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La situación de orden público de los últimos días ha generado el desplazamiento de más de 30 personas LGBTIQ+, y los centros de acogida no cuentan con mecanismos idóneos que respeten su orientación sexual, identidad o expresión de género.
Denominamos crisis humanitaria a una situación de emergencia que pone en riesgo la vida de las personas. Situaciones cotidianas que han salido de control y amenazan la integridad personal y colectiva en aspectos multifuncionales. Las emergencias suelen ser llamados de atención para actuar rápido; las crisis son ya un llamado concreto a enmendar hechos sucedidos que han traído consecuencias desafortunadas. Su presencia da cuenta de un punto de no retorno que no fue atendido a su debido tiempo por el Estado, y la urgencia de ponerle fin está dada en la práctica sistemática de negación de derechos humanos que está ocasionando. Las crisis suelen ser de múltiples formas, a veces con causas diferentes, pero, en el fondo, todas se articulan en poner a las personas en un alto estado de indefensión, dejando en evidencia la precariedad de la respuesta de los gobiernos. La crisis ambiental y de violencia son las dos más recurrentes en nuestro país: un conflicto armado que, con más de seis décadas, se resiste a dejarnos vivir en paz, y una explotación desmesurada de los recursos naturales que ha desmantelado nuestra mayor riqueza, que es la biodiversidad. Ambas crisis son causadas, en muchas ocasiones, por las mismas personas, y los afectados suelen ser casi siempre las comunidades, pueblos y grupos poblacionales históricamente excluidos.
Las crisis no son fortuitas ni espontáneas; son el resultado de un actuar sistemático de violencia y negación de la vida que pone en riesgo las condiciones de bienestar y libertad. Además, en el escenario multilateral, son usadas por grupos de poder para controlar territorios, diezmar poblaciones o debilitar procesos. Por eso, el mapa de las crisis humanitarias suele coincidir con el control territorial, el empobrecimiento y la ausencia de garantías de vida digna: fronteras, bosques protegidos, lugares geoestratégicos, cuerpos de agua, comunidades originarias y cuencas de recursos primos son epicentros de disputas que son antecedidas por crisis detonadas para hacer parecer a los victimarios como héroes y a sus causas como inevitables. La región del Catatumbo, en Colombia, da cuenta de ello: un territorio fronterizo que tiene una gran riqueza petrolera, con presencia de minas que el Estado ha dejado en manos de particulares y que, por ser corredor estratégico, es el lugar donde los actores ilegales apuestan a los negocios de economía de uso ilícito, el control de rentas y la cooptación de los poderes locales. Unido a eso, la situación política del vecino país ha sido capitalizada por los actores en confrontación para evadir la gravedad de sus acciones.
En este panorama, la ciudadanía asentada en su territorio no solo es invisibilizada y olvidada por las acciones políticas y económicas del país, incluso en la construcción de paz, sino que es puesta en medio del fuego cruzado, llevando la peor cuota de las situaciones en razón de muertes violentas, desplazamientos forzados, amenazas y restricción de libertades. Desde 2010, el incremento de la siembra de la palma aceitera como reemplazo de los cultivos de uso ilícito, que la hizo pionera en el país, contó con el concurso del control ilegal, primero del frente 33 de las FARC, luego del ELN, seguido por los paramilitares y, últimamente, por el Clan del Golfo. Además, sus campos petrolíferos y la permanencia del cultivo de coca, que está en aumento, hacen que cada hectárea sea disputada con violencia, negándole su uso y disfrute al campesino, las comunidades indígenas binacionales, mayoritariamente Bari, y las poblaciones rurales.
Desde hace 10 años, con la activación de pasos fronterizos irregulares en la zona del Catatumbo, el control y las medidas de presión en el paso oficial de Cúcuta, y los retos que para el territorio significaban en ese entonces la negociación y posterior firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, surgió la motivación de conducir a la subregión una estrategia de respuesta estatal y de cooperación internacional. Esta estrategia fue pensada como un plan de transformación del territorio que aún no se ve materializado. Seis años después, los pasos irregulares fronterizos siguen siendo espacios de violencia y criminalidad que hoy ponen en jaque apuestas estratégicas como los diálogos con el ELN y las disidencias de las FARC en el marco de la “paz total”. Lejos de mejorar las condiciones de vida en la subregión, se acrecientan las economías ilegales, no se logra controlar el orden público desde una perspectiva de protección de derechos, sigue siendo una de las regiones con mayor número de necesidades básicas insatisfechas y un lugar de permanente confrontación de grupos armados. Allí, el proyecto de territorio PDETs, pese al apoyo de la comunidad internacional, no da resultados, y sus enfoques de género y étnico no mejoran las condiciones de vida de las mujeres, las personas LGBTIQ+ o los pueblos originarios, que siguen confinados en la marginalidad.
Lo que estamos viendo atónitos estos días, desde muchos rincones del país, es el estallido de una agudización del conflicto que la Defensoría del Pueblo había advertido en 2022 y 2023 en alertas tempranas. En primer lugar, se evidencia que: (i) la pervivencia del conflicto armado, dada en la confrontación permanente, la afectación a la sociedad civil y el control ilegal por parte de los armados sobre el Estado; (ii) el papel estratégico de este territorio en la confrontación y disputa que mantienen el ELN, las disidencias de las FARC del bloque 33 y grupos cercanos al Clan del Golfo por el control de las economías; y (iii) la presencia de rutas de alta complejidad por el tráfico de drogas y el control de los cultivos de palma y de la producción petrolera, hacen que este sea uno de los lugares más estratégicos para la criminalidad que se resiste a dejarnos vivir en paz. La lentitud de la respuesta estatal —luego de la firma del Acuerdo de Paz— ha permitido que se aglutinen nuevas y viejas formas de control y confrontación. Esto no solo le impide a la ciudadanía y al territorio superar las prácticas históricas de violencia, sino que los somete a nuevas formas de degradación.
