La persecución y los señalamientos estigmatizantes que los alcaldes de Cartagena y Medellín están haciendo de las personas trabajadoras sexuales son un caldo de cultivo para que se aumente la violencia y las prácticas sociales de desprecio hacia ellas en el país.
Primero fue el alcalde de Cartagena con su operación Titán el 3 de enero de 2024, que para devolver la seguridad y el orden al centro de la ciudad, cuna del turismo, decidió declarar enemigas internas de la ciudad a las personas trabajadoras sexuales, haciéndolas responsables del deterioro de la ciudad, sin darse cuenta de que ellas son las víctimas y no las victimarias, y que a quienes hay que perseguir son a los tratantes que controlan amplios sectores de la ciudad con redes internacionales. Esta operación entregó a la Policía, conocida por violentar sistemáticamente a las trabajadoras sexuales, esta tarea y se dio inicio a una andanada de limitaciones, acompañada por discursos moralizantes desde la Secretario del Interior, hablando de “actos aberrantes e inmorales”, y de un incremento de sentimiento de miedo y terror de las personas que practican el trabajo sexual en la ciudad, quienes se sintieron señaladas, estigmatizadas y en mayor riesgo de recibir violencia.
Luego, el pasado lunes 1 de abril, el turno fue para el alcalde de Medellín, que, ante un caso verdaderamente aberrante de explotación sexual de menores, liderado por un extranjero debidamente identificado, decidió, con la publicación del decreto 0248 de 2024, suspender temporalmente por seis meses la prestación del servicio de trabajo sexual en unas zonas determinadas de la ciudad, bajo el pretexto de mitigar la explotación sexual. También limitó en estos mismos lugares los horarios de los establecimientos públicos y la circulación de personas. Además, en medios de comunicación y pronunciamientos públicos, ha criminalizado la práctica, ha hecho responsables a las víctimas de los actos que ponen en riesgo sus derechos y ha sentenciado sin pruebas como responsables a establecimientos, plataformas de encuentro y servicios de hospedaje que están permitidos en el país.
Tanto Dumek Turbay, alcalde de Cartagena, como Federico Gutiérrez, alcalde de Medellín, con este tipo de decisiones, que además son inconstitucionales, están poniendo su acento en perseguir a las víctimas y no a los victimarios, criminalizan las prácticas sexuales que están permitidas en el país, perfilan a mujeres y personas trans, contribuyendo así a prácticas de discriminación por parte de la sociedad y de utilización por parte de los delincuentes. Pero, además, los someten a la pérdida de derechos, los condenan a muchos a desplazamientos forzados, habitabilidad de calles y a vulnerabilidad, pues pierden el derecho al trabajo y, con él, al sustento de su vida. Estos alcaldes, al igual que los demás, deberían, por un lado, perseguir y sancionar a los verdaderos delincuentes —que son los que abusan y usan de las personas y coartan sus libertades— y, por otro lado, brindar protección y garantías de derechos a las personas que, haciendo uso de su autonomía, han decidido dedicarse al trabajo sexual.
El trabajo sexual, o el sexo por sobrevivencia, es una práctica presente históricamente en la sociedad. Si bien en la mayoría de nuestros países se ha usado para revictimizar a las personas y ante la ausencia de políticas de protección, algunas personas se han visto abocadas a practicarlo. Allí es donde el Estado debe cuestionarse y actuar en promover más y mejores acciones de acceso a derechos de su ciudadanía, con base en la libertad, pero no puede llevarnos a perder de vista que algunas personas, en la autonomía del uso de sus cuerpos y en libertad y conciencia, deciden dedicarse a él. Es decir, el Estado y la sociedad no pueden perseguirles y mucho menos condenarles, sino garantizarles este derecho a su autonomía corporal. Así, muchas personas cisgénero y trans, mayores, en libre elección, si optan por el ejercicio de dicha práctica sexual, esperan respeto a su decisión y garantías para ejercerlas, no persecución y sanción social.
En este proceso de consolidación de sociedades democráticas, se hace necesario que se reconozca el trabajo sexual como trabajo y que se diferencie de los delitos de trata de personas, de explotación con fines sexuales, especialmente cuando son casos relacionados con niñas, niños y adolescentes, o ponen en riesgo la integridad de las personas, o no respetan su voluntad. En los países se han desarrollado tres formas de afrontar esta realidad: a. El abolicionismo, que busca eliminar dicha práctica, porque la considera ajena a la libertad y la voluntad; b. Despenalización y no considerarlo más como un delito, acabando con las imposiciones penales y sanciones a las personas que lo ejercen; y c. Transitar a su legalización, que busca reconocer esta actividad como un trabajo donde se garanticen los derechos laborales. En el caso de Colombia, la Corte Constitucional determinó que no es posible el abolicionismo porque va en contravía de la libertad y, por el contrario, se debe regular su práctica.
