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El espejo de una sociedad enferma |A Sara Millerey González no solo la mataron

08 de abril de 2025. Disculpen la tardanza, pero apenas vamos leyendo —y entendiendo— lo que significa vivir, resistir y morir siendo trans en Colombia. Apenas vamos cayendo en cuenta de la brutalidad con la que este país trata a quienes rompen las normas de género. Apenas vamos aceptando, con la vergüenza de la conciencia tardía, que el asesinato de Sara Millerey González en el municipio de Bello no es un hecho aislado. Es un síntoma. Un espejo. Un grito que nadie quiere oír.

A Sara no solo la mataron. Le quebraron los huesos, la arrojaron a una quebrada, y la dejaron morir lentamente, tragar agua sucia y soledad. Como si no doliera. Como si no gritara. Como si no fuera humana.

Y mientras eso pasaba, alguien sacó el celular y grabó. No para ayudar, no para denunciar, no para salvar. Grabó para viralizar. Para entretener. Para hacer del horror un espectáculo. Así de descompuesta está nuestra sociedad: el dolor ajeno se volvió contenido, y la compasión, un recuerdo lejano.

Eso no es solo un crimen. Es el reflejo enfermo de una sociedad que ha perdido el alma. Es el rostro de un país que permite que sus hijas trans mueran frente a todos y nadie haga nada.

Porque no se trata solo del acto atroz en sí, sino de todo lo que lo rodea: el silencio, la indiferencia, el olvido sistemático. Lo que se le hizo a Sara no empezó el día de su asesinato. Empezó cuando se le negó un empleo digno. Cuando se le trató como objeto de burla en la calle. Cuando no se le reconoció como mujer en una institución. Cuando tuvo que defender su existencia, día tras día, sin que nadie la defendiera a ella. El asesinato fue solo el final de una violencia constante.

El país de las tres muertes

En Colombia, las personas trans —y particularmente las mujeres trans— mueren tres veces. La primera, en vida: a través del rechazo familiar, la exclusión escolar, la negación de derechos laborales, de salud, de vivienda. La segunda, físicamente, a manos de una violencia que no solo mata, sino que tortura, que marca con sevicia. Y la tercera, de forma institucional: cuando el Estado no investiga, no protege, no repara, y deja en la impunidad la mayoría de los casos.

Ese abandono estatal, esa complicidad burocrática, permite que el monopolio de la violencia esté repartido entre el Estado y actores armados ilegales que se reparten el control de territorios y vidas. Y las cuerpas trans siguen siendo objetivo militar, simbólico y real, de esa estructura de guerra permanente. En el papel, tenemos derechos. En la práctica, tenemos miedo.

El silencio que también mata

Lo más desgarrador, sin embargo, no es solo lo que hicieron los verdugos. Es lo que no hicimos los demás. Porque la impunidad no es solo judicial, también es social. Callamos. Miramos para otro lado. Seguimos adelante como si nada.

Y vale la pena decirlo, con el cuidado que exige hablar desde dentro: incluso en los propios movimientos sociales y espacios de liderazgo LGBTIQ+, hay silencios selectivos, jerarquías no resueltas y omisiones dolorosas. No es que falte voluntad, es que a veces falta sensibilidad interseccional, la que reconoce que no todas las vidas disidentes son percibidas con la misma urgencia. La rabia no puede ser patrimonio de algunos. No puede ser que el eco mediático y político dependa del género, la clase, la raza o el capital simbólico de la víctima. Cuando las violencias recaen sobre mujeres trans, racializadas, empobrecidas, trabajadoras sexuales o habitantes de calle, el eco suele ser más bajo, más lento, más solitario. Y eso también es una forma de abandono.

Eso también es violencia.

Que la rabia nos movilice

Nos debería incomodar. Nos debería doler en las entrañas. Nos debería llenar de furia. Pero no una furia ciega, sino una que organice, movilice y transforme. Porque ya no basta con los pronunciamientos. Ya no basta con los minutos de silencio. Necesitamos una respuesta política, ética y colectiva. Que pase por la exigencia de justicia, pero también por una transformación profunda del tejido social.

Sara no murió sola. Murió frente a todos. Y nadie hizo nada.

Fue ella, pero también otras mujeres trans.  En muchos casos, sus muertes no solo quedaron impunes, sino que ni siquiera fueron reconocidas como lo que son: transfeminicidios. La mayoría no llegan a los noticieros. Algunas ni siquiera logran una denuncia formal. Son borradas del mapa institucional antes, durante y después de morir.

Por eso insistimos: no basta con indignarse una vez al año. No basta con compartir un hashtag. Necesitamos una política de vida, de duelo activo, de justicia trans. Necesitamos hablar, nombrarlas, recordarlas, defenderlas.

Pero aún estamos a tiempo de hacer algo ahora. Para que su muerte no sea en vano. Para que no sigamos normalizando el horror. Para que no sigamos contando nuestros muertos como si fueran cifras sin nombre ni historia. A tiempo de hacer memoria. A tiempo de transformar la furia en acción. A tiempo de no dejar que el olvido gane otra vez.

Que esta vez, al menos esta vez, la historia no se repita en silencio.

Justicia para Sara Millerey González. Justicia para todas.

Hasta la fecha, el Observatorio de Derechos Humanos de Caribe Afirmativo ha registrado 24 personas LGBTIQ+ asesinadas en el país. Este comunicado ha sido elaborado por el mismo Observatorio.

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