En segundo lugar, al ser un territorio fronterizo, en épocas donde, a pesar de los controles y cierres, las acciones comerciales, culturales y policivas se dinamizan de manera porosa por su irregularidad, la subregión se convierte en un espacio de control ilegal, concentración de pobreza y crecimiento de la asimetría. Esto aumenta exponencialmente, especialmente en quienes cruzan la frontera, a expresiones de xenofobia, incrementando la hostilidad en las prácticas ciudadanas en lugar de promover la acogida por parte de las comunidades. En tercer lugar, la pobreza estructural, la inequidad rural, la ausencia de compromiso estatal en los niveles local, departamental y nacional, y la carencia de proyectos de desarrollo integral no han logrado superar la falta de servicios básicos y el acceso efectivo a derechos. Al mismo tiempo, han agudizado, en este periodo, la miseria y pobreza en el territorio, poniendo en mayor riesgo a las comunidades campesinas y migrantes que, en su mayoría, habitan estos municipios. Entre ellas, las mujeres, los grupos étnicos y las personas LGBTIQ+, incluido el floreciente activismo de mujeres trans campesinas que, en los últimos años, reclaman un espacio en el territorio con herramientas efectivas para construir su proyecto de vida.
En esta coyuntura, la agenda de los derechos humanos de las personas LGBTIQ+ no solo ha estado ausente, con prácticas que van desde la invisibilización hasta la criminalización por parte de actores armados y del mismo Estado, sino que es notoria la falta de protección, garantías de no repetición y la adopción de acciones estratégicas en los procesos de paz total que permitan avanzar en el respeto a la vida de los civiles y sus procesos organizativos. Por ejemplo, en los PDETs, no se asumen con suficiencia acciones afirmativas en materia de política pública para superar la violencia ni en la aplicación del enfoque de género en la reforma rural, en las acciones contra el uso ilícito de drogas o en mecanismos de participación como los Consejos de Paz. No hay participación de personas LGBTIQ+ y, en las pocas acciones del territorio para la garantía de derechos, no se activan estrategias diferenciales para su protección y atención por parte del Estado. Este informe es, entonces, un paso importante para documentar, de manera diferenciada y estratégica, la situación de derechos humanos que viven las personas sexo-género diversas en el Catatumbo. Los activismos y resistencias que persisten en los territorios, particularmente las personas trans, reclaman y reivindican espacios sociales y políticos para demandar la protección de sus derechos y el cese de la violencia que busca aniquilarles por ser disidentes de la sexualidad y el género. Este documento es por estas personas que luchan por la igualdad y la inclusión.
En una actividad reciente liderada en Tibú por Caribe Afirmativo, llamada “El laboratorio de ideas”, las personas LGBTIQ+ de la región denunciaron con preocupación que, desde el mes de noviembre de 2024, existía un ambiente tenso entre el ELN y las disidencias de las FARC. Pese a sus diferentes mesas de negociación, estaba minando la confianza de la ciudadanía debido al nivel de confrontación que tenían por controlar la ruta del narcotráfico. Además, acciones de trabajo de campo dieron cuenta de cómo, en los años posteriores a la pandemia, el crecimiento de la participación social, motivada por la implementación del Acuerdo de Paz, estaba siendo vista por ambos actores del conflicto como una amenaza a sus pretensiones de control territorial. Ello se materializó, en lo que respecta a personas sexo-género diversas, en panfletos en Campo Amor y San Pablo, que las declaraban como una amenaza para la sociedad; llamadas telefónicas en Tibú recibidas por mujeres trans y hombres gais durante el segundo semestre del año, prohibiéndoles asistir a espacios comunitarios y escenarios de participación ciudadana bajo amenazas de muerte o desplazamiento; y amenazas a líderes de las agendas de diversidad sexual y de género en Convención, presuntamente de parte del ELN, para impedirles entrar a lugares de divertimento o hacer uso del espacio público. Todo esto generó, en el año inmediatamente anterior, un fenómeno de confinamiento para las personas sexo-género diversas que ejercen liderazgo en la región, quienes, al ver este estallido violento, decidieron huir para proteger sus vidas.
Una semana después de los combates, se documenta el desplazamiento forzado de al menos 30 personas LGBTIQ+ en la región que llegan a Cúcuta y Tibú, a los albergues y centros de atención. Sin embargo, allí se enfrentan a una nueva realidad de discriminación: ausencia de enfoques diferenciales, desconocimiento de su identidad y expresión de género, y prácticas de exclusión que los revictimizan nuevamente y les hacen sentir que buscar la paz les seguirá costando la vida. Por eso, es urgente humanizar la atención en crisis humanitaria. Esto significa atender a las personas reconociendo su dignidad humana, garantizando su libertad y, sobre todo, ofreciendo un contexto de no discriminación para sanar las heridas de la huida dolorosa por la crisis experimentada. Ello, mientras como Estado y sociedad buscamos superar los problemas estructurales de la violencia para exigir que nunca más las vidas de las personas sean puestas en riesgo, y que mucho menos dicho riesgo se agudice por los prejuicios hacia la orientación sexual, identidad o expresión de género diversa.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo