Editorial

Escribir en clave de diversidad y resistencia

El boom de la escritura marica en Colombia

11 de julio de 2021. Hace un par de años encontrar una obra literaria, un ensayo, una novela, un texto de tesis o cualquier libro que hablara de diversidad sexual y de género en las librerías o bibliotecas colombianas era como buscar una aguja en un pajar. A lo sumo, las pocas existencias de catálogos estaban refundidas como si fuera el índice de libros prohibidos y solo porque avezados en la materia, críticos o activistas las buscaban impacientes, se encontraban y eran pedidas con poco entusiasmo y prestadas con descrédito o vendidas como saldos por los libreros, pues las tenían como material inservible en su inventario y no era motivadora su circulación.

Además, no solo era la ausencia de estas obras en los stands de las bibliotecas de nuestras ciudades, era también la indiferencia a sus autores y la desconfianza con la que se acogían sus propuestas literarias y narrativas; por ejemplo Manuel Puig, el autor “Del beso de la mujer araña”, quizá la obra cumbre en América Latina en materia de la literatura LGBT en los años 70, intentó hacer vida en Cartagena y Bogotá, pero los señalamientos y la exclusión a la que era sometido por sus temas de análisis se lo impidieron. Igual suerte acompañó a los locales Porfirio Barba Jacob, Manuel Mejía Vallejo, Gustavo Gardeazabal y otros, que se arriesgaron a una escritura homoerótica y por ello fueron descalificados y vistos con desdén por las casas editoras.

Por el lado de los ensayistas el mundo no era diferente. Lo común era la negativa de los comités editoriales para apoyar sus publicaciones, con dictámenes en que señalaban que sus argumentos eran fútiles o que abusaban del uso de las teorías sociales y jurídica al ponerlas en diálogo con la diversidad sexual o de género. La poesía de mujeres lesbianas y hombres gais fue más marginada que de costumbre en círculos de declamación, situación que condujo a muchos al exilio literario, como a Jaime Manrique, o a la invisibilidad, como Marbel Moreno.

Claro, eso pasaba en esta parroquia llamada Colombia y en las parroquias vecinas de esta región latinoamericana, con algunos oasis en México, Brasil y Argentina, donde muchas de ellas buscaron espacios para seguir en el florecimiento de su publicación. Sin embargo, en  otras partes del mundo, de manera paralela, la escritura no solo era el refugio de quienes escapaban a los señalamientos morales por su  disidencia y pensamiento libertario, sino que era un potencial de activismo y de agenciamiento crítico y literario que dio a luz a grandes obras y propuestas que encendieron acciones de resistencia; pues con su lenguaje universal y anclaje cotidiano se pensaba en colectivo, se escribía para construir consensos o promover acciones, y se leía para agenciar rutas de transformación.

Ya en 1896 Adolfo Brand, en Alemania, publicaba la primera revista gay conocida en el mundo llamada “El Excepcional”, que se especializó en arte y cultura, durando casi 40 años con publicaciones mensuales. En ese mismo país, en 1924, se creó la primera revista lésbica llamada “La Amiga”, que proponía contenidos educativos y tuvo vigencia por 9 años. En ese entonces, ambas fueron cerrados por el gobierno nazi.

En términos de ensayos, fue la escritura la que empoderó discursos tan potentes como los textos de Michael Foucault, que en 1976 publica “historia de las sexualidades”, para dar cuenta de la naturalidad de la disidencia sexual, o los cuestionamientos en 1979 a la heterosexualidad obligatoria y la nominación de las mujeres lesbianas de Adrienne Rich.  Más tarde, en 1990, Eva Kosofsky publica el texto “Epistemología del armario”, donde habla de pensar la sexualidad en clave de construcción social. En ese mismo año, Judith Butler presentó su obra “El género en disputa”, proponiendo un ejercicio de la deconstrucción del binarismo y en el determinismo frente a las sexualidades y el género. Luego, en 1999, la compilación de los estudios queer del cubano José Esteban Muñoz hicieron pensar la diversidad sexual en clave de interseccionalidad.

En términos de literatura, la rica prosa de Federico García Lorca desde 1923 empezó a desafiar desde la poesía el amor heterosexual, Yukio Mishina escribió “Confesiones de una máscara” en 1949; James Baldwin, en 1956, presentó su célebre novela “La habitación de Giovanny”; Manuel Piug da a luz “El beso de la mujer araña” en 1976; en los ochenta, la obra “Antes de que anochezca”, del cubano Reinaldo Arenas Fuentes, a modo de diario reveló la presión de homosexuales en el sistema castrista; en esa misma década, puntalmente en 1982, Alice Walker escribió “El Color púrpura”; y en 2010 el puertorriqueño Luis Negrom publicó “Mundo cruel”.

