capacitista que se tiene de las personas diversas, con el objetivo común de querer modificar o anular la identidad y/o expresión de género que quieren asumir para ser consecuentes con su proyecto de vida y que por no responder a patrones de heterosexualidad, cisgénero o masculinidad hegemónica, son vistos y propuestos como amenaza social.
Quienes posicionan estos actos de violencia como terapéuticos, quieren hacer creer que las personas sexo-género diversas son de alguna manera inferiores, moral, espiritual o físicamente, que el resto de personas que son heterosexuales y cisgénero. Asumiendo esto en medio del proceso de formación, de un lado proponen alternativas de cambio, pues pretenden que sea algo corregible e involucran a las familias con la decisión, aprovechando que en la mayoría de los casos, por disposición legal, tienen la tutela de las víctimas y así, desdibujando su práctica delictiva, posan como salvadores, que pueden remediar la inferioridad y reorientar el proyecto de vida. Tanto la ONU como la CIDH y recientemente los sistemas normativos de los países están dando cuenta de que esta conducta, que aparece pasiva e inofensiva, es una violación que atenta contra la dignidad humana, promoviendo tratos degradantes y constituyen tortura sistemática por los medios que utilizan contra las víctimas, como propinar dolor físico y mental, afectar la salud mental con el sufrimiento causado y afectar la salud física por el tipo de medicamentos y objetos que usan para el control corporal. Pero lejos de sentir vergüenza por su conducta y tener el aparato del Estado denunciando, sancionando y previniendo estas prácticas, los perpetradores insisten en que es una ayuda de orientación y los Estados las validan como prácticas institucionales; pero jamás una acción que vaya contra la voluntad y utilice medios violentos puede ser legitimada o justificada.
Este delito, que debería ser vergonzoso para la sociedad actual, aún pasa desapercibido en muchos países y las instituciones regionales apenas lo hacen consciente. Al día de hoy, sólo 26 países han penalizado dicha práctica, siendo los siguientes: Alemania, Brasil, Bélgica, Canadá, Chipre, Ecuador, España, Francia, Grecia, Guadalupe, Guayana Francesa, Isla de Man, Islandia, Israel, Malta, Martinica, Mayotte, Noruega, Nueva Caledonia, Nueva Zelanda, Polinesia Francesa, Portugal, Puerto Rico, Reunión, Vietnam, Wallis, Futuna y México. Naciones Unidas tomó conciencia de ello el año pasado luego de un pronunciamiento del Experto Independiente SOGIE denunciando esta violencia y la CIDH desde su Relatoría LGBTIQ+ lo viene denunciando en sus últimos informes. Países como el nuestro, Costa Rica y Argentina, por estos días en sus Congresos, están en esta discusión; pero al igual que en los demás países y en los organismos internacionales, tienen que lidiar con cuatro aspectos que se resisten a poner fin a la violencia: 1. La presión y el lobby de los grupos de odio; 2. La información falsa y engañosa que quiere convertir a la víctima en victimario y el delito en práctica humanitaria; 3. El falso dilema social del binarismo de lo permitido y prohibido; y 4. Los temores infundados, como que esto pone en riesgo la familia, la libertad religiosa y el servicio de orientación médica. Argumentos que son insostenibles, pues jamás actuar contra la voluntad será justificación para un ejercicio de libertad.
En el Informe del Experto Independiente sobre la protección contra la violencia y la discriminación por motivos de orientación sexual o identidad de género de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas se especifica que: Los perpetradores de prácticas de «terapia de conversión» incluyen proveedores privados y públicos de atención de salud mental, organizaciones religiosas, curanderos tradicionales y agentes estatales. Los promotores también incluyen miembros de la familia y la comunidad, autoridades políticas y otros agentes. Las organizaciones religiosas y las autoridades religiosas, en particular, operan en un espacio rodeado de líneas borrosas, asesorando a la familia y a la víctima y, a menudo, promoviendo o brindando las prácticas solas o en asociación con otros. A pesar de dicha asociación, debe resaltarse que hay miembros de la comunidad científica y de ciencias de la salud y la salud mental que favorecen la realización de las terapias de conversión, sustentados en el argumento de que la homosexualidad es una enfermedad mental y que se puede “tratar”, a raíz de sesiones de psiquiatría y psicología, por ejemplo.