Con este mismo espíritu, la Corte Constitucional, con la sentencia T-594 de 2016, ante un caso en el que se retuvo y condujo a unas trabajadoras sexuales a la UPJ en un contexto de hostigamiento, llamó la atención sobre la clara existencia de prejuicio en este acto liderado por la policía al prohibirles el ejercicio del trabajo sexual, violentarlas y privarlas de la libertad. En su fallo, la Corte indica que fueron violados los derechos a la libertad personal, la libre circulación y la no discriminación. Además, aprovecha la Corte para recordar que, precisamente en Colombia, el trabajo sexual se ejerce en condiciones de altísimo riesgo por la criminalización y las expresiones de desprecio que reciben quienes lo practican, por lo que exhorta al legislativo a construir un proyecto normativo —hasta el día de hoy aún pendiente— que, entendiendo a las personas que se dedican a este oficio sujetas de especial protección, legisle en garantizar su derecho al trabajo y las condiciones necesarias para ejercerlo con dignidad.
En el mismo sentido, el Informe Final de la Comisión de la Verdad, en su volumen de hallazgos y recomendaciones, reconoció que las personas que en el país, siendo adultas que con voluntad y libertad se dedican al trabajo sexual, fueron víctimas del conflicto armado, con actos como homicidios, feminicidios, amenazas, desplazamientos forzados, violencia sexual y persecución, donde las víctimas —mayoritariamente mujeres cisgénero y trans— estaban en una situación de mayor indefensión. Esto, motivado también por las expresiones de complicidad social que condujeron a que muchas comunidades validaran y apoyaran las violencias de las que eran depositarias, lo que conminó a las comisionadas y comisionados a recomendar a los gobiernos, con énfasis en los territoriales, a “no criminalizar el trabajo sexual y respetar en sus planes de ordenamiento territorial los derechos de las personas trabajadoras sexuales”.
En materia de violencia, respecto a las personas que se dedican al trabajo sexual en Colombia, se comenten asesinatos selectivos, son amenazadas en panfletos individuales y colectivos, son obligadas a entrar en las dinámicas del microtráfico y sufren de altos niveles de estigma y discriminación. Del mismo modo, están expuestas a las violencias, al señalamiento y al estigma. Diariamente se ven sometidas a diversas formas de violencias, entre ellas la policial y la institucional, y hay un incremento de la violencia digital, haciendo referencia a las sanciones al acoso y el hostigamiento por medio de redes sociales y plataformas digitales. Tanto en servicios en el espacio público, como en establecimientos y en escenarios online están expuestas a ser maltratadas por sus clientes y, cuando la fuerza pública aparece para dirimir el caso, aplica una carga mayor a la víctima por los prejuicios que le asisten, otorgándoles un perfil de “sospechosas”. Esto ha permitido la proliferación de terceros, que han venido cultivando prácticas que si son delictivas, como la trata de personas, el comercio sexual, la explotación sexual, y una seria más de esclavitudes modernas que son hoy manejadas por unas redes multinacionales que se aprovechan de su vulnerabilidad para ponerlas en mayor riesgo.
Esta situación debe parar y ello reclama lo siguiente: a. Los gobiernos deben activar de inmediato políticas públicas de protección y garantías de derechos que les permita acceder a beneficios laborales a las personas que ejercen el trabajo sexual en cada una de las modalidades, gozando de protección social, el acceso a la salud, a una caja de compensación y pensiones; b. El legislativo debe proponer leyes para que sea respetada la autonomía corporal y la libertar, poniendo sanciones a las personas que abusan y usan los cuerpos de las demás personas, protegiendo a las niñas, niños y adolescentes de cualquier riesgo de explotación y violencia; y, por último, c. La sociedad debe dejar a un lado el desprecio y la estigmatización hacia las personas adultas que, libre y voluntariamente, deciden dedicarse a las prácticas sexuales. En esta misma línea, todos los actores de la sociedad deben promover acceso a condiciones de vida digna, al trabajo y a los servicios, para que la inmensa mayoría de personas que hoy en Colombia están en el ejercicio de trabajo sexual, porque no hay otra opción, puedan dejarlo y transitar libremente a otros oficios, donde no hayan barreras de acceso y, quienes quieran seguir en el escenario de las prácticas sexuales, lo puedan seguir haciendo libre y autónomamente.
Lamentablemente, estas medidas restrictivas, moralistas y anti-derechos de los dos alcaldes, darán como resultado mayor violencia y precarización de las condiciones de vida de las personas trabajadoras sexuales. Es urgente que revisen y ajusten dichas medidas y pongan su empeño en perseguir delincuentes como los tratantes, traficantes y explotadores sexuales y que las autoridades de control, como la Procuraduría y la misma Corte Constitucional puedan poner fin a este abuso de poder, mezclado con prejuicios exacerbados que ponen en riesgo la vida de las personas trabajadoras sexuales. Del mismo modo, que la sociedad deje de una vez por todas esa doble moral y que entienda que su estigmatización no hace otra cosa que contribuir a la violencia que hace que estas personas vean aniquilada su vida o usada por unas redes de delincuencia y crimen organizado.
Wilson Castañeda Castro
Director
Corporación Caribe Afirmativo