
01 de mayo de 2025. Cada primero de mayo, mientras se conmemoran las luchas históricas del movimiento obrero por la dignidad y los derechos laborales, persiste una pregunta incómoda: ¿quiénes están realmente incluidos en esa celebración? ¿Para quiénes el trabajo sigue siendo un campo de batalla cotidiano donde lo que está en juego no es solo el sustento, sino también la existencia misma? Si miramos con atención, nos daremos cuenta de que para muchas personas LGBTQ+, especialmente aquellas que no encajan en los moldes binarios de género y sexualidad, el mundo del trabajo continúa siendo un espacio de exclusión, precarización y violencia estructural.
Aunque el lenguaje de la inclusión ha ganado terreno en el discurso público, y algunas sentencias judiciales han reconocido la igualdad de derechos en el plano formal, la realidad cotidiana demuestra que el acceso a un trabajo digno sigue siendo una promesa lejana para quienes transitan identidades y expresiones de género no normativas. Judith Butler (2017) nos recuerda que la precariedad no es solo la ausencia de recursos o estabilidad económica, sino una forma de exposición al riesgo y a la violencia producida políticamente. Es decir, ciertos cuerpos, por cómo se presentan, se visten o se mueven, son tratados como desechables, sospechosos o incómodos para el orden laboral establecido. La precariedad, entonces, no es una condición azarosa, sino una consecuencia directa de sistemas de poder que determinan qué vidas merecen protección y cuáles pueden ser descartadas.
En el ámbito del trabajo, esta lógica se traduce en múltiples formas de exclusión. Desde procesos de selección que filtran a quienes no se ajustan a estereotipos de género, hasta ambientes laborales hostiles donde las personas LGBTQ+ son obligadas a ocultar su identidad para conservar su empleo. En muchos casos, la discriminación no se expresa a través de palabras explícitas, sino en silencios, miradas, chistes, exigencias de “corrección” o simplemente en la falta de oportunidades. Se espera que la persona LGBTQ+ sea “discreta”, “profesional”, “neutra”, eufemismos que en realidad exigen una renuncia a la expresión libre del propio ser. Esta presión constante genera un tipo de violencia silenciosa que erosiona la autoestima, limita el desarrollo profesional y naturaliza la exclusión.
Desde la Corporación Caribe Afirmativo, hemos documentado estas formas de discriminación durante más de una década. Ya en 2013, el informe Raros y oficios, elaborado en alianza con la Escuela Nacional Sindical, mostró cómo la división sexual y social del trabajo asigna a las personas LGBTQ+ a ciertos oficios estigmatizados, precarios o marginales. Mientras los espacios de poder y decisión continúan reservados para sujetos cisgénero y heterosexuales, las personas disidentes de la norma son relegadas a nichos de la economía del servicio, el entretenimiento nocturno o el trabajo sexual. Esta asignación no es casual: responde a una estructura que combina machismo, clasismo y homofobia para mantener intactas las jerarquías sociales.
A pesar de algunos avances legislativos, la normativa laboral en Colombia sigue sin incorporar un enfoque diferencial robusto que reconozca las condiciones particulares de vulnerabilidad que enfrentan las personas LGBTQ+. Las reformas laborales recientes siguen pensándose desde una lógica universal que no reconoce la diversidad real de trayectorias, cuerpos y experiencias. No basta con prohibir la discriminación en abstracto; es necesario generar rutas claras de denuncia, protocolos empresariales efectivos y mecanismos de verificación que obliguen a los empleadores a garantizar entornos laborales seguros, diversos y justos.
Pero más allá de la normativa, es fundamental visibilizar las experiencias concretas que revelan la distancia entre los derechos en el papel y las realidades vividas. El caso de Daniel, un hombre migrante venezolano, es un ejemplo doloroso de cómo se naturaliza la exclusión en el mundo laboral. Daniel llegó a Turbaco, Bolívar, huyendo de la precariedad y buscando una oportunidad para reconstruir su vida. Al encontrar una vacante en un puesto callejero de venta de comidas rápidas, pensó que al menos podría contar con un ingreso estable. Sin embargo, al poco tiempo de ser aceptado, comenzaron las exigencias: le pidieron una prueba de VIH y de enfermedades de transmisión sexual, le dijeron que debía cambiar su peinado y forma de vestir porque “en ese lugar la gente era muy homofóbica y no querían problemas”. Le advirtieron que debía agradecer la oportunidad y comportarse “bien”.