Ciertos sectores sociales siguen llamando “luchar contra esta disforia” a esta violencia y “discordancia” al derecho legítimo de vivir desde la diversidad. El gran riesgo de estos discursos enarbolados por actores violentos que cada vez actúan de formas más diversas y que siguen sin reconocer su delito es que generan daños irreparables en las víctimas, minando lo más preciado de una persona, que es su confianza, y haciéndole sentir que lo que son está mal, denunciando en ellas el quebrantamiento de género impuesto y graduándolas como contrarias a principios sociales y amenazas a valores familiares. Esta modalidad de vida desde el prohibicionismo es profundamente dañina, produce depresión, es nociva para las personas y genera daños colaterales de por vida. Además, presenta una afirmación totalmente carente de sentido: pensar que proteger a la víctima es algo imposible, pues pondría en jaque la libertad que ellos, perpetradores de la violencia, invocan para sí en el cumplimiento de una violencia que quieren hacer pasar como profesión.
Para ello combinan prácticas ancestrales, psicológicas y científicas y las justifican en asuntos religiosos, que les permite validar la violencia física, mental y espiritualmente de forma abusiva, buscando la sanación de la orientación y prácticas sexuales en personas LGBTIQ+, a quienes asumen desde lo patológico y a quienes por ende les ofrecen salidas curativas en tres órdenes: 1) Psicoterapéuticas: se concibe a la persona diversa como anormal y se propone su cura con terapias psicodinámicas, conductuales, cognitivas e interpersonales. Un método recurrente utilizado es la aversión (descargas eléctricas, drogas que provocan náuseas o parálisis) a través de las cuales una persona es sometida a una sensación negativa, dolorosa o angustiante mientras está expuesta a cierto estímulo relacionado con su orientación sexual (OHCHR, 2020: p. 2). 2) Médicas: prácticas basadas en la postulación de que la diversidad sexual o de género es una disfunción biológica inherente y aplica enfoques farmacéuticos, como medicamentos o terapia hormonal o esteroide (OHCHR, 2020: p. 2); o 3) Basadas en la fe: Intervenciones que actúan bajo la premisa de que hay algo inherentemente malo en diversas orientaciones sexuales e identidades de género y las víctimas son sometidas a los principios de un asesor espiritual para superar su «condición». Dichos programas pueden incluir insultos contra los homosexuales, así como palizas, grilletes y privación de alimentos. A veces también se combinan con exorcismos (OHCHR, 2020: p. 2). Las tres tienen en común sus efectos: 1. Llevar a la víctima a despreciarse a sí misma, 2. Alimentar la complicidad de la sociedad, pues valida que sean tratados como desvalidos, y 3. Encubrir como servicios profesionales y de orientación a perpetradores de la violencia.
El turno es ahora para Colombia con la discusión del proyecto de ley 270 del Senado de la República para prohibir la tortura en nuestra nación, donde muchas personas han denunciado ser víctimas de estas prácticas, sobre todo en espacios escolares, religiosos y familiares. No ha escapado el proyecto de ley del señalamiento y defensores con las características antes mencionadas, y tenemos un alto riesgo de que por trámites o tiempos, no nos pongamos al día con este déficit de derechos, que para nada es restrictivo de la libertad ni coarta el ejercicio profesional de la orientación. La libertad, como virtud, es resultado de la dignidad, no contra la dignidad, y la orientación parte de la voluntariedad y no de la presión. Como señala Saúl en su libro, su reconocimiento como un hombre gay lo llenó de felicidad y sentido, pero rápidamente la sociedad lo señaló como enfermo y violento. Él no se sentía mal por conseguir su felicidad; la sociedad lo etiquetó como perverso y lo hizo responsable de muchos males en su entorno. Pero nada de eso. Él deja constancia de que es inconvertible y que no hay nada que curar.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo