Aproximadamente 343 líderes y lideresas sociales fueron asesinados en Colombia en 2018, según datos de la Defensoría del Pueblo, y en el 2019 se está asesinando a un líder cada dos días. Un goteo de nombres y cifras que se irán acumulando trascurriendo el año, que causan indignación y vergüenza por parte de la ciudadanía, pero pronto se desvanece en vagas conjeturas, silencios por parte del Estado y chismes.

En un país donde la mayoría de población se concentra en las ciudades, muy pocos saben que hacen los líderes y lideresas sociales en las regiones alejadas de estos centros urbanos y mucho menos por qué los están matando. El pobre discurso oficial por parte del Estado que arroja sobre la ciudadanía no es el mejor estímulo para la solidaridad y la acción colectiva. Y es así como, día tras día, se va naturalizando una realidad que no puede ser aceptada.

¿Pero qué clase amenaza representan estos líderes sociales?

Esta duda se aclara un poco cuando sabemos en qué trabajan en realidad los líderes sociales, que no es más que en la construcción o sanación de territorios entendiéndose desde el ámbito intelectual, político, ecológico y cultural, donde por lo general las posibilidades de una vida digna están sometidas al uso responsable de la tierra y los recursos.

Este concepto de construcción de territorio representa una amenaza para los intereses de una serie de actores violentos, como disidencias de las Farc, narcotráfico, paramilitares, entre otros, que buscan que nada cambie en estos territorios. Quienes ordenan estos asesinatos buscan destruir las ideas, el conocimiento, la experiencia y el futuro de las comunidades.

Los actores violentos ven a las comunidades solo como mano de obra barata, brazos desechables o capital humano para explotación sexual, en donde la acumulación de riquezas y recursos destruye cualquier posibilidad de modernización.

No es casualidad que muchos de los líderes y lideresas asesinadas hayan participado en los procesos locales derivados de los Acuerdos de Paz, y saben que la implementación de esos acuerdos significaría un impulso para la consolidación de unos territorios sostenibles.

El gobierno actual del presidente Duque, ansioso de alejarse de discurso del gobierno anterior, parece no tener una idea clara sobre lo que se debe hacer con los Acuerdos. Atado por compromisos internacionales, deberá seguir adelante con la implementación, mientras la presión interna del sector ganadero y del uribismo radical, que no ocultan su deseo de “hacer trizas” los Acuerdos, tienden a paralizar todas las iniciativas institucionales emprendidas por la administración anterior para llevar la paz, es decir, una presencia estatal integral en todas las regiones.

Con los últimos discursos del presidente Iván Duque, reactivó la lógica del enemigo interno y la amenaza terrorista, algo que en nuestro país suele venir acompañado de violencia estatal.

En un gran revés, tras el atentado a la Escuela de Cadetes y la ruptura de negociaciones con el ELN, la implementación de los acuerdos de paz es aún más incierto.

Todo hace prever que la ambigüedad del discurso oficial seguirá siendo cómplice en el exterminio de ideas, y la falta de implementación de los acuerdos no llegará de manera efectiva el Estado y seguirán siendo vulnerables los líderes y lideresas  sociales, y sus ideales de una Colombia incluyente y con una paz duradera.