Informes de agentes humanitarios presentes en la ruta migratoria reconocen un aumento en los grupos de tránsito de personas LGBTIQ+. Indican con preocupación que estas son sometidas a prácticas de explotación sexual, trabajos forzados e incluso son utilizadas en acciones delictivas como condición para permitirles que continúe el tránsito.
En los últimos meses, la Alerta Temprana de la Defensoría del Pueblo, construida en asociación con la Defensoría de Panamá sobre los riesgos de las personas que cruzan el Tapón del Darién en busca de llegar al norte del continente para construir sus proyectos de vida, ha llevado a que los medios de comunicación y la opinión pública centren su atención en esta región históricamente olvidada. Se han construido titulares como “el paso migratorio más peligroso del mundo”, “la selva que devora a los migrantes” o “el camino a la muerte”. Esto ha encendido las alarmas ante lo que podría convertirse en un proceso de revictimización o en una segunda crisis humanitaria para la ciudadanía procedente de Venezuela, Ecuador, Haití, Cuba, África y, por supuesto, Colombia. Estas personas asumen este riesgo debido a una crisis humanitaria en sus países de origen que ya las obligó a huir de sus hogares y tierras. Sin embargo, este fenómeno no es nuevo. Médicos Sin Fronteras ha reportado desde los años 90 el tránsito de ciudadanía migrante por este paso fronterizo, que como su nombre indica es un tapón natural creado por un bosque tropical y que es hogar de decenas de especies animales y especies botánicas. Lamentablemente, también se ha convertido en un escenario estratégico para el tráfico de drogas y el control ilegal.
Los informes de décadas anteriores de Médicos Sin Fronteras indican cuatro conductas más recurrentes en quienes asumen este difícil tránsito migratorio, con el interés de llegar mayoritariamente a Estados Unidos y vivir “el sueño americano”:
- Por la ausencia de Estado a ambos lados de la frontera, los actores ilegales han construido formas propias de control y han capitalizado el interés de “pasar” de los migrantes, generando cobros o sometiéndolos a cambio de permitirles el paso, cargando sustancias de uso ilícito en esa dirección.
- La misma ausencia estatal hace que este paso esté acompañado por la precariedad; no hay servicios de asistencia médica ni alimentaria, ni acciones de educación que les adviertan los riesgos del tránsito por las características de la selva tropical, ni se acompañan situaciones límite como despedidas de seres queridos, pérdidas de acompañantes o el miedo propio de irse con incertidumbre.
- La pobreza en la que se genera este ejercicio migratorio, precisamente la ausencia de dinero que no les permite acceder a un visado o tomar un boleto aéreo (la única forma segura de cruzar el tapón), los somete a usar embarcaciones sin mecanismos de seguridad ni dotación requerida, sometiéndolos a una travesía marítima que para muchos es el fin, pues naufragios y desapariciones por sobre cupo son recurrentes.
- El cruce de culturas de personas que vienen desde África por Brasil, que no les pide visado, o de Haití y Cuba, que primero van a un país sudamericano y luego comienzan la travesía caminando hacia el Darién, o las recientes crisis de Venezuela, Ecuador y la misma Colombia que los expulsa. Es decir, trae en esas caravanas vidas destrozadas por el conflicto o la persecución que ven en otro un enemigo, y ante la ausencia de puentes de comunicación antes las barreras idiomáticas y culturales, crece la desconfianza.
Esta realidad documentada hace 30 años no ha cambiado, pero sí se ha exacerbado. La vida tranquila de los pueblos que se ubican en las costas del Golfo, tanto del lado de Antioquia (Turbo y Necoclí), como en las del Chocó (Acandí o Capurganá), o más arriba en Panamá (La Miel y Carreto), ha sido afectada. Allí, el control ilegal se ha incrementado. Ante el silencio cómplice de la institucionalidad, han gentrificado sus escasas poblaciones, presionándolas hacia la ruralidad para rentar por días y a altos costos modestas habitaciones para el par de días que pasan allí los migrantes. Todo un comercio se ha establecido, como si fuera un campamento de escultismo, con toda clase de enseres para el tránsito en la selva, todo cobrado en dólares. La duración varía, siendo de cinco días para solo hombres y jóvenes, ocho días para familias o cuando hay niños. Cuando tienen más dinero. La lancha les sube más arriba y los deja a solo un día de camino por la selva. Después de bajar de la lancha, hacen el tránsito solos con unas instrucciones muy básicas de los guías sobre cómo seguir señales hasta llegar a territorio panameño, donde todo, según indican las experiencias de algunas personas, es más hostil. Luego de ello, les esperan siete países por recorrer antes de llegar a Estados Unidos, sumando 3.742 kilómetros. Se exponen a una ruta marcada por robos, violencia física, homicidios, intimidación, discriminación, trata de personas y extorsión. Lo peor es que, al llegar a la frontera con Estados Unidos, corren el riesgo de ser deportados o expulsados.
