El desmembramiento como práctica de violencia aparece en muchos de los casos de asesinatos contra personas LGBTIQ+, dejando constancia de que no solo se quiere eliminar al otro, sino que se desata toda violencia posible para desaparecer lo que le representa y borrar cualquier evidencia de su vida.
Indignación ha generado en la región Caribe y en toda Colombia el macabro asesinato del médico cordobés, Edwin Arrieta Arteta, en Tailandia. La aparición de partes de su cuerpo —cercenado en más de 14 partes y encontrado en bolsas de fertilizantes halladas en un vertedero de basuras algunas, otras en el mar y algunas más en el mismo hotel donde, al parecer, ocurrieron los hechos, ubicado en la isla de Koh Phangan— dejaba constancia de que nos encontrábamos ante un exsacrable asesinato cuya víctima era un hombre gay y que, tal como ocurrieron los hechos, su homicidio estaba marcado por un alto nivel de sevicia, violencia y crueldad, que dejaba constancia, no solamente de que querían borrar su existencia, sino también desaparecer cualquier rastro de responsabilidad de quien estaba cometiendo este crimen.
La confesión del presunto responsable del crimen —que, al principio, quiso desviar a las autoridades mostrando interés por la desaparición de Edwin y que luego asumió su responsabilidad y, con el correr de las hora, cuando todas las pruebas lo incriminaban y dejaban constancia de que era un asesinato premeditado, empezó a señalar que lo hizo porque era víctima de quien el mismo había matado— nos permitió evocar decenas de asesinatos de hombres gais que, en otros momentos y latitudes, han sido víctimas de la misma práctica macabra del asesinato por desmembramiento. Estos han dejado constancia de que sus victimarios no solo se creen con derecho a cortar su vida, sino a destruir su cuerpo como si repudiaran lo que ellos representan y que, con su eliminación y destrucción física, borrara cualquier recuerdo de su existencia.
Hay unos casos similares al de Edwin cuyas víctimas han sido personas LGBTIQ+ y que su análisis tiene puntos en común. Veamos cuatro de ellos:
- Hace solo tres semanas, aquí mismo, en Colombia, en la ciudad de Neiva, el joven gay, Luis Eduardo González, fue asesinado a sangre fría y, con la misma arma cortopunzante que fue asesinado, fue desmembrado. Luego, para borrar evidencias, fueron quemadas sus extremidades, sus restos, fueron depositados en un basurero y encontrados posteriormente por un perro, que llegó a un parque donde se jugaba fútbol con una bolsa que contenía partes de ellos.
- Meses antes de la pandemia se conoció la historia de Bruce McArthur, jardinero de oficio, quien, entre 2010 y 2017, asesinó a ocho hombres gais, desmembrándolos y ocultando las partes de sus cuerpos en macetas. Su acercamiento a las víctimas era macabro; les contactaba por aplicaciones, les proponía citas para conocerse, les hacía fotografías antes y después de asesinarla. Todas las víctimas, además, tenían una particularidad: eran migrantes, habitantes de calle o personas con adicciones que, para el victimario, eran más susceptibles de ser cooptadas, pues pocos extrañarían su ausencia, según confesó luego de ser detenido.
En cuanto a pruebas, la policía encontró un kit de secuestro en su casa que incluía jeringas, cinta adhesiva y guantes. En febrero de 2019, McArthur recibió ocho cadenas perpetuas simultáneas y le dijeron que no podría pedir su libertad condicional hasta cumplir los 25 años de condena.
- En el año 2016, Muhammed Wisam Sankari, en Estambul, capital de Turquía, un joven gay refugiado Sirio que había huido de su país luego se ser violado y torturado, salió de su casa el 23 de julio de ese año y apareció a los pocos días decapitado y mutilado. Solo por los vestigios de su vestuario logró ser identificado.
- En República Dominicana fue asesinada la mujer trans, Rubi, que, además, era activista por los derechos de las trabajadoras sexuales. Fue encontrada descuartizada en Higüey, provincia La Altagracia. Ella fue vista el día anterior con dos desconocidos con quienes se fue en una motocicleta. De sus restos solo fueron encontrados la cabeza, piernas, brazos y manos.
