Es urgente sacar las prácticas patriarcales, machistas y sexistas de los procesos del movimiento LGBTIQ+ y abandonar la matriz gaycéntrica que, en muchos casos, ha reproducido prácticas de opresión al interior de movimiento.
24 de abril de 2022. Los procesos colectivos LGBTIQ+, han sido liderados –mea culpa– particularmente por hombres gais con una poca participación de personas trans y aún menor de mujeres lesbianas y bisexuales. Sin duda, muchas y muchos de ellos, desde escenarios como la lucha contra la discriminación por el VIH/sida, la búsqueda de la igualdad legal, como el matrimonio igualitario y la posibilidad de hacer litigio de alto impacto para moverse en círculos académicos y sociales de clase media, alcanzaron en los últimos cuarenta años avances muy significativos para el movimiento social, incluso con mayor rapidez que otros movimientos; pero también, muchos de ellos conscientes o inconscientemente mantuvieron y trajeron a este proceso de movilización social, estructuras patriarcales y hegemónicas reproduciendo el statu quo de la matriz sexo-género hegemónica que impera en la sociedad que sigue dando privilegios al hombre blanco cercano al sistema.
Esta situación ha llevado, de forma real o percibida, que se den acciones desiguales dentro de los procesos de diversidad sexual y de género que hacen que la visibilidad y las ganancias en derechos para los hombres homosexuales –que si bien, deben luchar contra la homofobia naturalizada–, sea más potente que la de las mujeres lesbianas y bisexuales y de las personas trans en el movimiento, lo que ocasiona que el hecho de mantener su posición privilegiada de hombres -aun siendo gais-, refuerce estereotipos machistas. Ello ha hecho que estos años de activismo se cuenten desde las narrativas de estos hombres, sus lógicas y apuestas. Esto ha hecho que no solo se olvide el vínculo fundacional del movimiento LGBTIQ+ con las ideas de liberación sexual de mayo del 68 de la revolución sexual y de la vida trans de calle en Stonewall del 69, sino que se desperdicien oportunidades históricas como hacer uso del feminismo, como teoría política, para promover verdaderas revoluciones en la sociedad que hagan del reconocimiento a la diversidad sexual y de género, una realidad estructural en la vida cotidiana y no solo una apuesta cosificante para llenar indicadores.
Con responsabilidad y propósito de transformación, hay que decir que nuestro movimiento en muchas ocasiones es a) patriarcal. Al frente de las organizaciones y procesos solemos estar más hombres gais que otras personas LBTIQ+; b) Replicador de acciones machistas. Incluso en los círculos activistas y organizativos, si bien hay cada día más participación de mujeres y personas trans, dicha participación no se traduce en posiciones de dirección, liderazgo o autonomía; c) Profundización de prácticas sexistas. En los roles y las acciones que se adelantan para las acciones colectivas, existen prácticas sexistas y misóginas entre hombres gais frente al resto del movimiento; d) clasismo. Este es más visible en espacios capitalistas y en sectores del consumo, siendo un espacio de mayor privilegio para los hombres gais, blancos y de clase media; y con cierto disfraz de transformación cultiva, e) la heteronormatividad como proyecto de vida. Esto, gracias a que las acciones que se proponen, por ejemplo, para las parejas del mismo sexo, terminan reproduciéndola en otra escala, sin cuestionar el sistema sexo-género, responsable de la opresión que la sufren con mayor impacto las mujeres lesbianas y bisexuales y las personas trans, no binaries en el colectivo.
Estas formas patriarcales, machistas y sexistas, con la que se ha construido movimiento, ha racionalizado la disidencia sexual en un plano en el cual el patriarcado reduce el sexo al poder que se pude generar sobre los cuerpos y ha despreciado el deseo, proponiéndolo como la contraparte frágil que hay que controlar, creado una categoría escalonada de desprecio frente al cuerpo de dejar constancia que hay unos que importan más que otros; pues los sistemas masculinos de la sexualidad, han reducido la mayoría de las veces el deseo a un asunto privado, contrario a la expresión pública que reclaman las personas trans. Esta práctica lleva a desconocer el papel político del deseo y del género como construcción de la vida misma: el deseo disloca e implica una disonancia que opera en el género y se despliega para buscar una metafísica de la identidad. Siendo así, el deseo, fuera de la vida política del activismo, imposibilita la conversión de lo diferente en la identidad. El deseo, en su ejercicio, nos pone necesariamente en la dialéctica del otro, y al otro, como está fuera, solo llegamos por la autoconciencia y nos remite el dato de transitar entre lo nuestro y lo externo. Solo será plena la experiencia del sujeto que desea, cuando lo deseado hace parte de su vida activista.