En Colombia, el cerco parroquial se empieza a tirar en los años 70, cuando aparece el florecimiento narrativo: Manuel Mejía Vallejo escribe Aire de Tango, para dar cuenta del amor entre hombres en las ciudades colombianas. La aparición de “El cadáver de papa” de Jaime Manrique en 1978 y los cuentos de Andrés Caicedo empiezan a proponer en sus tramas urbanas la pregunta por la diversidad y el posicionamiento del personaje homosexual. “Las noches de la Vigilia” y “El fuego secreto” de Manuel Mejía Vallejo, en 1987 y 1990, develan la homoeroticidad en la vida cotidiana que se consolida en la poesía de Raúl Gómez Jatin en los 80. En los 90, las obras de Fernando Molano Vargas ponen al país literario frente a la pandemia del SIDA, y los cuentos de Marbel Moreno cuestionan la doble moral local y proponen espacios de resistencia como recintos de liberación.

Hoy por fortuna contamos con un boom de literatura diversa y disidente en Colombia. En las recientes jornadas del orgullo, editoriales y librerías se dieron a la tarea de proponer stands con textos especializados: novelas realizadas por autores colombianos que vienen siendo ampliamente reconocidos como Alonso Sánchez, Jhon Better o Giuseppe Caputo; poesía queer como la presentada por Alejandra Lerma y Amalia Andrade; textos históricos y analíticos, como los propuestos por Camila Esguerra, Elizabeth castillo y Walter Bustamante; ensayos investigativos como Raros, de Guillermo Correa, que fue mención de honor Alejandro Escobar en Ciencias sociales, el trabajo reconocido de construcción de memoria de Nancy Prada y Pablo Bedoya; los planteamientos de la teoría feminista y la incursión de textos didácticos como los de Erick Cantor o Mundo de Colores de Cristina Rojas para vincular a la familia a pensar y construir la diversidad desde la sexualidad y el género.

Además, múltiples investigaciones de organizaciones sociales, desarrollando la teoría de la violencia por prejuicio, proponiendo reflexiones sobre como el conflicto armado afecto a las personas LGBTI, como las realizadas por Caribe Afirmativo. Y ejercicios universitarios como los promovidos por la profesora Mara Viveros y Franklin Gallego en la Universidad Nacional; Fernando Serrano en la Universidad de los Andes; Gabriel Gallego en la Universidad de Caldas; y Andrea García en sus apuestas por la investigación trans desde la Universidad Javeriana. Lugares donde además se consolidan grupos de investigación y muchas tesis y grupos de discusión, para pensar la diversidad sexual y de género en nuestro contexto. A ello se une el diseño gráfico y la ilustración nacional aportando con sus experticias a la novela gráfica queer que se abre paso, la construcción de facsímiles y cuentos orientados sobre todo para familias y las más jóvenes.

Sin embargo, como es bien conocido, la escritura y los libros son de acceso de un pequeño grupo de intelectuales y académicos, y en un país con tan bajo índice de lectura como Colombia, tanta y tan rica producción no tiene el impacto esperado para transformar la cultura y promover el reconocimiento de los derechos. Por eso tenemos la tarea de convertir este rico material literario, investigativo y didáctico, en herramientas de transformación, libros que deben salir de los stands de las librerías más liberales para estar en todas las bibliotecas públicas del país, a la mano, para ser discutidos en las escuelas de padres, ser material de consulta de docentes y estudiantes, tenerlos en las mochilas para ser leídos de camino al trabajo, ser puestos en la salas de las casas para ojearlos mientras estamos en momentos de descanso. Asimismo, debemos repotencializar una forma tan propia de difundir en conocimiento en nuestro territorio como la oralidad, y como nos enseñó “El Flechas”, convertirlos en radio novelas o, mejor aún, en podcasts que rueden por redes sociales y acompañen las largas horas de conectividad de la ciudadanía, para que sintamos que esas historias, versos, narraciones e hipótesis son vida cotidiana y que la vida cotidiana se narre en los labios y en la escritura de muchas.

Wilson Castañeda Castro

Director de Caribe Afirmativo