Que los casos de VIH estén en aumento, que no tengamos vacuna, que se siga muriendo la gente de SIDA y que cotidianamente tengamos expresiones de estigmatización, son razones suficientes para movilizarnos para exigir atención integral.
03 de diciembre de 2022. Cada 1 de diciembre es común ver el lazo rojo en los espacios públicos de nuestras ciudades y leer en periódicos balances de ONUSIDA sobre prevalencias y políticas de sanidad, recibiendo un mensaje contundente de la sociedad civil sobre la urgencia de mecanismos más integradores de vida digna, como la cobertura universal en salud, la sensibilización al personal médico, el acceso gratuito a preservativos y lubricantes y la urgencia de garantizar la PREP. Lejos de que esta acción anual dé muestras de avances significativos por parte del Estado sobre la atención integral en el sistema de salud en materia de pruebas y medicamentos, de dignificación de las personas viviendo con VIH y de acceso a servicios más seguros para la sexualidad, nos topamos con cifras alarmantes que dan cuenta del crecimiento de prevalencias y de concentración de mayores casos en poblaciones más vulnerables, han sido expuestas a un círculo vicioso en el cual sus vidas siguen en la precariedad. Con vergüenza, tenemos que aceptar que esta sociedad no ha sido capaz de erradicar los efectos devastadores de la epidemia.
Según los informes conocidos esta semana con ocasión de la conmemoración y revelados por ONUSIDA, no sólo es imposible cumplir la meta propuesta por la Organización Mundial de la Salud de disminuir la prevalencia, sino que está en aumento; además, los esfuerzos estatales se han disminuido para su atención. Según el Ministerio de Salud, en la actualidad hay cerca de 143.274 personas con VIH y que unas 40.000 que viven con el virus desconocen su diagnóstico. Luego de los momentos más agudos del COVID-19 la epidemia del VIH ha temido un aumento en Colombia: según el Ministerio de Salud, cada día se reportan 55 casos nuevos de contagio. Por otro lado, de acuerdo al Instituto Nacional de Salud 85 personas murieron en etapa SIDA en lo que va del 2022. A esto se suma la ausencia de atención especializada en el sistema de salud para aplicar las pruebas y brindar atención, pues la Super Intendencia de Salud indica que para este año se aumentaron en un 90% las quejas de la ciudadanía sobre la desatención a las personas viviendo con VIH. Y en medio de estas cifras alarmantes, los hombres que tienen sexo con hombres y las mujeres trans siguen liderando los mayores niveles de riesgo y prevalencia, aumentados por el proceso migratorio que actualmente tenemos en el país y por la mayor precarización de sus vidas.
Hay dos lecturas en esos datos. De un lado, las poblaciones llamadas claves están más “expuestas” a la infección porque es donde se encuba con más fuerza la epidemia, debido a las condiciones limitadas en el acceso a salud. Estas poblaciones son las más empobrecidas y marginadas, ya que se someten cada día a una sociedad excluyente que les hace más difícil el desarrollo de su proyecto de vida, haciendo de la epidemia el sello de su precarización: la pobreza y la alta exposición de las personas habitantes de calle, la vida de alto riesgo a la que se tiene que someter las trabajadoras sexuales, la transfobia naturalizada que experimentan las personas trans en la vida cotidiana, el nivel de hacinamiento y vulnerabilidad de los establecimientos carcelarios, la revictimización a las personas viviendo con VIH y el estado de xenofobia naturalizado que no sólo complejiza el desarrollo de la vida y el acceso a los derechos de migrantes y refugiados, sino que les hace más vulnerables frente a los efectos del VIH, que muchas veces aparece por falta de información y formación en materia de salud sexual, por ausencia de acceso a preservativos o por no contar con los mecanismos necesarios para una atención a tiempo.
De otro lado se evidencia, con el aumento de la prevalencia, que la reducción de acciones hace un par de años por parte del fondo mundial y la reducción del perfil del trabajo en el país de parte de ONUSIDA no contó con una acción sostenida y proactiva del sistema nacional de salud, ni a nivel nacional ni en los territorios. Esto llevó a que en ciudades que están siendo altamente receptoras de personas en situación de movilidad humana se vean situaciones como la ausencia de programas de prevención de VIH, la lentitud de las Secretarías de Salud para promover pruebas y de las EPS para ser efectivas con tratamientos antirretrovirales, como se evidencia en Barranquilla, Medellín, Bogotá y Cali. El actual programa del Fondo Mundial que nuevamente viene en ayuda del Estado es ahora más institucional y burocrático que nunca (ejercicio que ya se demostró que es fallido) y no atiende al fortalecimiento de las organizaciones de base comunitaria y redes de trabajo que durante años han puesto el pecho a dignificar la vida de las personas viviendo y conviviendo con VIH, olvidando que las lecciones aprendidas invitan a que este tipo de epidemias sociales se atiendan desde el principio junto a las MIPA (Mayor Involucramiento de las Poblaciones Afectadas).