Estos años de activismo, de liderazgo de hombres que, en la mayoría de los casos tienen los asuntos más apremiantes de la vida resueltos (ingresos, trabajo y estudios), ha dejado por fuera situaciones estructurales como la superación de la pobreza que es más desproporcionada en las mujeres; ha relativizado la urgencia de luchar por los derechos económicos, sociales y culturales que hagan que el reconocimiento de derechos sea sinónimo de vida digna; ha reproducido lenguajes sexistas cargados de altas dosis de violencia simbólica y ha marginalizado a muchas personas dentro del mismo movimiento, haciéndolo en ocasiones un proceso elitista. El auge de proyectos reificantes, como la relación consumo-comercio con la vida de los hombres gais, el papel exacerbado del cuidado del cuerpo que ha transitado del bienestar al narcisismo y las acciones en gueto que suelen ser reproductoras de prácticas de desprecio en espacios posicionados de homosocialización o de encuentro de personas LGBTIQ+ que son de mayor acceso para los hombres homosexuales con poder adquisitivo, deben ser superadas.
Vaciar el movimiento del patriarcado lleva necesariamente a repensar y promover otras acciones en el proceso LGBTIQ+. No es un asunto de activar una disputa entre hombres y mujeres en el dualismo histórico al que hemos estado acostumbradas y del que nos tenemos que desmarcar, ni de negar el activismo de los hombres gais en el movimiento. Es poner punto final al patriarcado en todas sus expresiones, proponer acciones más circulares que, acogiendo la propuesta del feminismo, le den rostro a las apuestas de diversidad sexual, deconstruyan y construyan otras narrativas y promuevan espacios desde los lugares de las mujeres y las personas trans, queer y no binarias, que son quienes reciben desproporcionalmente las mayores acciones de obstrucción a sus proyectos de vida.
Tenemos, a mi modo de ver, cuatro retos dentro del movimiento social para hacer frente a este desafío: a) Entender el género como un ejercicio dinámico, como una experiencia de ser “deshecho”, que conduce a una relación entre deshabitar la vida de forma permanente, cuando se es víctima de opresión, o hacerla más habitable, cuando el activismo busca romper los límites de la coerción; b) tomar conciencia de la existencia o respuesta a demandas en las dinámicas del movimiento y sus demandas por el reconocimiento, incluso de contracultura, resistentes y desde lenguajes corporales y afectivos; c) afirmar el deseo de ser reconocido, que imprima dos claridades en el movimiento: que dicho reconocimiento buscado se articule en lo social y no sea estático ni definitivo, sino variable, pero a la vez constitutivo, ya que su ausencia hace inviable la vida, por ello, incluso, cuando hay experiencias de un falso reconocimiento o un reconocimiento fallido, es necesario alejarse de él y d) ser conscientes del riesgo de llevar el reconocimiento solo a prácticas de legalización o legitimidad, pues se convierte, como indica Butler, en un arma de doble filo: de un lado da visibilidad a demandas, pero del otro, las limita, situación que se constata en la lucha de gais por el matrimonio igualitario, pero que se desdibuja en la demanda de personas queer y trans, que exigen un recibo de sus solicitudes desde la lógica de la asignación o elección, pero sin la coerción que es lo que, en la mayoría de los casos, instaura la ley; situación que deja entrever los riesgos de la política de identidad, propia de la matriz sexo- género, pues busca categorizar acciones del ser humano, cuando estas no son objetivables.
Para superar estos retos, se debe promover un gran pacto colectivo entre de todas las personas del movimiento que esté mediado por un acto previo de rechazo al patriarcado, de parte de los hombres del movimiento que, tomando conciencia de la reproducción de este sistema desde su actuación, estén dispuestos a traicionarlo y asumir el feminismo como teoría política, lo cual puede llevar a otra forma de activismo que efectivamente pueda cambiar vidas. Allí, entrar en un diálogo con el Estado, desde los debates del género, no puede ser desde la regularización legal, sino desde las expresiones de normalización social, donde las vidas se viven, no a partir de parámetros establecidos y limitados, sino en el espacio que posibilita la vida habitable de quien los ocupa. Los cuerpos son depositarios del deseo, pero su exposición pública ante la ausencia de derechos, los conduce a un escenario de vulnerabilidad social que delimitan su vida entre poseer o ser desposeído; allí, dichas normas operan como ejercicios simbólicos que conducen a lo que, para quien esta en el ejercicio de hacerse-deshacerse, significa su enunciación, pues la norma solo persiste como tal en la medida en que se representa en la práctica social y se actualiza a través de los rituales sociales diarios de la vida corporal.
Wilson Castañeda Castro.
Director de Caribe Afirmativo