Lejos de lo que creíamos en Colombia, el reconocimiento del campesinado como sujeto político era una entidad social ausente, incluso en la constitución política del país.
En 2017, el cortometraje nacional “Señorita María, la falda de la montaña”, un éxito en el país, contó la historia de una mujer trans campesina, que lejos de estar sumida en la desesperación por vivir en el campo —como pensaba la mayoría— era feliz entre cultivar la tierra, ordeñar vacas y cuidar gallinas, labores en las que era experta. En medio de ello, desarrollaba un proyecto de vida trans sin las pretensiones de ser urbana, sin imponerle a su cuerpo ni a sus prácticas de vida modelos que repelen su amor por la ruralidad. Esta producción trajo a las narrativas de la diversidad sexual y de género en el país una discusión que, si bien algunas personas y organizaciones ya venían planteando, estaba muy ausente: ¿Qué pasa con los derechos de las personas sexo-género diversas en la ruralidad y con vocación campesina?
Esto sucede porque, de un lado, en Colombia —al igual que en el resto del mundo— las agendas LGBTIQ+ han sido mayoritariamente urbanas y reflejan las lógicas de los grandes centros poblados, que están mediadas por el uso de tecnologías, la ocupación del espacio público y el trabajo industrializado. Por otro lado, este país, a pesar de tener una constitución moderna y garantista, no había reconocido al campesinado como sujeto político, ni se había planteado el significado de sus ciudadanías y las garantías que deben emerger propiamente en la ruralidad.
El modelo de Estado colombiano, que dio la bienvenida a la agenda de la diversidad sexual y de género, la limitó a las grandes ciudades, y en ellas privilegió a los hombres homosexuales, de clase media y con poder adquisitivo, apartándolos de discusiones como pobreza, precariedad y necesidades básicas insatisfechas, como las alimentarias, que afectan a muchas personas LGBTIQ+. Esto obligó a quienes se asumían desde las disidencias sexuales y estaban fuera de estos entramados urbanos a abandonar los territorios rurales. La precariedad del desempeño agrícola, su restricción patriarcal, la imposición de roles por parte de los megaproyectos que arrasan con la lógica campesina y la creación del fantasma de la perversidad entre las familias campesinas hacia las personas LGBTIQ+ convirtieron en excepción experiencias como la de la Señorita María, y forzaron el éxodo rural por prejuicios contra la diversidad sexual y de género.
Esta ausencia también estuvo presente en el Acuerdo de Paz de 2016, pese a los avances logrados con el compromiso de la reforma rural integral y la consolidación de la territorialidad del país, que es mayoritariamente campesina. Sin embargo, esta realidad ha sido leída de manera muy limitada, considerando únicamente a comunidades originarias y afrocolombianas, diluyendo al sujeto campesino y su relación con la tierra, su cultivo y transformación, una relación que incluso supera las visiones étnicas y ve la tierra no solo como despensa agrícola. Por ello, la Comisión de la Verdad, en sus recomendaciones, fue clara con tres llamados estratégicos al Estado: a) es urgente reconocer en Colombia a las campesinas y campesinos como sujetos políticos; b) se debe pensar, planear y proveer el campo de acuerdo con procesos participativos construidos con ellas y ellos; y c) se deben dotar de herramientas integrales para superar la marginalidad y el empobrecimiento con los que durante décadas se ha interpretado al sujeto campesino, y reconocerles derechos integrales.
Esta solicitud avanzó de manera asertiva con el proyecto de ley que creó el Estatuto del Campesinado en agosto de 2022, cuando en un acto conjunto, el Ministerio de Agricultura y el Ministerio del Interior, junto a la bancada del Pacto Histórico, radicaron un proyecto de acto legislativo para dicho propósito, que fue aprobado en agosto de 2023.
A esto se suma otra solicitud de la Comisión de la Verdad, trazada en las recomendaciones que vieron la luz el año pasado sobre la jurisdicción agraria y rural. El Congreso, con el Acto Legislativo 03, creó las bases para dicha jurisdicción, que busca superar el déficit histórico de acceso a la tierra y garantizar que esta sea para quienes efectivamente la trabajan. Unido a esto, en febrero de 2024, el Ministerio de Justicia presentó ese proyecto de ley, estableciendo un proceso especial que concluyó con la creación, por parte del Consejo Superior de la Judicatura, de distritos judiciales para los asuntos agrarios y rurales. Si bien su implementación presenta fallas en la coordinación con las jurisdicciones indígenas y en la especialización de los juzgados agrarios, el país hoy afirma tres máximas: la paz debe ser con la recuperación del campo, el sujeto campesino es clave en la consolidación del proyecto de país, y el bienestar del campo debe ser prioritario en los modelos de recuperación social.
Dado este marco de actuación, requerimos dar dos pasos en esa dirección: entender y complejizar al sujeto del campesinado y comprenderlo en su integralidad de derechos. Para lo primero, se necesita poner la mirada en las personas que resistieron los años más duros del conflicto armado y hoy reinventan su vida en la ruralidad: mayoritariamente mujeres, cabezas de familia, jóvenes pertenecientes a grupos originarios y afrocolombianos, y personas que demandan un proyecto de vida desde la diversidad sexual y de género. Esta interseccionalidad no puede ser vista de manera separada en la vida campesina, como lo hemos hecho hasta ahora, obligándoles a una exclusión casi natural motivada por su diversidad, o a construir el falso imaginario de que las disidencias no pueden desarrollarse en el mundo campesino, consolidando este espacio únicamente como un proyecto patriarcal, heterosexual y blanco, con la posibilidad de presencia étnica solo para la explotación.