La semana pasada me acerqué a este tránsito migratorio y encontré tres experiencias de personas LGBTIQ+:
- Una mujer trans venezolana que se encuentra ahora en situación de playa (se llama así a la gente que al llegar a Necoclí o Turbo no tiene dinero para comprar el sticker de 2.000 USD que les cobran por tomar la lancha y tampoco tiene cómo pagar un alojamiento, así que se quedan a dormir en la playa, esperando que una agencia humanitaria les dé una carpa o sacos de dormir, e inventándose formas de trabajo para recaudar el dinero necesario para el sticker). Esta compañera decidió ejercer el trabajo sexual como mecanismo de supervivencia, lo que le generó presiones por parte de los actores ilegales que controlan el territorio y agresiones por parte de otras personas migrantes y del entorno. Logró regresar a Medellín, donde sufrió otros actos de violencia, y decidió volver al tránsito migratorio, encontrándose, nuevamente, en situación de playa. Está siendo controlada por los actores ilegales que le generan prácticas de abuso sexual y le exigen, como condición para permanecer, ser repartidora de sustancias psicoactivas.
- Una pareja de hombres gais venezolanos que salieron en una caravana desde Medellín, a veces caminando, a veces en un camión que los arrastraba por kilómetros. Uno de ellos fue interpelado por quien controlaba el grupo migratorio, comenzó una disputa con él y lo arrojó del carro en movimiento. Esta situación le generó graves golpes en la cabeza, quedó en estado de coma y, al recuperar la conciencia, fue diagnosticado como un caso de parálisis corporal. Hoy es cuidado por su compañero en una precaria clínica rural mientras deciden qué hacer con sus vidas.
- Una pareja de mujeres lesbianas binacionales (colombo-venezolanas) que, al llegar al puerto de embarque, fueron objeto de intentos de abuso sexual por parte de otros migrantes que venían de un grupo migratorio que no hablaba español. Cuando una de ellas reclamó, alegando que era su pareja, ambas recibieron un trato violento por parte de los hombres migrantes, con varios intentos de acoso sexual. El coordinador del grupo en tránsito decidió exigirles que tenían que regresar, sin devolver el dinero invertido para la ruta. Estas mujeres, después de estar varios días a la deriva en el territorio, recibieron ayuda humanitaria y lograron refugiarse en un pueblo de Colombia para superar la pesadilla que esto les había ocasionado.
- Un hombre gay, negro, con expresión de género diversa, en situación de playa, como condición para darle un sticker de paso, fue sometido a prácticas colectivas de violencia sexual por parte de los actores armados y de otros miembros del flujo migratorio. Nunca le dieron el sticker y, tiempo después, cuando su salud se deterioró y fue diagnosticado con VIH en una brigada de salud, se vio obligado a retornar a su país de origen ante la ausencia de servicios de salud adecuados en el territorio y de acceso a retrovirales.
Estas cuatro historias, encontradas todas en un par de horas en las plazas donde miles de carpas aguardan silenciosas para poder cerrarse y cruzar la frontera, dejan constancia de que el sueño migratorio asiste a las personas LGBTIQ+ que, además de movilizarse por las crisis humanitarias y las prácticas de desprecio en sus lugares de origen motivadas por su orientación sexual, identidad y expresión de género, también las expulsa. Pero en el tránsito migratorio, su nivel de visibilidad les sigue exponiendo a prácticas de acoso sexual, uso para acciones delictivas, vinculación a cadenas de tráfico de drogas y, en suma, a ponerlas en el lugar más vulnerable del grupo para que, si hay algún contratiempo, sean las primeras en enfrentarlo. Además, el poco tiempo que están en un lugar y la obligación de estar invisibles, para no poner en riesgo su tránsito, hace toda una odisea buscar recursos para ayudarles, activar una ruta de atención o remitir un servicio porque, simplemente, ya no están. Entre enero y julio de 2023, 251.758 personas cruzaron esta peligrosa travesía. En las autoridades locales se lee, con el correr del tiempo, un mayor desprecio hacia sus vidas, porque dicen que les han quitado el potencial turístico y el auge de estas noticias en los medios está dejando mal al territorio y a los habitantes que aprendieron a vivir de ellos y sus pocos recursos, menospreciando a los más pobres y congratulándose con los pocos que traen dinero (sobre todo asiáticos), dejando evidencia, como decía Adela Cortina, que “el odio no es al extranjero, es al pobre” (aporofobia).
Esta situación ha llevado a que, para algunos, sea solo en el tránsito migratorio el momento en que se hacen conscientes de su precariedad y de que en nuestro territorio no solo no está ese paraíso de la igualdad que soñaron al llegar aquí en su breve tránsito, sino que la violencia es la recepción que el país les ofrece. Algunos han tratado de desistir, buscar ayuda psicosocial, encontrar grupos de apoyo, pero precisamente esta ruta carece de apuestas para la protección de los derechos LGBTIQ+, no tiene lugares de acogida, ni servicios con enfoque diferencial, ni espacios de escucha. Por eso, algunas que ya no pueden más se ven confinadas a la habitabilidad de calle, a vivir de la caridad o a practicar sexo por supervivencia hasta que algo los saque de esta pesadilla que termina siendo querer cruzar el Darién siendo abiertamente gay, lesbiana, bisexual, trans, intersex, no binaria o queer.