El descuartizamiento de cuerpos como práctica criminal es una modalidad que, no solo ha estado presente en grandes epicentros de violencia, sino que suele aparecer cuando las víctimas son de grupos poblacionales históricamente excluidos. Estos se dan, de un lado, porque las mismas prácticas de invisibilidad y desprecio a las que son sumidos, promueve un contexto de atrocidad que enmarca la violencia. De otro lado porque, por lo ignoradas que son sus vidas, permite de forma macabra a los victimarios desatar acciones de crueldad, sevicia e inhumanidad. Esta consigue cinco propósitos, que son: 1. Eliminar la existencia de la víctima; 2. Destruir su cuerpo, como expresión pública de desprecio; 3. Promover en su entorno un ambiente de terror porque es un acto que se pretende relacionar con la vida que llevaba la víctima; 4. Se usa como vehículo para que el perpetrador muestre su poder, control y capacidad de destrucción, donde la víctima es la evidencia; y 5. La disposición de las partes del cuerpo en lugares como basureros y lechos marinos, buscan hacer imposible la recuperación de los cuerpos.
Esta realidad es desgarradora desde donde se quiera mirar y ocurren en pleno siglo XXI, donde pensábamos que están superadas las expresiones más denigrantes, como las guerras mundiales, el holocausto nazi, los genocidios, o que los ataques masivos a las poblaciones no tenían cabida. Historias como las que se escuchan en las ciudades colombianas de existencia de “casas de pique” (lugares donde se cometen estas atrocidades, o las noticias cotidianas de encontrar partes de cuerpos humanos en bolsas de basura, dejan claridad que no solo es una práctica existente, sino que sigue siendo un mecanismo de control y dominio criminal en nuestra realidad. Como lo señal a Naciones Unidas en su informe sobre investigación de ejecuciones extrajudicales de 1991, el descuartizamiento es una evidencia clara de que estamos ante hechos de violencia extrema, que se dan en escenarios de tortura y que tiene como fin producir sufrimiento y dolor, cuando estos cortes hacen parte de la causa directa de la muerte, o cuando se obliga a otra persona a observar este procedimiento en alguien más.
La altísima complejidad que implica el grave acto del descuartizamiento de un cuerpo y la necesidad de usar armas específicas, tener un espacio para ello y contar con rutas y lugares específicos para depositar sus partes, deja constancia, además, de que no es una respuesta inmediata, de que no se actúa en defensa propia, ni es un acto fortuito. Todo lo contrario, es un crimen premeditado, preparado y orquestado, en ocasiones, con ayuda de externos y complicidades propias de grupos organizados. Además, la complejidad que el cuerpo fragmentado genera para resolver el crimen y hacer la investigación forense viene a contribuir a la estela de impunidad y olvido que se generan con estas muertes.
Lorica, el pueblo originario de Edwin, no sale del asombro de cómo uno de los suyos sufrió este asesinato tan cruel. Su familia sufre por su desaparición, la forma tan vil que fue desmembrando y la dificultad del proceso de repatriación; sus amigos, que sabían de su noviazgo con el presunto homicida y sus planes de construir un proyecto de pareja, jamás pensaron que encontrar el amor fuera de Colombia significaría la muerte. También, el movimiento LGBTIQ+ señala con preocupación cómo en Tailandia y aquí, algunos medios de comunicación y opinadores cotidianos, tratan de justificar un asesinato tan macabro en la orientación sexual de la víctima, como si amar fuera un delito y hacerlo hacia el mismo sexo diera licencia de violentarnos, hasta desaparecernos, porque nuestras vidas son despreciadas. Esperamos justicia para Edwin y que desaparezcan estas prácticas del mundo, tan crueles e inhumanas de hacer del dolor un escenario de control y dominación, que llega a niveles hasta destruir el cuerpo con el que construimos la vida.
Wilson Castañeda Castro
Director
Caribe Afirmativo