Editorial

De desposeídos a ciudadanía resistente

Manifestaciones en Colombia. Foto: Colprensa-Sergio Acero.

9 de mayo de 2021. La vida en sociedad busca garantizar el bienestar, que en términos modernos se manifiesta en poseer acceso a bienes y servicios para el uso personal, comunitario e intersubjetivo, permitiendo, de forma equitativa, que todas las personas cuenten con lo necesario para poder consolidar su proyecto de vida. Por ello los Estados en su conjunto tienen como tarea principal garantizarlos bajo principios de universalidad, accesibilidad y efectividad; su ausencia, distribución inequitativa o despojo conducen a las personas a experimentar una limitación a la vigencia efectiva de los derechos humanos y afectan directamente su dignidad.

Judith Butler advierte que la motivación que nos asiste en esta primavera de la movilización social, es que en las relaciones que como sujetos tenemos con los Estados experimentamos cada vez con más fuerza expresiones de desposesión, actos a través de los cuales las personas son repudiadas y rechazadas por los poderes normativos y normalizadores que tienen la misión de protegerlos, conduciéndoles a experimentar una ciudadanía de segunda categoría que se marca por la pérdida de bienes, reducción de los espacios de bienestar, sujeción a la violencia militar, política y económica, y la creación de modos de vida securitarios, construidos con base a un individualismo posesivo, una gobernabilidad neoliberal y la precarización de la vida misma.

En los últimos días asistimos en Colombia a un escenario propio de este práctica de desposesión expresada en la sistemática violencia policial fruto del discurso autoritario que no solo irrumpe con la fuerza bruta en los imaginarios de transformación social de las generaciones históricamente afectadas por la exclusión, sino que busca imponer la destrucción como ambiente generador de miedo colectivo, desconociendo la legitimidad de la protesta social como vehículo de expresión de la población indignada por una violencia iniciada desde el poder y que en crisis humanitaria, como la generada por la pandemia, devela sus principales deficiencias para otorgan salud integral, educación gratuita, trabajo decente, espacios públicos amigables y proteger al medio ambiente.

En las calles hay un sentimiento de frustración social por la represión autoritaria y la pérdida del sentido de bienestar, quienes hoy regentan el poder en la democracia, han asumido desde las decisiones judiciales y políticas estrategias para invisibilizar la pluralidad, condenar el disenso como valor social y criminalizar cualquier asomo de desacuerdo y exigencia de cambio. Las expresiones de violencia en muchas ciudades del país, que se han viralizado por las redes sociales, dan cuenta de tres indicadores claves para entender la realidad: son las personas jóvenes quienes ven comprometido su proyecto de vida las que dicen “No más”, no es el diálogo la respuesta a sus solicitudes, sino la violencia motivada por el borramiento y la plataforma para cualquier acuerdo propuesta por el Estado sigue siendo la reinvención del discurso autoritario.

Las desposesiones sufridas por los impactos y golpizas de las marchantes en estos días que suma más de 30 asesinatos, 70 desaparecidos y 1000 heridos, dan cuenta de una vulnerabilidad propia de la condición humana en crecimiento, como resultado de políticas neoliberales asfixiantes que han debilitado la agenda de derechos y, como si fueran objetos de estudios, ensancha sus impactos en vidas diferenciales induciéndolas por variables políticas y económicas a una precariedad sistemática que les hace invisibles y provoca en ellas un afán de aparición y visibilidad como estrategia política.

Las expresiones de violencia al ejercicio legítimo de la protesta afectan tanto la integridad física, como el desarrollo integral de la sociedad de manera directa y la sensación de las heridas, lesionan la visión que un sujeto tiene de sí mismo y le obligan a vivir en las sociedades democráticas con esa idea errada de que posee menor valor; dicha concepción genera un bloqueo del estado armónico en relación al proyecto de vida. Las heridas en su cuerpo, en su espíritu y en su todo integral, le recuerdan que es depositario de injusticia del sistema estatal opresor que compromete tanto al individuo que las vive, como a los contextos donde busca desarrollar su proyecto de inserción comunitaria. Esto hace que las relaciones y acciones que implemente no solo se vean reducidas en pretensión de libertad, sino que además avizoraren daños diferenciales.

La balas, los gases lacrimógenos, las golpizas con objetos contundentes, el uso desproporcional de la fuerza, los insultos y todas esas artimañas que detenta la fuerza pública para entablar un espacio con la ciudadanía indignada y que se activa por orden de los generadores de las políticas del odio, se traduce en desposesión de derechos que ponen al sujeto en una situación de fragilidad, profundiza la desigualdad, pormenoriza la exclusión social y da espacio a prácticas de violencia que mutilan y aniquilan cuerpos, conduciéndoles a una vivencia de menosprecio sistemático. La violación, la desposesión y la deshonra conducen al mimo lugar: frustración del proyecto de vida e impedimentos para hacer otro mundo posible.

Movilizarse en una sociedad en crisis que se enquistó en un neoliberalismo progresista que busca limitar las luchas, hace de la protesta social y pacífica un estallido de resistencia que permiten dotar de sentido el territorio y asumir el valor de lo público como escenario de resistencia, donde los cuerpos reorganizan el espacio de aparición con el fin de impugnar las formas existentes de legitimidad política y reformular la historia en el preciso momento en el que la pandemia nos ha mostrado lo frágil del sistema y lo ausente del Estado de bienestar.

 

Wilson Castañeda Castro

Director de Caribe Afirmativo