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Formas propias de hacer activismo en Colombia para la exigibilidad de los derechos LGBTIQ+

A 31 años del asesinato de León Zuleta, uno de los pioneros del movimiento de liberación homosexual, vale la pena repasar, pese a la globalización de la agenda de la diversidad sexual y de género, las formas en que hemos construido nuestras propias narrativas de activismo.

El 23 de agosto de 1993, en el barrio Loreto de Medellín, encontraron sin vida en su domicilio a León Zuleta. Su cuerpo, en su dormitorio, con múltiples impactos de arma blanca, anunciaba el fin de la corta pero prolífica vida de quien, en los años 70, desafió la tradición conservadora antioqueña y propuso la posibilidad de enunciar en público la diversidad sexual y de género como un hecho político. Aprovechando su nicho, nada fácil para los cambios sociales, de filósofo marxista y líder de teorías sindicales, León Zuleta aprovechó sus escritos, conferencias, clases y tertulias para plantear tres reflexiones capitales en su obra, recogidas en su obra póstuma Semas y Plebes:

  1. La dignidad es el sentido de pertenencia a sí mismo y a la sociedad que desarrolla el ser humano, y exige condiciones para hacerlo efectivo.
  2. La política es la capacidad de construir un proyecto de vida desde los sentimientos de realización de cada persona, sin presiones de alienación o cosificación.
  3. La sexualidad es la mayor expresión de libertad, y sin libertad sexual, jamás podrá existir libertad política.

Su muerte sigue en la impunidad, pero su activismo no solo abrió lo que en su momento consolidó con otro líder homosexual de Colombia, Manuel Velandia en Bogotá, al proponer un activismo irruptivo, poético y callejero, sino que quedó consignado, además de Semas y Plebes, en las dos revistas de corta duración que dirigió y que reposan en la hemeroteca de la Universidad de Antioquia: El Otro y El Solar. También se conservan algunas entrevistas en el sitio web de la Escuela Nacional Sindical (ENS), donde trabajó sus últimos años, y en las que, al ser preguntado por los orígenes de su activismo de la disidencia sexual, dejó estipuladas dos máximas adicionales que son clave hoy para entender su legado:

  1. El pensamiento sobre las acciones de la diversidad sexual como un asunto político lo aprendió del movimiento de mujeres, e incluso nombra a algunas de ellas como las verdaderas pioneras del movimiento de liberación homosexual, bajo su acción movilizadora de cuestionar las estructuras patriarcales y opresoras de la sociedad, y no conformarse con el status quo. 
  2. De ese mismo movimiento y de la filiación con el feminismo como teoría política, extrajo la importancia de poner en el centro el cuerpo como integral y acción de enunciación de los sujetos que politizan su sexualidad. Feministas lesbianas como Piedad Morales, hoy también ausente, fueron reconocidas por el mismo León como las verdaderas promotoras de una acción movilizadora en el país para las agendas de la disidencia sexual, aunque las estructuras “gai-céntricas” rápidamente pasaron a darle más preponderancia a las figuras masculinas del movimiento.

Han pasado más de 30 años de esta acción de complicidad entre el movimiento feminista de Colombia y algunos sujetos gay que llenaron espacios de movilización social y textos de reflexión académica con provocadoras invitaciones a promover una acción sistemática y transformadora de la disidencia sexual en el país. Luego de ello, el desarrollo de la Constitución de 1991, con su artículo 13 —la prohibición de la discriminación y la activación de acciones afirmativas— y el artículo 16 —libre desarrollo de la personalidad— dieron frutos en el territorio a lo que León y Manuel sembraron arriesgada pero contundentemente en la década de los 80. Esto le valió a León su asesinato, aún en la impunidad, y a Manuel un atentado contra su vida que lo obligó a salir del país; hoy, de regreso, es reconocido por el Estado como víctima del conflicto armado. En su memoria, hacia finales de los 90, las acciones constitucionales comenzaron a reconocer derechos, las movilizaciones comenzaron a llenar las principales ciudades del país, y surgieron los primeros colectivos LGBTIQ+ en Bogotá, Medellín y Cali, como promotores de acciones sistemáticas para exigir derechos.

Desde 1982, año en que se reconoce una acción pública junto a León y Manuel en la Plaza de Toros de Bogotá, que dio origen a la primera marcha del orgullo en esta ciudad, se pueden contar más de cuatro décadas de activismo por la diversidad sexual y de género en Colombia. Si bien este ha respondido también a dinámicas globales, propias de la agenda LGBTQ+, ampliamente colonizadas por expresiones propias de Stonewall y la agenda europea, podríamos decir que la particularidad de nuestro país, sumada al conflicto armado que ha coincidido con los años de lucha por la diversidad sexual y de género, y que la ha exacerbado, las acciones de inequidad y la ausencia de justicia social han permitido que el país construya a modo de resistencia una agenda propia de activismo que quiero señalar en cinco acciones:

Un activismo que nació de la interlocución del movimiento de mujeres, las mismas que nos abrieron caminos, nos incluyeron en sus agendas y nos enseñaron sobre agenciamiento político, y que en sus demandas han enunciado a las mujeres en todas sus diversidades y denunciado las violencias basadas en género que, por prejuicio, transitan hacia las personas trans por su identidad o expresión de género, la cual es leída como una afrenta a la matriz patriarcal hegemónica que gobierna la sociedad. Este vínculo innato hace que, a pesar de la adversidad del auge de los discursos trans-excluyentes, pese a que tenemos algunas expresiones en Colombia, no sea tan sentida esta violencia hacia las personas trans como en otros países, y que encontremos hoy, en alianza con organizaciones de mujeres en el feminismo como teoría política, una oportunidad para transformar los escenarios de opresión.

