Las apuestas públicas y directas de las personas trans y no binarias por exigir cambios estructurales en la sociedad para hacer posibles sus proyectos de vida no solo buscan poner fin a la transfobia como respuesta a sus demandas, sino que plantean una sociedad donde el determinismo no sea el factor que vincule las relaciones sociales.  

El desprecio por la vida de las personas LGBTIQ+ no es una empresa nueva ni es fruto de las prácticas neoliberales de la actualidad, agudizadas por el fascismo. Desde las campañas evangelizadoras y la configuración de los Estados-nación que dieron origen a la democracia moderna, la imposición de un modelo de familia consanguínea, la naturalización de la heterosexualidad como modo de vida, la procreación como fin último de las relaciones y el binarismo como una forma de ser en el mundo se impusieron como razón cotidiana de la existencia. Esto dejó en los márgenes la diversidad sexual y de género, y marginó las vidas femeninas bajo el poder destructivo de las masculinidades hegemónicas.  

Ello posicionó la imagen de inmoral y pecaminosa de las vidas disidentes de las sexualidades, y los calificativos de exclusión transitaron de términos religiosos como “sodomitas”, “inmorales” y “pecadores” a otros civilistas como “delincuentes”, “desadaptados” y “enemigos sociales”. En el imaginario social, se cultivaron categorías para burlar y menospreciar sus vidas con términos como “invertidos”, “afeminados” y “machorras”, entre otros.  

Este escenario de humillación fomentó, en los espacios sociales, políticos y culturales, acciones de invisibilización frente a la vida de las personas LGBTIQ+, posicionando la expresión “clóset” —referida al ocultamiento o encerramiento— como el lugar natural donde las personas sexo-género diversas debían permanecer: “vivir como si no lo fueran”, “mantener en privado su orientación sexual y de género”.  

Como dicha acción ponía en jaque la dignidad humana, desde mediados del siglo XIX en Europa y luego en América, surgieron movimientos sociales que rechazaron dicho aislamiento. Con la aparición de los colectivos de liberación homosexual, se reclamó la no sanción médica, moral y estatal a sus proyectos de vida. Este ejercicio movilizador dio como resultado la despenalización de la homosexualidad en muchos países y el reconocimiento legal de sus derechos con leyes como la del matrimonio igualitario y acciones de política pública. Sin embargo, esto ocurrió en un ambiente profundamente neoliberal y capitalista que, lejos de transformar las estructuras patriarcales, blancas, binaristas y hegemónicas, cooptó e instrumentalizó las demandas del movimiento, sobre todo las de los hombres gais blancos cisgénero. Las demás identidades no gozaron de la misma agencia política.  

Desde finales del siglo pasado y comienzos de este, algunos Estados, principalmente aquellos con mayor desarrollo capitalista, se convirtieron en garantes de derechos para personas LGBTIQ+. Surgieron marchas del orgullo, barrios gais, marcas comerciales “gay friendly” y una presencia cosificadora de personas sexo-género diversas en muchos espacios de la sociedad, en algunas ocasiones más como instrumentalización que como apuesta política de transformación.  

Sin embargo, esta ficción de igualdad dejaba atrás a las personas trans, las más visibles de las disidencias sexuales, aquellas que no podían ajustarse a los parámetros establecidos y que lideraban demandas incompatibles con el capitalismo, pues exigían su transformación estructural.  

Los mismos sistemas sociales que en los últimos 60 años habían abierto sus puertas a la diversidad sexual —no tanto por convicción sino como acción casual, por considerarla irrelevante o incluso aprovechable con fines comerciales— se resistieron a reconocer las solicitudes de las personas trans porque esto implicaba asumir un compromiso real con la transformación social: poner fin a la naturalización del desprecio, desmontar el binarismo como vínculo de la vida social y erradicar el determinismo como base de la convivencia.  

Las calles reclaman la digna rabia trans para exigir una vida digna desde la acción colectiva del cambio social, no desde la cosificación corporal del orgullo. Por ello, las multitudinarias y cada vez más cooptadas marchas del orgullo gay pierden sentido y se vacían de contenido, pues hacen parte de un mundo que usa la causa de la diversidad sin transformar su estructura social.  

La violencia contra las personas trans sigue siendo alarmante: transfeminicidios año tras año, amenazas, riesgo de ser víctimas de trata de personas, desplazamientos forzados, presión de grupos al margen de la ley, persecución policial, desatención estatal en salud, transfobia en el sistema escolar que impone barreras infranqueables para su acceso, la imposibilidad de conseguir un empleo digno y la criminalización cotidiana en espacios públicos. Todo esto es la prueba más clara de que, por más que la sociedad insista en que hoy es mejor que ayer, sigue dejando a las personas trans en los márgenes y se niega a reconocer que su modernidad está cimentada sobre el desprecio hacia ellas y cualquier cuestionamiento al binarismo de género y al determinismo de la vida.  

Por el contrario, con el tiempo se han posicionado discursos de odio que, aunque llevan décadas vigentes, hoy han salido del anonimato y enarbolan campañas políticas cimentadas en la humillación y el retroceso. Ejemplo de ello son las decisiones fascistas activadas en Estados Unidos, Argentina, El Salvador, Italia y Hungría, donde se han desmontado acciones afirmativas creadas en los últimos años para superar la brecha de derechos.  

Además, la ausencia de garantías de vida digna sigue condenando a las personas trans a vidas cortas, precarización y desprecio social por ser consideradas una amenaza para el “status quo”. Incluso al interior del movimiento social persisten prácticas donde prevalece el binarismo machista y la expresión cisgénero como norma.  

Si bien en las últimas seis décadas ha habido un crecimiento del movimiento sexo-género diverso, este se ha concentrado en las demandas gais-lésbicas (principalmente gais), dejando pendientes las de las personas trans. Desde ahora y para siempre, estas deben convertirse en la gran consigna del movimiento y la sociedad, otorgándoles el espacio que ellas y ellos solidariamente brindaron cuando la agenda global luchaba por el matrimonio igualitario.  

En un contexto histórico que, en las últimas semanas, ha evidenciado a nivel local la ausencia de políticas, a nivel nacional la inacción estatal y a nivel internacional la persecución y el bloqueo de sus procesos, el objetivo no parece ser tanto desmontar el movimiento LGBTIQ+, sino vaciarlo de sus demandas de reconocimiento de las identidades y expresiones de género diversas.  

Por ello, hoy más que nunca cobra vigencia este Día de la Visibilidad Trans. El 31 de marzo, debemos llenar las calles, los espacios sociales, culturales y afectivos con el grito trans de “¡Basta ya!”. Que pintar cada espacio con los colores rosa, azul y blanco, escuchar las voces trans y reproducir su digna rabia sean la primera gran manifestación contra el fascismo transfóbico, exigiendo políticas que no hagan proselitismo pisoteando sus vidas.  

En memoria de las miles que hemos visto morir por falta de asistencia técnica, de las decenas que año tras año son asesinadas, de quienes habitan el espacio público contra su voluntad, de quienes son humilladas por dedicarse al trabajo sexual, de quienes no logran cumplir su sueño de ser profesionales porque el sistema educativo no está diseñado para la diversidad. Y, sobre todo, en honor a quienes, a pesar de la precariedad, marchan, lideran acciones colectivas y exigen un mundo sin transfobia donde sus vidas signifiquen.  

Por ellas, con ellas, detrás de ellas, a su lado, unidas en una causa común: las vidas trans exigen ser vidas bien vividas.  

¡Visibilidad trans ya, para transformar la realidad!

Wilson Castañeda Castro

Director  

Caribe Afirmativo

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