Ante este panorama, preocupa el olvido al que la sociedad civil organizada, particularmente el movimiento LGBTIQ+, ha puesto la agenda del VIH y las organizaciones de base comunitaria que lo lideran. Desde principios del siglo y en la medida en que han venido en crecimiento las agendas de igualdad legal, políticas públicas y acciones diferenciadas para personas lesbianas, gais, bisexuales, trans, intersex y no binarias, que han permitido consolidar organizaciones especializadas con recursos, equipos de trabajo investigativos y acciones con grandes resultados en materia de litigio e incidencia, la invisibilización de las agendas del VIH/SIDA, y el acompañamiento a sus luchar que en ese panorama serían ideal para poder superar la epidemia, han brillado por su ausencia. Parece existir una especie de borramiento, como si ya hubiese sido una situación superada; incluso, en algunos lugares del movimiento poner el tema sobre la mesa es impensable. Si el potencial de acciones como la marcha del orgullo, multitudinaria en todas las ciudades, lo usáramos para promover una gran campaña contra el estigma de las personas que viven con VIH, si el éxito de la incidencia para la exigibilidad de políticas públicas presionara al sistema de salud a cumplir su tarea o si los aprendizajes en litigio internacional se fortalecieran para exigir una vacuna y el fin de la epidemia, podríamos cerrar el primer ciclo que por la presión de la muerte nos sacó a la calle para exigir vida digna.
No podemos olvidar que en los años 80 y 90 las colectivas, que venían haciendo un activismo más de hermanamiento y en privado, salieron a la plaza pública e hicieron presencia en las agendas de salud pública, ante la impotencia de ver cómo una enfermedad desatendida desde su origen por el sistema de salud estaba siendo usada como mecanismo para despreciar sus vidas. Activaron acciones de trabajo comunitario, crearon redes de hermanamiento y sororidad para acompañarse, protegerse de la avalancha de señalamientos que les quería borrar como sanción moral por su vida sexual y aprender, a pesar de la adversidad propia de la epidemia, a exigir responsabilidades al Estado y a la sociedad, de educar en la sexualidad sin tapujos y en libertad, y a vivir dignamente, para que vivir con VIH no fuese inevitablemente el camino al SIDA y al fin de la vida. Todo esto fue un ejercicio pionero para las grandes movilizaciones de la diversidad sexual y de género; de esta emergencia aprendimos a hacer incidencia política, a construir agendas para conversar con el Estado, promover espacios seguros en lo comunitario, exigir la desmitificación de la sexualidad y promover campañas para desmotivar la discriminación.
Este 1 de diciembre debería ser diferente: no solo invocar a la memoria, por supuesto necesaria, pues son muchas las vidas que hemos perdido por esta negligencia de atender la epidemia. Pero en esta ocasión, necesitamos dar un salto cualitativo y asumir en serio los compromisos que tenemos como Estado y sociedad. Del Estado requerimos un sistema de salud más preventivo que curativo y ante todo humanizado, una acción que debe ser el hilo conductor del sistema desde el Ministerio hasta el puesto de salud más ambulatorio. La salud debe ser un derecho a vivir dignamente y acceder a todos los servicios necesarios, sin discriminación para ello, haciendo énfasis en que la sexualidad es un proyecto de vida libre y autónomo que no se debe estigmatizar sino garantizar. De la sociedad civil, es fundamental que rodeemos las organizaciones que diariamente desde lo comunitario acompañan la vida de las personas viviendo con VIH, poniendo fin a todos los espacios de expresiones verbales, simbólicas y físicas que perpetúen los estigmas y la discriminación en el movimiento LGBTIQ+. También debemos reconocer el error del olvido de las agendas del VIH y articular el potencial de incidencia con la virtud sistemática y sostenida del cuidado, activando como práctica de resistencia todo un ejercicio de juntanza local, nacional e internacional que nos permita con la presión social que nos caracteriza exigir una vacuna, no estigmatización, educación y acceso efectivo para una sexualidad libre.
La primera buena práctica puede ser que de este 1 de diciembre salga el compromiso colectivo de universalizar la PREP (Pre-exposición) en Colombia, que no permite la réplica del virus si este ingresa al organismo, alternativa que pone hoy en las manos la ciencia mientras aparece la vacuna para prevenir el VIH. Este servicio debe activarse tanto para las personas que viven con VIH para poder controlar la expansión del virus, como para las personas que no están diagnósticas y necesitan acceso a este medicamento para evitar contraerlo. Este medicamento es sencillo, barato y con altísima efectividad comprobada para los grupos poblacionales más expuestos a la infección, que por ser los más vulnerables, requieren que esta sea un servicio gratuito de responsabilidad del Estado y de fácil acceso.
Wilson Castañeda Castro
Director
Corporación Caribe Afirmativo