17 de octubre de 2021. Estos días el movimiento LGBTIQ+ conmemoró el día de salir del closet, el cual hace referencia al ejercicio autónomo de cada individuo por hacer de su orientación sexual, identidad o expresión de género un acto político en medio de una cultura que usa, por un lado, el cerramiento como estrategia de violencia y, por el otro, la vida de las personas cuyas prácticas se salen de la norma como objetivables, usables y desechables. Fechas como estas son una oportunidad para entender que la sociedad en su conjunto es la que debe asumir que la libertad no es sectorial, momentánea ni condicional y que la dignidad se expresa en la autonomía de cada persona al construir su proyecto de vida.
Los prejuicios forman parte de un circuito social que legitima tanto la desigualdad como las prácticas discriminatorias y, a la vez, invisibiliza sus consecuencias produciendo espacios de invisibilidad, negación de derechos y borramiento que bien podría asimilarse a un closet oscuro del que se sacan solo objetos que se usarán. La producción de tales legitimaciones es muy notoria en el ejercicio político, ya que transforma a la persona “diversa y disidente” en “inferior”, y esta situación forma parte de una de las cuestiones centrales del actual sistema social que necesita sostener prácticas de apropiación desigual: producir y reproducir incesantemente las condiciones que hagan posible el desprecio de la otra persona cuando expresa resistencia a los modelos establecidos y a la invisibilidad. Para tales fines se conjugan violencias represivas y simbólicas en diferentes ámbitos de la vida social que son los closets que hoy debemos derribar.
La urgencia política de salir del closet es provocada por un sentimiento de humillación o la evidente obstaculización del “proyecto de vida buena”, y en la mayoría de los casos no hay una demanda de un estado ideal de ser reconocido, sino de quitar del paso las situaciones que no permiten desarrollar los proyectos de vida. A partir de allí se deben dar dos ejercicios previos y dos posteriores, a saber: (a) el sujeto es consciente de su identidad como condición necesaria para su felicidad; (b) se identifica y encuentra con otros en su entorno que demandan igual oportunidad y se ven convocados a promover una acción colectiva. Desde las dos fases anteriores y en paralelo, (c) en la relación con los otros, el sujeto va siendo consciente de situaciones de desprecio y exclusión en razón a su identidad y (d) no encuentra apoyo normativo o social que le permitan su realización; por el contrario, la ausencia de normas, la reificación o el borramiento en el entramado social son las constantes. Esta situación activa en él su interés de lucha como un ejercicio de auto conservación y de realización de su proyecto de vida buena.
Ahora, este ejercicio político de salir del closet convoca a que los sujetos reaccionen contra el desprecio y a que tomen conciencia de los otros, y eso es un primer paso asertivo hacia la solidaridad, pues pasamos del plano de la invisibilización y la exclusión a la nominación del otro, lo que abre el espacio a una lucha de contrarios que no tendrá como resolución vencedores y vencidos, sino construcción de acuerdos éticos que permitan la convivencia y permita que la ausencia de desprecio dé paso a la dignidad. Es ciertamente claro que todo lo que en el uso cotidiano de la palabra se designa como “desprecio” puede englobar diferentes grados en cuanto a la lesión psicológica del sujeto, desde la que se vincula con la privación de los derechos fundamentales y la humillación sutil, hasta la que se relaciona con el fracaso de una persona, en ambos sentidos, condenándole a la invisibilidad.
Esa invisibilidad se expresa en tres tipos de reacciones: (a) una reacción donde el sujeto se siente responsable de su borramiento, que se materializa en sentimientos tales como el miedo (más internalizado) o el odio (más exteriorizado); y produce en él una expresión de silenciamiento o parálisis por un sentimiento de vergüenza social que le asiste, donde la “culpa” de ser responsable no le permite asumirse en relación consigo mismo; (b) acciones reduccionistas del sujeto con su propia vida, que se expresan en prácticas de cosificación o reificación, y limitan ampliamente su relación con el entorno; e (c) indiferencia en su entorno de su estatus de ciudadano, de segunda categoría, que generan en él una experiencia – casi siempre imperceptible- de sumisión, particularmente en su relación con las instituciones del Estado.
En la vida en el closet o en espacios ausentes de derechos, solamente se hace evidente el daño moral cuando busca promover su autoestima o cuando recibe una imagen social deformada y eso pone barreras a la consolidación de una sociedad éticamente integrada por ciudadanos libres. Estas suelen manifestarse en el sujeto como sentimientos negativos que suscitan reacciones afectivas y generan un trastorno a la autorreferencia del grupo; sin embargo, este no siempre es consciente, e incluso se naturaliza en su vida, permitiendo que hayan relaciones, a veces injustas, basadas en acuerdos tácitos que generan una dominación bilateral que es validada por convencimiento o conveniencia o por falta de alternativas en la estructuras de dominación; convirtiéndose en un asunto patológico.
Por ello el acto político de salir del closet convoca a toda la sociedad, pues validar la existencia de espacios ausentes de derechos o limitados para la realización, hacen que muchas personas, en vez de vida digna, experimenten una existencia despreciada. El desprecio es la causa de las relaciones sociales injustas, y no se soluciona solamente con políticas de redistribución si no se aplican cambios estructurales en las dinámicas que generan esos mismos sentimientos y, en esos casos, las renovaciones institucionales, por sí solas, no son un remedio, sino que necesitan un cambio cultural, pues las acciones de desprecio hacen zozobrar la infraestructura moral de la persona, afectan el valor de su identidad y la aíslan de los entornos sociales.
Wilson Castañeda Castro
Director Caribe Afirmativo