Un activismo que se vio altamente afectado por el conflicto armado y que ha llevado a hacer de la paz la mejor alternativa para consolidar agendas de justicia social. Si bien las acciones de los alzados en armas no tenían como objetivo directo minar las vidas de las personas sexo-género diversas, su interés de control moral y autoritario en los territorios rápidamente hizo de las personas LGBTIQ+ enemigas del orden que querían instaurar, y les persiguieron, desaparecieron, asesinaron, desplazaron, amenazaron y violaron. Esto hizo que, si bien ya era difícil construir en la sociedad una narrativa sexualmente diversa, fuera doblemente difícil en un entorno de conflicto armado. Por ello, al igual que muchos sectores colombianos en los años 90, Planeta Paz fue el primer escenario de agenda del movimiento de la diversidad en Colombia, bajo su reconocimiento explícito como víctimas del conflicto armado. Hoy, en un proceso de paz, se exige que la paz sea sinónimo de vida digna para las personas LGBTIQ+, como se enuncia en el enfoque de género del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC.

Un activismo que, por la complejidad del territorio y la desconexión entre los centros y la periferia, ha promovido acciones de territorialización y un diálogo desde la realidad de las regiones. Luego de muchos años de aislamiento por los efectos mismos del conflicto armado, hoy en el país se pinta un mapa de arcoíris, con iniciativas en los territorios de base comunitaria que, como resistencia, produjeron narrativas, acciones culturales y vínculos con su entorno, que enriquecen de muchas maneras y con alto nivel de creatividad las formas de activismo. Estas rompen con el imaginario de un activismo nacional o de una dependencia de lo rural y periférico de los espacios urbanos y céntricos, y nos permiten leer una polifonía de acciones, como las Mesas Diversas de las Comunas de Medellín, las expresiones culturales LGBTIQ+ en las fiestas y festejos más importantes de Colombia, y las apuestas por agendas en resguardos indígenas, comunidades afrocolombianas e incluso dentro de los grupos de fe.

Un activismo que, por la diversidad cultural de Colombia, plantea como una acción básica del reconocimiento la interseccionalidad, donde es imposible leer al sujeto LGBTIQ+ solo desde su diversidad sexual y de género. Esto obliga a reconocerle desde un proyecto de vida que es multicausal e interconectado: el sujeto diverso sexualmente o disidente del género se construye desde una sexualidad propia, en un territorio específico, con una espiritualidad que le pertenece, con una relación espacio-temporal que le es propia y con una dimensión de vida que no se agota en la juventud. Esta realidad demanda del mismo movimiento, la sociedad y el Estado una relación amplia, plural e integral, que es en suma lo que demanda la interseccionalidad: la capacidad de ver en la otra persona todas las realidades que le interconectan y construyen su proyecto de vida.

Un activismo que, justo 40 años después de sus primeras acciones colectivas, plantea un relevo generacional, dando espacio a una agenda más feminista. Esta desarrollará, por un lado, un hilo conductor que reconozca, valore y aprecie el camino recorrido por quienes en estos 40 años sembraron el sendero que hoy transitamos, siendo depositarios de altas expresiones de violencia, asumiendo riesgos que les costaron a muchos incluso la vida y a otros la precarización de su existencia, y que deben ser hoy honrados. Por otro lado, tomando ese legado, las nuevas generaciones darán continuidad a la lucha por el reconocimiento, articulando las nuevas demandas, acogiendo a las personas LGBTIQ+ migrantes, dando paso a un papel más protagónico de la agenda lésbico-trans feminista, interpelando al Estado y la sociedad sobre el binarismo cotidiano, y, sumando la sabiduría y aprendizajes de quienes les antecedieron, consolidando un movimiento intergeneracional donde son tan importantes y necesarios los caminos recorridos como los que hay que recorrer.

En una conversación entre León y Piedad, esta última contó, recordaba que lo que más les preocupaba en los 80 de sus charlas activistas era que, al dedicarnos tanto a pensar el movimiento en términos de teorías, nos menguara la posibilidad de vivir la disidencia sexual y de género como una forma de construir las propias narrativas de lo que significa ser un sujeto político que se enuncia desde su libertad sexual. Decía León —contaba Piedad— que no podíamos pasar del clóset al aula, o del miedo a la introspección; más bien sería pasar del clóset a la libertad y hacer teoría lo que se experimenta en libertad, y apabullar el miedo con la alegría de permear todos los espacios, particularmente públicos, de diversidad. En su memoria, querida Piedad y querido León, aunque seguiremos leyendo, escribiendo y narrando, entendemos hoy, para siempre, que lo más importante es vivirlo, y viviendo transformamos.

Wilson Castañeda Castro

Director Caribe Afirmativo