Daniel trabajaba más de diez horas diarias en turnos nocturnos, sin contrato, sin afiliación a seguridad social y sin ningún tipo de garantía legal. A cambio, recibía apenas 35.000 pesos diarios, justificados como una “ayuda” de parte de empleadores “de buen corazón”. Lo que en otro contexto sería denunciado como explotación, en este caso fue presentado como un favor. Su identidad, su expresión de género, su origen migrante y su situación económica convergieron para situarlo en el lugar de la vulnerabilidad absoluta. Como tantos otros, Daniel no solo fue explotado, sino que tuvo que agradecer por serlo.
Este tipo de relatos no son excepcionales, sino estructurales. Reflejan cómo el sistema laboral reproduce la exclusión hacia quienes no cumplen con los mandatos de género y sexualidad dominantes. La división sexual del trabajo no ha desaparecido; simplemente se ha adaptado, convirtiendo la inclusión en un proceso condicionado, vigilado y desigual. A las mujeres trans se les sigue condicionando al trabajo sexual, a los hombres afeminados, roles decorativos o de servicio; a las lesbianas masculinizadas, tareas de vigilancia o logística. Y quienes no logran “pasar” como heteronormativos, quedan por fuera.
La economía informal, el trabajo sexual, el rebusque y los emprendimientos de sobrevivencia terminan siendo, para muchas personas LGBTQ+, las únicas opciones posibles. Pero incluso allí, las dinámicas de violencia y discriminación no desaparecen. La calle, aunque romantizada por algunos discursos, es también un espacio de riesgo, de exposición y de criminalización. La idea de que “la calle es nuestra” no puede ocultar que también es el lugar al que se empuja a quienes no se considera aptos para el mundo formal. La normalización de esta exclusión es una de las formas más sutiles —y más peligrosas— de violencia estructural.
En este escenario, el primero de mayo debe ser una oportunidad para ampliar el horizonte de nuestras demandas. No se trata solo de garantizar empleo, sino de repensar profundamente el sentido del trabajo, las condiciones de dignidad, los criterios de inclusión y los mecanismos de justicia. Las luchas por el reconocimiento de identidades deben ir de la mano con las luchas por redistribución de recursos, acceso a derechos sociales y protección frente a la exclusión.
Como organización social, Caribe Afirmativo reafirma su compromiso con esta agenda. Seguiremos documentando, denunciando y exigiendo transformaciones reales en las políticas públicas, en las prácticas empresariales y en los marcos normativos. Pero también hacemos un llamado al movimiento social amplio, al sindicalismo, a las organizaciones laborales y al Estado: es hora de que el trabajo sea verdaderamente un derecho para todes. No podemos seguir aceptando que la expresión de una identidad o la manifestación de una disidencia condene a una vida de precariedad, silencio o simulación.
Es urgente construir una política de empleo con enfoque interseccional, que reconozca la especificidad de las trayectorias LGBTQ+, migrantes, racializadas y empobrecidas. Se necesitan acciones afirmativas, incentivos a empresas que promuevan la diversidad, mecanismos de sanción efectivos frente a la discriminación, y procesos educativos que transformen imaginarios y desmonten prejuicios. Porque no basta con garantizar un lugar en el mercado laboral: es necesario garantizar el derecho a habitarlo con libertad, sin miedo y con dignidad.
El primero de mayo también debe ser nuestro. No como una frase simbólica o una inclusión decorativa, sino como una exigencia política, ética y estructural. Hasta que cada persona LGBTQ+ pueda acceder a un trabajo sin tener que esconderse, agradecer por ser explotada o resignarse a la informalidad, la lucha estará inconclusa. Porque el trabajo no puede ser un privilegio para quienes encajan, sino un derecho garantizado para quienes, con sus diferencias, amplían las fronteras de lo humano y de lo justo.