A pesar de que la vida campesina y su relación con la producción agraria es la fuente de sostenibilidad del país e incluso de muchas de sus acciones de exportación, la pobreza, la precariedad, la ausencia de derechos, la inseguridad alimentaria y la vulnerabilidad son realidades constantes que viven las personas del campesinado colombiano. Paradójicamente, quienes, a través de sus proyectos de vida, cultivan la tierra para alimentar a un país mayoritariamente urbano y excluyente están en mayor riesgo de precarización.
Para avanzar al respecto, requerimos que la aplicación del Estatuto del Campesinado y de la jurisdicción agraria y rural incluya cinco acciones rectoras: 1) poner al campesinado como sujeto de derechos en el centro y garantizar acciones participativas para romper la balanza de los terratenientes que imponen lógicas extractivistas de producción, y darle centralidad al saber campesino; 2) promover acciones que reconozcan la interseccionalidad del campesinado, permitiendo el desarrollo de proyectos de vida étnicos, de género y de diversidad sexual, favoreciendo una vida campesina que no esté impuesta por roles binarios y excluyentes, sino que sea el resultado de cómo cada sujeto quiere relacionarse con la tierra y su producción; 3) como acción afirmativa, tras décadas de una política agraria machista y patriarcal, abrir el debate a una política campesina feminista, diversa y étnica que complejice los roles jerárquicos y los papeles binarios que en el campo han reproducido la exclusión; 4) entender al campesinado como un sujeto de derechos, proveyéndoles los servicios necesarios para una vida digna, un desarrollo económico y cultural adecuado, una participación asertiva y el acceso a las tecnologías que, respetando el ciclo vital, mejoren su capacidad de producción; y 5) reconciliar al país con la ruralidad, romper con esa visión despectiva de utilitariedad del campo y sus productos, y reconocerlo como el verdadero motor de desarrollo del país.
En este escenario, por supuesto, cabe la pregunta por los sujetos campesinos LGBTIQ+ y la ruralidad como un lugar seguro para la diversidad sexual y de género. En 2014, un acto de retorno de un grupo de personas desplazadas de la vereda Las Palmas, en San Jacinto, Bolívar, puso esta tarea en cuestión. La Unidad de Víctimas inició el proceso de identificar a los campesinos que regresarían y encontró que dos de ellas habían asumido un proyecto de vida trans. Al momento del retorno, se encontraban en escenarios de trabajo sexual en la ciudad de Cúcuta, no por opción, sino porque era el único espacio de manutención. El entonces equipo de la UARIV activó el plan de retorno, y para estas dos mujeres preparó dos proyectos productivos en el casco urbano del corregimiento más cercano para que ejercieran la peluquería. Al emprender el retorno y encontrarse con dicha propuesta, ellas no lo aceptaron, primero porque su interés era regresar con su núcleo familiar a la vereda y dedicarse a lo que hacían antes de ser desplazadas: la siembra de aguacate. En su momento, la Unidad para las Víctimas se resistió a esta solicitud, bajo argumentos como: “la comunidad de sembradores de aguacate no está preparada para aceptar entre sus filas a personas trans”, “el oficio requiere mucho esfuerzo, por ende, es solo para hombres cisgénero heterosexuales”, y “su presencia generaría molestias en la comunidad por el bienestar de los niños”. Caribe Afirmativo conoció esta situación y, para evitar un proceso de reparación perjudicial, se retrasó el retorno y se activó un programa pedagógico de la mano de la UARIV. Esto permitió que las ciudadanas trans volvieran a la vereda para sembrar aguacate, con un alto nivel de integración y estima de las comunidades. Hoy, no solo tienen un trabajo que las hace felices, sino que han encontrado una realización personal como personas trans campesinas.
Hace poco se conoció que el “ruido” de la fama y el amarillismo que por meses generó la producción de “Señorita María” la expulsaron a Bogotá, donde luego de muchas entrevistas y espacios perturbadores para su identidad y proyecto de vida, terminaron desconectándola de su mundo vital, que es el campo, poniéndola en riesgo en términos de bienestar. Por eso María dice que, si pudiera devolver el tiempo, no habría permitido que su feliz y sencilla vida campesina se convirtiera en un espectáculo que la vació de felicidad.
Hoy en Colombia, los gobiernos y las organizaciones sociales tenemos la tarea de conectar la agenda de la diversidad sexual y de género con la ruralidad. Para ello, necesitamos sacudirnos de este exacerbado urbanismo que ha caracterizado la agenda, cortar con el imaginario de que la vida campesina es incompatible con las personas LGBTIQ+, y abrir espacios para que las personas sexo-género diversas que están en la ruralidad y tienen una conexión vital con el campo y su producción agrícola puedan construir desde allí sus proyectos de vida, con sus propias lógicas, formas y mecanismos que les permitan ser felices entre el suave olor del campo y la belleza de sus milagros cotidianos. Un ejemplo de ello es la apuesta de “La Red Diversis” del Catatumbo: por una agenda campesina LGBTIQ+, que les invito a conocer.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo